Había
esperado que la acumulación de fragmentos
cristalizara
de pronto en una realidad total.
Julio Cortázar
El yo es
predominantemente corporal.
Sigmund Freud
... es
necesario acudir a los medios —el cine, como ya dijimos, en especial—; ellos
reconfiguran el modo de vernos y de ver.
Oscar Traversa
0. ¿Identidad?
Según el psicoanálisis, el yo es predominantemente
“corporal”. ¿Y la identidad nacional?
¿Hay un cuerpo de la Patria?
O bien: ¿qué hace la Patria
con sus cuerpos (además de mandarlos a morir en la guerra)?
Si esto pudiera verse en algún lado, sería en el cine.[1] El cine
es una máquina de dar cuerpo. Allí
donde y cuando la mirada ingenua, o alegremente desprevenida, quiere ver un
reflejo —tranquilizadora confusión propiciada por la imagen—, nosotros queremos
decir: todo discurso, aun el que se pretende analógico, mimético, produce sus objetos. O, al menos, para
no ser tan drásticos, colabora en la construcción de sus objetos, con otros discursos. Los cuerpos no son
una excepción a este proceso generalizado de asignación de identidades.[2]
Pero como esto, por definición, sólo puede ser captado
desde adentro (lo que es decir no captado, porque el “observador” también es
construido de la misma manera), uno teme —espera— que sólo pueda lograrse una
visión fragmentaria.
Como sea: si toda identidad está hecha de fragmentos,
aquí van algunos.
1. El cuerpo de Evita I
Un papel sencillo
y agradable; trabajo de los días de fiesta, trabajo de recibir honores... es
casi lo mismo que pude hacer antes, y creo que más o menos bien, en el teatro o
en el cine... No vaya a creerse por esto que digo que la tarea de Evita me
resulte fácil. Más bien me resulta en cambio siempre difícil y nunca me he
sentido del todo contenta con esa actuación. En cambio el papel de Eva Perón me
parece fácil. ¿Acaso no resulta siempre más fácil representar un papel en el
teatro que vivirlo en la realidad?
Y en mi
caso lo cierto es que como Eva Perón represento un viejo papel que otras
mujeres en todos los tiempos han vivido ya; pero como Evita vivo una realidad
que tal vez ninguna mujer haya vivido en la historia de la humanidad.
Eva Perón, La razón de
mi vida
Sí: el cine es una máquina de dar cuerpo, en todos los sentidos literales y figurados de la
expresión. Los actores y actrices no sólo —como se dice—corporizan (dan cuerpo) a sus personajes, sino también a los
espectadores. No es un juego de palabras. Nuestros cuerpos se modelan de muchas
maneras: con palabras, gimnasia, con torturas, también con películas.
Basta seguir los avatares de los cuerpos femeninos,
desde el esmirriado y casi etéreo cine mudo hasta la actualidad, que oscila
extrañamente entre la anorexia y las siliconas, pasando por una voluptuosa
década del cincuenta. Sin embargo, en el cuerpo de los hombres —siempre menos
expuesto—, las transformaciones no son tan evidentes pero también pueden
rastrearse. ¿No es Clint Eastwood, acaso, el último, residual, galán “sin cola”, cuando Marlon Brando fue el primero, emergente, que la exhibió con
generosidad?
La política, en sentido amplio, es una modeladora
principal. Y en nuestro país, el peronismo, como el cine, es una máquina de
“dar cuerpo(s)”. Evita, en La pródiga
(Mario Sóffici, 1944), hizo el ensayo general, quizás involuntario, de su
futuro papel como protectora y proveedora de las masas.[3] Es muy
impresionante ver esta película, tanto tiempo después (su estreno oficial fue
largamente demorado: el cuerpo de Evita no podía verse más que en su nuevo rol,
donde la realidad ha desplazado, o suplantado, a la —apenas—ficción). Eva está
más gorda que en su iconografía oficial, sobre todo de sus últimos tiempos,
pero toda la anécdota del filme, bastante trivial por otra parte, es una
metáfora antedatada de su propia historia. ¿Hasta qué punto esa película no
modeló a la que iba a ser la abanderada de los humildes? ¿Hasta qué punto la
misma Eva no confundió la ficción con la realidad, con la breve realidad que le
iba a tocar vivir?
Nuestra historia manifiesta una tenaz voluntad de
imitar a la ficción o, por lo menos, a las leyendas seculares y fundantes de
nuestra nacionalidad: según testimonios varios, Evita recordaba perfectamente a
todos los que iban a pedirle algo a la Fundación —esas
interminables colas, prefiguración de las que visitarían su cadáver expuesto—,
de manera que les reprochaba que volvieran. Esto recuerda a Napoleón y a
Facundo Quiroga, que conocían a todos sus soldados por el nombre, por lo menos
según Sarmiento. Y esa memoria infinita evoca también el atributo de un dios
modesto, casi doméstico, pero dios al fin, sujeto natural de la omnipotencia y
acaso de la arbitrariedad.
A favor o en contra: los “contreras”, precisamente,
también supieron usar —explotar— un cuerpo célebre. En Después del silencio (Lucas Demare, 1956), García Buhr se
interpreta a sí mismo, como un médico liberal que se resiste a ser cómplice
de los torturadores de la “Sección especial” y finalmente tiene que exiliarse a
Montevideo, para volver en triunfo cuando la Libertadora. Por
supuesto, los realizadores, convenientemente acomodaticios (antes habían cantado con obediencia la Marchita, según críticos
de la época), tienen la precaución de dejar bien parada a la Policía Federal,
que es la encargada final de autodepurarse de aquellos molestos “infiltrados”.
2. Una palabra
La política entra al cine argentino por la ventana
(por la ventanilla). En La barra de la
esquina (Julio Saraceni, 1950), el personaje de José Marrone se acerca a la
ventanilla de teatro donde canta su viejo amigo, ahora triunfador (Alberto
Castillo); lleva un puñado de billetes, laboriosamente juntados, para pagar la
entrada, pero el boletero le dice que ya no quedan, ante lo cual Marrone se
rebela y le grita: “¡Agiotista!”
Ahora bien, éste era un insulto que se había puesto de
moda en la década del cincuenta, en gran medida promovido por el gobierno
peronista, que se debatía entre la crisis económica y el segundo plan
quinquenal. Es correlativo a la consigna “haga patria, mate un comerciante”, ya
que se responsabilizaba a éstos por la crisis.[4]
La escena se repitió en los setenta, protagonizada
esta vez por Juan Carlos Altavista (“trabajás, te cansás, qué ganás”) y Palito
Ortega, en Los muchachos de mi barrio.
Sé que los recuerdos de ambas escenas se me confunden; pero sé, también, que en
la segunda la palabra “agiotista” no aparece.
3. El cine como acto
Una generación que había ido a la
escuela en tranvía o caballo, de pronto se encontró bajo el cielo abierto en un
paisaje en que nada había quedado igual, salvo las nubes, teniendo bajo los
pies, en un campo de fuerzas de corrientes y explosiones destructoras, el
minúsculo y frágil cuerpo humano.
Walter Benjamin
“En el fondo, aquella foto había sido una buena
acción”, dice Cortázar en un cuento magistral, “Las babas del diablo”.[5] Su
narrador-protagonista se refiere a que, mediante el mero hecho de apuntar con
su cámara de fotos, había logrado impedir que se consumara un acto vagamente
ominoso.
¿Puede una foto (es decir, un cuento, un filme, una
“obra de arte” en general) ser una acción, buena o mala? La década del sesenta
decía que sí. Era lo que Martín Caparrós llamó, con brillante cinismo,
“literatura Roger Rabbit”, aquella en la que la ficción y la realidad se
mezclan, y no sólo eso, sino que la primera puede —y, por lo tanto, debe— influir sobre la segunda.[6]
En cierto sentido, el actual período democrático se
inaugura —cinematográficamente—, con una similar profesión de fe. No habrá más penas ni olvido (Héctor
Olivera, 1983), sobre la novela homónima de Osvaldo Soriano, le dijo a la
gente, con suma claridad, qué tenía que hacer en la encrucijada de votar o no
al peronismo de Luder y Herminio Iglesias.
¿El cine como “acto de habla”?
4. El cuerpo de Evita II
El cuerpo
es traición contra sí mismo.
Nicolás Rosa
El cuento de Walsh “Esa mujer” sugiere que ciertos
cuerpos —por negados, por escamoteados— sólo pueden ser representados mediante
la figura de la elipsis. Las peripecias (tómese la palabra en un sentido
literal, más clásico) del cadáver de Eva Perón retornan, desmesuradamente
expuestas, en la novela Santa Evita,
de Tomás Eloy Martínez.
El cine, por su parte, trató de mostrar a Eva, viva.
Sin embargo, también se topó con aquello que, por diversas razones, no era
mostrable.
En Evita, quien quiera oír que oiga
(Eduardo Mignogna, 1984), el cuerpo de Evita, interpretado por una juvenil
Flavia Palmiero, está de alguna manera resacralizado, angelizado. Con una
estructura de semidocumental, se alternan escenas de la juventud de Eva (su
viaje de Junín a Buenos Aires, recorre como un leit motiv todo el filme) con testimonios —en su mayoría,
“favorables”— de diversos hombres públicos. Pero precisamente ese viaje es un
punto controvertido de la vida de Evita, y los realizadores deciden un
escamoteo esencial. ¿Viajó sola o con un hombre, con Agustín Magaldi? La
pregunta parece banal, y en cierto sentido (literal) lo es: se sabe que Eva
vivió cierto tiempo en un departamento de soltero del popular cantante, pero
que haya viajado o no con él carece de importancia. Sin embargo, al renunciar a
este tema, Mignogna elige negarle a Evita un cierto espesor, una cierta
corporalidad, como si ésta fuera culposa de por sí. Como si, ocultando lo que
el discurso “gorila” se empaña en subrayar, se le diera, en definitiva, cierta
razón.
Eva Perón, de De Sanzo y Feinmann (1996), en cambio, se empeña en mostrar. Mostrar a Eva, mostrar a Perón,
insistentemente, con una carnadura que a veces es chocante y casi siempre es
sorprendente (esto, independientemente de cómo se juzguen las interpretaciones
de Goris y Laplace). Mostrar “el lado humano” de los personajes históricos
puede ser un lugar común poco sostenible, pero en este caso es un intento que
se justifica a sí mismo, más allá de los resultados (ver, más adelante,
“Cuerpos de bronce”). Eva y Perón besándose, abrazándose, discutiendo,
transpirando, llorando: he aquí un logro del cine argentino. ¿De la política
argentina? La espalda desnuda de Eva-Goris no es, creo, suficientemente
endeble, pero su súbita refulgencia en la pantalla busca conmover e,
inevitablemente, lo logra.
Lástima que no se pueda mostrar todo (el todo), y tenga que ser rellenado con
tantas palabras. Lo que pudo ser un drama de los cuerpos se convierte en un
drama de tesis, sartreano, lleno de arquetipos demasiado discursivos, como los
ferroviarios socialistas (Cooke es el
peronismo revolucionario, Jamandreu es
la resistencia de las minorías sexuales[7]…). Tal
vez no hay —todavía— otras opciones. Y, por supuesto, el cuerpo rechoncho de
una Madonna embarazada le quedó muy grande a Evita...
5. El cine de David Viñas
Dice Nicolás Rosa:[8] “El
cuerpo simboliza la existencia, es la existencia, puesto que actualiza el ser:
la hace presente. La novelística de Viñas es, al nivel estructural, una
fenomenología del cuerpo, lo que implica, ideológicamente, una descripción
completa del cuerpo como tal —la carnalidad orgánica—; del cuerpo y sus
relaciones con los otros cuerpos —el cuerpo como existente—; y del cuerpo y sus
relaciones con el mundo —la “corporalidad” en situación. (...) La vida corporal
y el psiquismo están en estrecha relación. (...) El cuerpo es, pues, el ser y,
al mismo tiempo, el mundo (...). En las novelas de Viñas el cuerpo está siempre
presente (…). La presencia carnal de los cuerpos es para Viñas la presencia del
Mal; su ausencia: la muerte, la negación de la materia, del mundo (…). La
corporalidad es la carne en acción, es decir en el tiempo, en la historia.”
Pero el cine, sobre todo en determinadas circunstancias
históricas caracterizadas por un alto grado de censura, también “descorporiza”, y se nota mucho más en un autor
como Viñas, consagrado —como acabamos de ver a través de uno de sus principales
críticos— a narrar el cuerpo.
Especialmente en Dar
la cara (José Martínez Suárez, 1962), donde la sexualidad de los
protagonistas debió ser estructurante. Viñas escribió la novela paralelamente
al guión del filme, y parece que tuvo que resignarse a que la “apertura”
democrática de ese año alcanzara sólo —apenas— para lo político y no para lo
sexual. Se conserva, sin embargo, cierta velada, sutil sensualidad en alguna
escena entre Beto y Pelusa, como un pálido resumen que sólo se entiende si se
lee completa la extensa novela.
(El cine siempre se las arregló para sugerir que una
pareja hacía el amor, sin necesidad de mostrarlo directamente. Ahora bien, cómo lo hacían exactamente, eso siempre
fue renuente a toda metaforización o metonimización. Hubo que esperar mucho
tiempo para eso. Filmes como Último tango
en París o El imperio de los sentidos
no podrían imaginarse ni siquiera diez años antes de la fecha de su
realización. Cualquier censura los borra de la existencia.)
Justamente, el cine “de” Viñas —El jefe (1958), El candidato
(1959), Con gusto a rabia (1964), las
tres dirigidas por Fernando Ayala— se caracteriza por un intento sistemático de
enfocar la política del país con ciertas categorías de análisis que parecen
deberle tanto al marxismo, filtrado por un “nacionalismo democrático de
izquierda”, como al frondizismo (si se perdona el salto conceptual).
Particularmente, la famosa El jefe,
aun con toda la fuerza que todavía conserva, se resiente bastante por una
tendencia casi molesta a la alegoría. Sus personajes son de una pieza,
representan demasiado arquetípicamente a figuras que Viñas considera esenciales
para entender al país de ese momento: el forzudo sin cerebro de Luis Tasca es un matón de sindicato, el escritor
mercenario de Duilio Marzio es la
disyuntiva sartreana de los intelectuales: colaborar, borrarse o qué. Y,
finalmente, el “jefe” carismático y finalmente traidor de Alberto de Mendoza
es, por supuesto, el mismísimo Perón.
6. El cuerpo de Perón
Es también
lo que ocurre, sin voz, en el “Poema conjetural” o en “El Sur” de Borges, y con
voz en “La fiesta del monstruo”. El desafío del monstruo se dirige siempre al
cuerpo del hombre de letras y cielos.
Josefina Ludmer
Como se sugirió antes, El jefe, la película de Ayala-Viñas, no deja de ser una
trasposición sartreana y politizada del famoso cuento de Borges-Bioy Casares
“La fiesta del monstruo”.[9] El
monstruo es, se entiende, Juan Domingo Perón. Su traición final, sin embargo,
parece previsible desde el punto de vista del intelectual, el único que se
atreve a desafiarlo. O a responder a su desafío.
Hay en el cine argentino otra figuración de Perón que
no suele ser muy recordada. Se trata de Fin
de fiesta, una película de Leopoldo
Torre Nilsson (1959), basada en una novela homónima de Beatriz Guido. Braceras
es, primeramente, una trasposición en clave del célebre caudillo de Avellaneda,
Barceló. Pero, en segundo término, Braceras-Barceló es una prefiguración y una
metáfora de Perón. O, dicho al revés, Perón es un Barceló perfeccionado, así
como Sarmiento decía que Rosas era un Quiroga perfeccionado... Recordar que la
novela de Beatriz Guido tiene una estructura silogística-analógica muy cara a
la literatura argentina (Facundo,
desde ya, pero también “El matadero”): la provincia en manos de Barceló es, pars pro toto, el país en manos de
Perón.
Extraña paradoja: esta vez, el caudillo protoperonista
es interpretado por García Buhr.
Finalmente: ¿por qué no ver también El sueño de los héroes, la
extraordinaria novela de Bioy Casares, como una “fiesta del monstruo”
ligeramente edulcorada?
6 bis. El cuerpo de los sueños[10]
Renán: Muchas veces hay
textos literarios que son bellos en sí mismos pero poco trasladables en cuanto
a la posibilidad de ser dichos con verdad y con los sentimientos que les dan
origen.
Bioy: De eso estoy
absolutamente seguro.
(del reportaje utilizado en la prensa del filme)
“A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval
de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación.”
Éste es seguramente el comienzo más famoso de la literatura nacional. Y El sueño de los héroes (1954) es una de
las cuatro novelas argentinas más codiciadas por nuestros cineastas (las otras
son Adán Buenosayres, Zama y Rayuela).
Los admiradores (y los críticos) de Bioy Casares
suelen dividirse entre los que reivindican La
invención de Morel y los que apuestan por El sueño de los héroes. En general, en la primera suele verse con
excesiva nitidez la sombra de Borges (Bioy habría escrito las novelas que su
maestro no pudo o no quiso escribir): trama perfecta, geométrica, lenguaje
barroco, sentimientos muy filtrados por una distancia gélida; de aquí también
su revaloración posmo, su lado cool. El sueño… sería una evolución hacia
cierto “realismo fantástico” —contradicción aparente—, más cercano a Cortázar,
un intento más o menos logrado (según el crítico) de reproducir el lenguaje
popular y de situar ciertos temas filosóficos en un ambiente urbano
identificable.
Sin embargo, La
invención… y El sueño… no son tan
radicalmente opuestas. Tienen en común algo fundamental: la narrativización de
variantes sobre el eterno retorno, es decir, el destino humano visto como una
combinatoria mecánica y recurrente, cuya percepción subjetiva adopta la forma
paradójica —y cruel— de la libertad. Dicho de otra manera, se trata de un
oxímoron narrativo y metafísico: el hombre acepta libremente (y hasta con
alegría) lo prefijado por un destino inexorable.
Sobre los supuestos ideológicos de tal concepción,
Jorge Rivera afirma, en un artículo de 1968: “Esta insistencia en destacar la
inmodificabilidad del tiempo —la espacialización del continuum temporal— comporta la afirmación de que nada puede ser
cambiado, y permite negar de paso la factibilidad de la praxis humana. (...)
Abolida esta dialéctica [de la temporalidad] mediante la congelación del tiempo, se oscurece sensiblemente la posibilidad de
comprender la Historia,
la que se nos ofrece desrealizada y desestructurada en su duración; pero
también se diluye la posibilidad de hacer
la Historia
como proyecto humano, se anula la
acción humana sobre el futuro por mediación del azar, de la fatalidad o de la
intervención de poderes y mediaciones (...). Se trata, en síntesis, de actuar
sobre el presente a través de un bloqueo de lo porvenir, típico juego
mitificador, desdialectizador y utopista que revela en el plano filosófico los
concretos intereses de la clase.”
En este sentido preciso, Bioy puede, sí, asimilarse a
Borges. Y El sueño…, verse como una
suerte de ampliación novelística de “El Sur” (en la escena culminante del
filme, esto está acentuado, porque Antúnez le da un cuchillo a Gauna para que
pelee con Valerga —como pasa en el final del cuento de Borges—, lo cual no es
del todo verosímil; en la novela, de hecho, Gauna tiene un “cuchillito” propio,
como corresponde a un aprendiz de guapo).
Y, en cuanto al lenguaje supuestamente coloquial, más
de uno se ha dejado engañar, creo, con las localizaciones en apariencia
precisas de un Buenos Aires ido: Saavedra, Villa Urquiza, Barracas, la quema,
etc. Los personajes, sin embargo, hablan como el “argentino exquisito” del
diccionario de Bioy: un kitsch urbano
bastante mal intencionado. Que detrás de la permanente desvalorización —parodia
o mera caricatura— pueda asomarse algún dejo de ternura e identificación con
los personajes, es otro de los logros (muy ambiguo, por cierto) de la prosa
bioycasareana.
Por otra parte, y volviendo a la película, la solidez
exterior de la historia que cuenta la novela se prestaba engañosamente para su
adaptación cinematográfica. Renán y Goldenberg eligieron una fidelidad máxima a
“la letra” (hay parlamentos enteros transcriptos, sobre todo los de Valerga y
Taboada, “padres” antitéticos de Gauna; éste conserva hasta el detalle de sus
ojos verdes…), con aparentemente mínimas pero esenciales infidelidades.
En realidad, había dificultades insuperables para una
adaptación más profunda de ciertos aspectos formales que —me atrevo a
conjeturar— son lo mejor que la novela tiene: la ironía permanente pero casi
imperceptible, el distanciamiento variable del narrador, ese punto de vista
desde el personaje principal, que colorea todo y sin embargo deja que el lector
comprenda “a través” de esa mirada opaca. (El procedimiento es marca de fábrica
en Bioy, y fue llevado a su exasperación paródica en, por ejemplo, Dormir al sol.) ¿Un prodigio técnico
sólo permitido a la literatura? Quizás, si exceptuamos el cine expresionista,
desde Caligari hasta Antonioni (El desierto rojo, Blow-up), pero donde
el realismo está proscripto desde el vamos. El distanciamiento en sí es
“fácil”: pensar en Chabrol o en cierto Visconti. El problema es establecer las
adecuadas distancias narrador-personaje-lector/espectador, cosa que el cine,
arte objetivador por excelencia, parece, en principio, cohibir.
El mejor ejemplo de esto es el personaje de Valerga,
un “monstruo” in corpore,
transfiguración en clave del Perón que Bioy y Borges odiaron minuciosamente.
En la novela, es un héroe para Gauna y sus amigotes
oligofrénicos. Sin embargo, el lector va adivinando, progresivamente (mucho
antes incluso que los otros personajes), que el falso doctor —que en su habla
ampulosa se come sistemáticamente las b intermedias— es también un energúmeno,
un fanfarrón, un mentiroso, un violento. Pero su figura apenas deja de ser
grotesca en el duelo final, sólo entrevisto por y desde Gauna. En la película,
el personaje se transforma en una encarnación del Mal casi en estado puro, un
“villano” metafísico, sabatiano, que Lito Cruz (últimamente condenado a este
tipo de papeles) lleva a su punto máximo. Risible a veces, sí, pero de manera
involuntaria; por ejemplo, en sus desplantes en medio del corso… ¡cubierto de
papel picado! No es que esta connotación estuviera ausente en la novela, lo que
se pierde es la ambigüedad que deriva de ese manejo del punto de vista
descripto antes.
En este contexto, era inevitable que se perdiera mucha
de la sugestión del duelo final, entrevisto por Gauna en flashes constantes y certeros. Tampoco fue muy acertado dejar la
explicación del enigma en boca de una Clara demasiado histérica.
Hay que decir, sin embargo, que mucha de la magia del
relato se extiende al filme, aunque hubiera sido deseable menor fidelidad
exterior y mayor reelaboración formal. La reconstrucción de época por ejemplo,
es cara pero rutinaria (cada vez que se enfoca la calle, pasa un auto
“antiguo”…). El Armenonville nunca llega a ser el lugar mágico que el texto
sugiere, agobiado por tanto detalle de reconstrucción y un cantante meloso.
Sobre el casting
—los cuerpos más concretos, en definitiva—, qué decir. Bien Cruz (por barroco)
y Palacios (por sobrio). Soledad Villamil no siempre logra ser la Clara que el texto exigía:
la que lucha contra el destino y sólo pierde al final. Los demás, en general,
demasiado pegados a tics televisivos. Tal vez el tiempo los (nos) libere de ese
condicionamiento perceptivo. Por algo el cine es, de verdad, La invención de Morel, una forma
limitada, e implacable, de la inmortalidad de los cuerpos.
7. Para acabar con el cine bizarro
De un tiempo a esta parte, cunde el cine que algunos llaman
“bizarro”. El simpático libro publicado recientemente por Diego Curubeto,[11] los ciclos y micros de Axel Kuschevatsky por televisión, el auge
de las librerías especializadas son sólo la culminación de un proceso más
subterráneo pero constante. ¿A qué se refieren con “bizarro”? La palabra misma
no dice demasiado, empezando con que es un galicismo. En castellano, “bizarro”
quiere decir gallardo, valiente, etc. En francés (e inglés), bizarre sí quiere significar lo que sus
cultores locales quieren significar: raro, extravagante, insólito.
Pero nada es tan sencillo como parece. El libro de Curubeto
mencionado, por ejemplo, mezcla cosas tan disímiles como la ciencia ficción y
el policial negro, el cine clase B y el cine independiente, Ed Wood y la Coca Sarli, los
templarios de no sé dónde con 2001,
odisea del espacio, los zombies con Cat
People. No se trata solamente de las dificultades para definir o clasificar
este género o, mejor, esta categoría que atraviesa otras categorías; después de
todo, a quién le interesa mucho definir o clasificar. Quizás sea más interesante
preguntarse de dónde sale todo esto y qué valor podría llegar a tener, más allá
de la obvia (y a veces dudosa) actitud lúdica, juguetona, que implica.
En la década del sesenta las ciencias sociales dieron un vuelco
fundamental hacia el estructuralismo, la semiología, el análisis de los medios
de comunicación. La valoración estética dejó paso a otros puntos de vista y
pasó a ser considerada (con mucha razón, por otra parte) deudora de una
ideología burguesa en vísperas de una superación definitiva. De ahí la
reivindicación de los géneros “menores”: el policial, el melodrama, el cómic;
estéticas populares, por cierto, o al menos reflejo más o menos fiel de ciertas
formas de la cultura o el gusto popular. La batalla era contra la “Alta
Cultura”, las “Bellas Artes”, las “Letras”, el “Espíritu”, reductos de las
aristocracias decadentes. La noción de “autor” fue otra que cayó en la picota,
luego de décadas (siglos) de crítica biográfica o meramente historicista. El
sujeto esencialmente dividido del psicoanálisis, el homo lacanianus, no puede ser autor de nada, ni siquiera de su
propia desgracia.
Desde los nuevos enfoques, entonces, era “lo mismo” analizar a
Balzac que a Pierre Loti o a Ian Fleming (Barthes, Eco lo hicieron). Era lo
mismo porque las categorías pertinentes para el análisis (estructurales,
ideológicas) pueden verse tanto en la Divina Comedia
como en un aviso de pastas. El kitsch
se transmutó en camp (según el
conocido ejemplo, un enanito de jardín en un jardín de clase media baja es kitsch, pero en un loft de Nueva York es
camp) e invadió todo el arte. El
rótulo de pop se generalizó tanto que
ya no implicaba algo definido (exactamente como esto de lo bizarro...).
Esta desjerarquización generalizada tenía un sentido claro, en
principio: la destrucción de las jerarquías preestablecidas por los paradigmas
dominantes. Pero a la larga produjo una especie de legitimación para nuevas
valoraciones estéticas, que ya no se hacen cargo de las categorías ideológicas;
lo cual es muy propio del posmodernismo, si esta palabra significa algo.
En cuanto al cine bizarro, o la estética bizarra en general,
parece un resultado postrero de ese proceso, sucintamente descrito. Todo vale,
especialmente si es raro, divertido, tan “malo” que se vuelve “bueno”. No se
trata de una verdadera estética de la fealdad (Buñuel, Marco Ferreri), sino de
una especie de reivindicación acrítica de la infancia: Titanes en el Ring y los
chicles Bazooka; o de la adolescencia: las tetas de la Sarli en aquellos permisivos
cines de barrio; y, por qué no, de los géneros “varoniles” (¿por qué el
melodrama rosa no es bizarro?). Hay una oposición, pero no contra una
“ideología dominante” (al menos, entendida políticamente), sino hacia el cine
de arte reconocido: nunca queda claro si los bizarristas dan por descontado que
Bergman y Fellini son grandes artistas de este siglo, o abominan de ellos. Es
cierto que nunca hay que dar por descontado nada, que es bueno discutir todo.
Ésa es la idea.
Estaría muy bien, por ejemplo, volver sobre aquella idea de autor,
relativizada por la de “sujeto productor”, o algo similar; y reconsiderar que
una obra de arte no tiene por qué ser el resultado de un Espíritu Superior,
distinto del común de los mortales, etc. Ni producto de acciones absolutamente
conscientes y voluntarias (volvemos al psicoanálisis). ¿Pero no será demasiado
pensar para terminar idolatrando a Ed Wood y a Armando Bo?
También parece muy saludable oponerse, conscientemente, a las
corrientes principales de la industria: cine de clase B contra superproducciones,
por ejemplo. El cine de clase B, independiente o no, las “small movies” (que
homenajea Godard al principio de su Prenom:
Carmen) tienen un encanto innegable, y a veces otras virtudes, frente a los
colosales fiascos que Hollywood desparrama cada día con mayor impunidad.
En resumen: ¿no habrá llegado el momento de revisar,
desde un punto de vista más crítico, esta noción de lo “bizarro”, para ver si
tiene algo de aprovechable?
8. Nombres
En una película realmente bizarra, Los afincaos de Leónidas Barletta, los
créditos (actores y técnicos del Teatro del Pueblo) aparecen todos juntos, en
un solo cartel, como en ciertas películas de John Cassavettes. Cooperativa en
serio, como ya no hay.
9. El cine de Cortázar
Hay, también, un cine de Cortázar, en la medida en que
las versiones de sus cuentos fueron varias y plantean interesantes cuestiones
estéticas e ideológicas, además de la muy remanida del grado de fidelidad de la
adaptación.
Una lista provisoria es la siguiente: La cifra impar (Manuel Antín, 1960,
sobre “Cartas de mamá”); El perseguidor
(de Osías Wilenski, 1962, sobre cuento homónimo); Circe (Manuel Antín, 1963, sobre cuento homónimo); Intimidad de los parques (Manuel Antín,
1964, sobre “Continuidad de los parques” y “El ídolo de las Cícladas”); Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966,
“Las babas del diablo”)
Hubo una suerte de singular conjunción entre la
literatura cortazariana y cierta estética cinematográfica muy de los sesenta.
Particularmente, las primeras películas de Antín (las nombradas, más otras como
Los venerables todos o Castigo al traidor) fueron un intento de
adaptar al cine argentino las estéticas de la vanguardia europea, en lo que va
del existencialismo al estructuralismo. Una nouvelle
vague cercana, sobre todo, a Resnais. Cine “estructuralista”, sí, muy
difícil a veces, que culminaría en un exponente máximo, y quizás más famoso: Invasión, de Hugo Santiago (1968), con
guión de Borges y Bioy Casares.
Las adaptaciones “argentinas” son singularmente fieles
(salvando detalles como el de convertir a Charlie Parker en Sergio Renán):
Cortázar era ya un autor que imponía su respeto. Cartas de mamá y Circe,
en especial, reproducen con bastante éxito un clima opresivo y angustiante de
clase media, con sus zaguanes, sus noviazgos de barrio y sus triángulos
culposos. Intimidad…, en cambio,
conjuga dos hibrideces: la de ser una coproducción (lo que siempre impone
ciertas condiciones molestas) y la de combinar poco felizmente dos cuentos muy
distintos.
Curiosamente, la versión “libre” de Antonioni opta por
un tema muy cortazariano, sobre todo de las primeras épocas: la resistencia de
la realidad al conocimiento racional, la poca o nula consistencia del espíritu
humano para aferrarse a alguna certeza. Pero hay en Antonioni un pesimismo
mucho más radical, incluso en lo político, que contrasta profundamente con algo
que empezaba a insinuarse en Cortázar: la confianza en el poder revolucionario
del arte (ver arriba, “El cine como acto”).
Venecia rojo
shocking (Don’t
Look Now, 1973), de Nicolas Roeg —director, junto con Donald Cammell, de la
psicodélica y borgeana Performance—,
es un caso raro. Desde ya, no hay una atribución clara al escritor argentino,
pues no se basa en ninguno de sus relatos. Pero la influencia es evidente,
indisimulable.[12]
Extremando las cosas, es casi una versión de 62. Modelo para armar, sin dudas la mejor novela de Cortázar. En 62 y en Don’t Look..., todo lo que pasa tiene una consecuencia posterior, o anterior. Todo está relacionado con
todo, más allá del tiempo y del espacio. Dice Héctor Schmucler, al respecto:
“... la sintaxis no se esfuerza en la ‘representación’ del mundo exterior, sino
en el cumplimiento de una verdad presidida por los significantes. (...) Las
‘razones’, la lógica de su trama nada tienen que ver con las determinaciones
psicológicas habituales que reflejan los mecanismos del pensamiento de
occidente. (...) En este campo de lectura, los personajes viven una existencia
que repite los gestos de lo cotidiano, pero el texto permanece ajeno a sus
relaciones y sugiere un orden diferente, orden de funciones que se repiten,
huecos que se llenan en una estructura a‑histórica. (...) La lucha pertinaz que
se dibuja en Rayuela para
distanciarse del lector a fin de no engañarlo, para que se reencuentre en un
falaz modelo existencial, sino en las profundas determinaciones de los actos,
se vuelve en 62 conciencia de la
autonomía del texto: el texto de 62
‘dice’ la verdad de sí mismo y no ‘representa’ el mundo exterior; participa de
ese mundo y proclama —negándola— la ideología que lo piensa.”
¿“Espíritu” de época o influencia directa?
Probablemente, ni lo uno ni la otra. O un poco de cada cosa. En 62, Cortázar llega al punto máximo de su
literatura; desde allí, sólo podrá caer, urgido por compromisos políticos que
lo honraron pero no lo favorecieron como escritor, ya que a partir de entonces
los caminos de la política y de la estética volverían a separarse, hasta hoy. Don´t Look..., a su vez, también plantea
un límite, el de un cine (una época del cine) que se atrevió a ser de vanguardia
y a tener éxito. A partir de allí, esos caminos volverían a separarse, hasta
hoy.
10. ¿Cuál guerra? ¿Cuál gaucho?
Nada había
que estuviese más lejos de la mente o del recuerdo de los gauchos argentinos,
que la idea de que ellos fuesen españoles, o de que lo hubiesen sido alguna
vez. Su acento era diferentísimo; su idioma completamente recortado en otra
forma, aunque con los mismos elementos; sus acepciones exóticas y bastante
numerosas para hacerse incomprensibles de un hombre de España que no estuviese
habituado a interpretarlas. Y sobre todo, lo que lo separaba de sus orígenes
europeos era el caballo y la vida libre de los campos. Estas dos causas habían
sido tan poderosas que habían alterado las formas de su
cuerpo y la naturaleza misma de sus ideas.
V.
F. López, citado por Martínez Estrada en Muerte
y transfiguración de Martín Fierro (sub. mío)
Lugones publica La
guerra gaucha en 1905, cerca del Centenario, en uno de los puntos altos del
llamado “primer nacionalismo”.[13] Es una
puesta en práctica antedatada de la teoría que va a explicitar en las célebres
conferencias del teatro Odeón, de 1913, recogidas en El payador (1916): un criollismo nacionalista-oligárquico,
aristocratizante, empachado del peor Nietzsche. Para “don Leopoldo”, se sabe, el
Martín Fierro es el poema épico
fundante de la nacionalidad, como las epopeyas homéricas o los cantares de
gesta medievales. Y el gaucho, ya desaparecido (lo que Lugones reconoce con una
especie de cinismo ¿involuntario?), el prototipo de la raza.[14]
Hay en La guerra
gaucha una interesante “voluntad de
estilo” que se ve, sobre todo, en un barroquismo que la hace casi ilegible en
su mayor parte. Pero, también, en el uso sistemático de neologismos; por
ejemplo, “tercerolearlo” en lugar de “fusilarlo” es una exhibición consciente y
metalingüística de la teoría lugoniana, una autorización/justificación interna
(muy moderna, por otra parte): las palabras se crean según las circunstancias y
su necesidad, no por orden académica. Operación de nacionalismo lingüístico con
discutible éxito, pero valiosa hasta cierto punto, sobre todo si la guerra (gaucha o no) se da fronteras
adentro de un texto.
La guerra gaucha de Lucas Demare (1942), basada en los relatos de Lugones,[15] debe de
ser la película argentina más famosa, y quizás la más elogiada, de todos los
tiempos. No es ninguna casualidad que se haya realizado al principio la década
que vio el apogeo del “segundo nacionalismo” (al año siguiente llegaría al
poder una dictadura filonazi). El filme está respetuosa, casi untuosamente
dedicado al autor del libro original, cuyos antecedentes político-ideológicos
estaban muy frescos entonces, tanto como su suicidio, cuatro años antes.
En verdad, la adaptación de Manzi y Petit de Murat es
una maravilla. Mientras en los textos lugonianos predomina lo
poético-descriptivo (son más “estampas” modernistas que cuentos propiamente
dichos, y lo lírico conspira constantemente contra lo épico que el autor
pretendió lograr), en el filme la narración se impone con una solidez pocas
veces alcanzada en el habitualmente desmañado cine nacional.
Sin embargo, otras diferencias más importantes (y
menos enaltecedoras, quizás) saltan a la vista, en distintos niveles; por
ejemplo: en los relatos originales, los héroes son anónimos, es decir que se
propone (más o menos convincentemente, esto es otro problema) una suerte de
héroe colectivo que está en el meollo de la intención lugoniana; en el filme,
no. Consecuentemente, hay ciertas concesiones a la fotogenia en el vestuario,
el casting y las caracterizaciones
(aunque éstas son muy buenas). Los españoles no están presentados tan
cruelmente en el filme como en el original; evidentemente, ya ha pasado por el
país, y se ha asentado, la vertiente hispanófila del nacionalismo.
Finalmente: el toque western. No hay duda de que los realizadores del filme buscaron
deliberadamente que tuviera un ritmo, una estructura, un look de ese género consagrado en el cine de espectáculo.[16] Creo
que lo lograron plenamente. Pero no deja de ser una paradoja que un tema
“nacionalista” se vea revestido de una forma
típicamente yanqui. Como dice Traversa, “... la figuración del cuerpo en las
sociedades mediáticas pareciera, por esa condición, tener otras fronteras
distintas de las establecidas por los mapas”.[17]
11. Cuerpos de bronce
Cuando han obtenido la revelación de un
detalle característico, de un gesto, de una actitud acompañada de alguna frase
de sintaxis convencional, ya están conformes. Lo mismo ocurre con nuestra
cinematografía. Pero si eso es lo que nuestros autores ven y lo que nuestros
lectores y espectadores gustan, entonces es que no se trata de un vicio
“superficial” o restricto a lo literario y lo artístico, sino de una modalidad
del alma nacional, de una forma de no ver, de una educación para no ver, de una
conciencia deformada desde la niñez.
Ezequiel Martínez Estrada, Muerte y transfiguración de Martín Fierro
Quien
procura reconstruir el ayer, ayudado por —o valiéndose de— las imágenes, sabe
que debe, para lograr su propósito, atravesarlas.
Oscar Traversa
Dicen que, cuando Torre Nilsson presentó su guión de El santo de la espada a las autoridades
militares de entonces (1969), se le objetó que el prócer fuera mostrado con
debilidades humanas, enfermedades, etc. Y que no pudo hacer ni un veinte por
ciento de lo que quería.
Cosa rara: uno de mis recuerdos más fuertes de esa
película —además de ir a verla, en agosto, casi todos los años de mi escuela
primaria— es a Alfredo Alcón (¿a San Martín?) tosiendo. No recuerdo qué sentía exactamente entonces, pero
probablemente era algo del orden del asombro, de la transgresión, de la duda.
Eran épocas militaristas, sí, pero la elección de San
Martín como protagonista de un filme no parecía afortunada desde ningún punto
de vista. ¿Qué esperaba Torre Nilsson que le dejaran mostrar? Luego, reincidió
con Güemes.[18]
Hubo, también, un inverosímil intento de encajar a
Manuel Belgrano en el macizo cuerpo de Nacho Quiroz (Bajo el signo de la
Patria, René Mugica, 1971). En realidad, era una
tentativa de “masculinizar” la iconografía clásica del —aparentemente— delicado
héroe nacional, tan sospechado por rumores populares. Y, así, “por casualidad”,
dieron con una suerte de verdad involuntaria, ya que Belgrano era más bien
grueso, sobre todo de asentaderas.[19]
El Juan Manuel
de Rosas de Manuel Antín (1971), aunque revisionista, no escapa en absoluto
a la misma estética “broncínea”. (Renán, como un blondo Juan Lavalle, es una
especie de conflictuado proto-Haffner, pero el Quiroga de Juan María Gutiérrez
resulta desopilante.)[20]
¿Era, es realmente posible otra salida? Si se acude al
panteón de los héroes, ¿puede encontrarse otra cosa que mármol? Es sólo una
pregunta. La literatura ha tratado de responderla a su modo (ver El farmer, de Andrés Rivera, por
ejemplo), pero la imagen plantea, por supuesto, otros problemas.
... el
cuerpo es hablado (o silenciado) desde múltiples lugares textuales...
Oscar Traversa
12. Favio: el cuerpo del pueblo
En el cine de Leonardo Favio, el cuerpo siempre ha
sido protagonista. Podría decirse que toda su “puesta en escena”, tantas veces
acusada de estetizante, gira en torno a la corporalidad, o por lo menos a las
manifestaciones más espectacularmente visuales de la corporalidad. Quizás,
incluso, esa “estetización” (tan visible, sobre todo, en Nazareno...) sea una forma de populismo
del cuerpo. Y, así como —tradicionalmente— el “pueblo” permite a sus
líderes “cualquier cosa”, sólo a Favio podía permitirle profanar el cuerpo sagrado del macho argentino, el cuerpo sagrado
de Carlos Monzón.
Cuerpo en muerte, quiero agregar. La muerte de
Aniceto, de Moreira, de Gatica...
Pero, si el final apoteósico del Moreira sólo dejaba lugar para una transfiguración gloriosa (el traidor Chirino sale de cuadro, la
imagen se distorsiona y congela en una figuración de eternidad inalienable), ¿qué
queda para el final de Gatica?
El Mono ha muerto de manera patética y humillante,
como corolario cuasi lógico de una vida que, a su vez, fue presentada como una
alegoría del ascenso y caída del peronismo. Y aquí también asistimos a una
imagen transfigurada: el cuerpo lacerado, sangrante, del boxeador, en cámara
lenta, con el telón de fondo de banderas argentinas. ¿El pueblo —el peronismo—,
sin embargo, no ha muerto, es eterno? ¿Volveremos?
Pero ¿no habíamos vuelto ya? La ambigüedad persiste, porque no puede resolverse
fácilmente la trampa que el mismo Favio, con su inmenso talento, ha tendido.
Para ser el primero en caer.[21]
13. El cuerpo del delito (Pizza, birra, faso)
... hoy más
que nunca el cuerpo es un cuerpo mediático, cuya residencia privilegiada
—aunque no única— es la televisión.
Oscar Traversa
Acabamos de ver un filme extraño, de origen
desconocido. Por el color de piel de la mayoría de sus protagonistas, parece
provenir de algún país del Tercer Mundo, quizás Irán, o bien Palestina. Gracias
a los azares de la distribución local, está doblado a un español dificultoso,
tal vez el que se habla en Guatemala o Colombia.
Podemos entender la odisea de ese grupo de muchachos
marginales gracias a la pericia con que sus directores (posiblemente veteranos)
la han transmitido, aunque no agregan nada nuevo a un género ya muy codificado
en nuestro cine (es decir, el norteamericano y el argentino). Si nos apuran,
hasta podríamos decir que Leonardo Favio ya había dicho todo lo posible sobre
el tema, en otras épocas de nuestro país felizmente superadas.
Ahora, nos atrevemos a preguntar: ¿qué hace en la
película ese extraño artefacto de piedra, puntiagudo, enhiesto sobre una ciudad
destruida, irreconocible, quizás posnuclear? Para símbolos, Bergman...
Sin embargo, y en definitiva, hay que reconocer en
este filme una satisfactoria muestra de un cine promisorio, quién sabe cuál.
Notas
1 Oscar Traversa, Cuerpos de papel. Figuraciones del cuerpo en
la prensa 1918-1940, Barcelona, Gedisa, 1997. “Las tematizaciones del
cuerpo en los medios convocan ese tipo de búsqueda (de genealogía discursiva,
si se pretende un nombre), desde lo aparentemente más pueril —su estallido
exhibitivo, creciente en lo que va del siglo—, hasta lo más intrincado y
difícilmente aprehensible —sus modificaciones como valor social y modos de
desempeño—; más aun, en un momento en que pareciera que todo lo que daba
fundamento a las conductas que le conciernen se conmueve. Hallazgos en el
terreno biológico que pueden alterar las relaciones de filiación, patologías de
rasgos inéditos cuya prevención (SIDA) o etiología incluso (anorexia, bulimia),
es necesario buscar en fenómenos discursivos. Estos, entre otros sucesos, han
sacudido y puesto en crisis tanto la confianza en los recursos de la ciencia,
como en los dispositivos sociales que establecen los límites y garantías de la
intimidad” (p. 14).
[2] “... el cuerpo se construye por
los medios y no como una presunta semejanza a algún modelo que preexiste en
el mundo” (Traversa, op. cit., p. 269).
[3] Ver Hill, Ricardo, “Eva Perón como trabajadora social”, en Lo social/personal, Buenos Aires,
Lumen-Hvmanitas, 1998.
[4] Ver Goldar, Ernesto, Buenos
Aires: vida cotidiana en la década del cincuenta, Buenos Aires, Plus Ultra,
1980, esp. pp. 161 y ss.
[5] Las armas secretas, en Cuentos completos, Madrid, Alfaguara,
1994, p. 222.
[6] Contra esto se manifiesta Raúl Beceyro, ver Cine y política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe,
Universidad Nacional del Litoral, 1997, p 45.
[7] Se sabe: Evita es un ícono gay,
como Marilyn Monroe, pero no creo que Feinmann haya captado esto más allá de
cierta condescendencia típicamente progre. Hay que ver Copi, y algún análisis
apresurado que T. E. Martínez incluye en su novela.
[8] Ver Rosa, Nicolás, “Sexo y novela: David Viñas”, en Crítica y significación, Buenos Aires,
galerna, 1970.
[9] En Nuevos cuentos de Bustos
Domecq, Buenos Aires, La
Ciudad, 1977.
[10] Una primera versión de este apartado fue publicada como “El
precio de los sueños” (reseña de El sueño
de los héroes, de Sergio Renán), en revista La vereda de enfrente, núm. 13, Buenos Aires, diciembre de 1997.
[11] Cine bizarro, Buenos
Aires, Sudamericana, 1996.
[12] Ver Cozarinsky, Edgardo, Borges
y el cine, Buenos Aires, Sur, 1974, p. 97. Aquí se releva, también, la más
evidente influencia borgeana.
[13] Leopoldo Lugones, La guerra
gaucha (1905), Buenos Aires, Centurión, 1947.
[14] Quizás podría adscribirse, entonces, a una cierta vertiente de la
literatura gauchesca en “lengua culta” (de la cual Don Segundo Sombra sería a la vez apogeo y arquetipo). Ver Josefina
Ludmer, El género gauchesco. Un tratado
sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. “La oscilación del
sentido entre el uso del cuerpo y de la voz, entre la guerra y la guerra de
palabras, constituye la materia literaria fundamental del género” (p. 29). “El
debate propio del género se instala entonces en el interior de cada coyuntura.
En la de la guerra, crisis y movilización, se disputa el uso del cuerpo del
gaucho y su espacio: soldado o trabajador” (p. 155).
[15] Según Eduardo Romano —Literatura/cine
argentinos sobre la(s) frontera(s), Buenos Aires, Catálogos, 1992, pp. 108
y ss.—, adapta principalmente cuatro textos: “Juramento”: el oficialito
realista peruano (Ángel Magaña) se pasa a los americanos por su amor hacia la
viudita patriota (Amelia Bence). “Carga”: los caballos con fuego en sus colas
arrasan el campamento godo. “Al rastro”: un hombre solo (Francisco Petrone)
hace explotar la carreta-polvorín de los españoles y se bate contra ellos hasta
que muere (casi de pie). “Dianas”: el sacristán aparentemente realista (Enrique
Muiño) avisa a los patriotas con toques de campana hasta que le tienden una
trampa y lo descubren. Pero combina (muy hábilmente) otros textos, tomando
personajes y frases “sueltas”: “Alerta”: la tejedora humillada por los españoles
(Dorita Ferreiro), que le rompen el telar; el niño (Carlos Campagnale) que
muere por balas traicioneras y llega a la pulpería ya muerto. “Sorpresa”:
“Entre los oficiales de la montonera había un capitán medio literato y que
sabía latín” (Sebastián Chiola). Llama “esposa” a su lanza y ejecuta a los
prisioneros en combate singular. También aquí aparece un ciego que toca el
himno en el violín hasta la última refriega (fusionado con el personaje de
Muiño). “Un lazo”: el santiagueño (René Mujica) que sabe cómo desembichar
caballos pero sólo lo revela ante la premonición de su propia muerte. “Güemes”:
la aparición final del caudillo de los caudillos, a contrasol, como símbolo del
futuro venturoso, “de derrota en derrota hasta la victoria final...”.
[16] El último perro,
también de Lucas Demare (1955), que tiene más de western todavía. Y también estaba basada en un libro exitoso de
otro nacionalista, Guillermo House (Roberto Casaux), hoy mucho menos notorio
que Lugones, por cierto.
[17] Op. cit., p. 15.
[18] Ver Beceyro, Raúl, Cine y
política. Ensayos sobre cine argentino, Santa Fe, Universidad Nacional del
Litoral, 1997, pp. 10-11.
[19] Cf. su imagen en Sota de bastos, caballo de espadas, la extraordinaria novela de
Héctor Tizón.
[20] A propósito, si la voz forma parte —inseparable— del cuerpo,
sería interesante analizar por qué el Facundo Quiroga de Lito Cruz no pudo tener tonada riojana (en el
reciente largometraje-miniserie Facundo,
la sombra del tigre, de Nicolás Sarquís).
[21] Ver Beceyro, Raúl, op. cit., pp. 113 y ss.: “... hace falta creer en el pueblo y en la patria para
ver Gatica.”
(Mención en el premio “Senador José Hernández”, del
Honorable Senado de la
Nación Argentina, 1998. Mención concurso de ensayos “Arturo
Jauretche”, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, 2001; publicado en el
volumen colectivo Ensayos, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos
Aires/Corregidor, 2003.)
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