Euclides entre el gesto y el acto: tres momentos
Primer momento. El
15 de agosto de 1909, Euclides Da Cunha se enfrentó a tiros, en el barrio de la Piedade, norte de Río de Janeiro,
con el teniente Dilermando de Assis, amante de su esposa. (Ella ya había tenido
dos hijos con éste, y Euclides los había aceptado como propios; pero todo se
precipitó cuando ella, finalmente, decidió abandonar el hogar llevándose a sus
dos hijos a la casa del otro hombre de su vida.) Al parecer, el oficial era un
gran tirador, así que el fatal arrebato euclidiano nos recuerda, casi
inevitablemente, el final del cuento “El sur” de Borges. Una suerte de
suicidio, sin dudas; pero, más que buscando su verdadero rostro, o además de
ello, Euclides muere tras el agotamiento de todos sus proyectos vitales. Poco
tiempo atrás, en 1902, había publicado su obra maestra, Los sertones, y después de eso, para bien o para mal, nada podía
ser lo mismo y (es una hipótesis) poco le quedaba por hacer.
Euclides había
sido huérfano de madre desde los 3 años. Por eso, tuvo que ser educado por unas
tías, en una infancia rodeada —quizás hasta la asfixia— de presencias
femeninas. Estudió en la
Escuela Politécnica, pero ingresó luego a la Escuela Militar de
Praia Vermelha, recurso muy habitual en ese momento para que los hijos de las
familias empobrecidas de la clase dominante mantuvieran cierta ilusión de
movilidad social ascendente (recurso estendaliano, entonces; pero, en vez de
seguir la carrera eclesiástica, seguir la militar-ingenieril).
Segundo momento. En
esta institución protagonizó una situación famosa. En 1888, un año antes de
declarada la República,
durante una visita del ministro de Guerra a las tropas de la Escuela, en medio de la
formación Euclides arrojó su espada a los pies del monárquico funcionario. Por
supuesto, fue sometido a un Consejo de Disciplina e inmediatamente expulsado
del Ejército. Sin embargo, este gesto lo convertiría en un ídolo, primero entre
sus compañeros, y luego entre los republicanos en general, aunque su
participación en la posterior asonada prácticamente carece de registros.
(Alguna vez volvería en triunfo a la
Escuela que lo había echado, pero esto fue después de su
consagración como escritor.)
Proclamada la República, se le permite
ingresar a la Escuela
Superior de Guerra, donde se recibe de oficial ingeniero en
1891. Hasta 1896 será militar; luego, ingeniero civil y, en tanto tal,
funcionario público. Se dedica también a la enseñanza de las ciencias exactas en
la Escuela Militar
y al periodismo, de forma incipiente.
Precisamente,
cuando los sucesos de CanudosNOTA
1 están en su apogeo (1897), Euclides publica dos artículos en el
periódico O Estado de S. Paulo, con
el título de “A nossa Vendéia”. Muy lejos de los acontecimientos, e influido
por el clima general de amenaza que aparentemente sufría la recientemente
instaurada y frágil República, el autor no tiene mejor idea que parangonar los
hechos canudenses con las rebeliones campesinas de la Vendée, durante la Revolución Francesa
(estas rebeliones comenzaron en 1789, como el resto de la Revolución, pero
adquirieron un carácter netamente reaccionario entre 1793 y 1796, con un breve
período de paz en 1795; el desarrollo y las características de este movimiento
aún son arduamente debatidas por la historiografía francesa). Aplicar un modelo
prefabricado, europeo, para explicar hechos de la historia latinoamericana es
un ademán típico, casi automático, de muchos de nuestros pensadores; volveré
sobre esto. En Euclides a veces roza la ridiculez, si no se trata de una ironía;
por ejemplo, cuando afirma que los sertones no encajan en los tres climas
descritos por Hegel...
El éxito de estos
artículos hace que el diario lo envíe como “corresponsal de guerra”. Marcha al
frente, pero en una modalidad muy dependiente de las tropas: adido, en portugués. (En tiempos
recientes, sobre todo a raíz de las guerras del Golfo, en que los periodistas
fueron muy controlados por las fuerzas armadas estadounidenses —con la CNN como epítome—, se los
llama “embedded”; aproximadamente,
“adscritos”, pero con un matiz despectivo.) Si bien la objetividad es utópica
en todo caso, en éste se hace también imposible un mínimo grado de neutralidad.
De hecho, Euclides va al campo de batalla con un conjunto muy pesado de
preconceptos.
Y esto es (entre
otras cosas) lo que hace más interesante el “producto final”, el libro Los sertones. Dejemos de lado los
artículos que Euclides fue escribiendo y enviando desde el frente (analizados
detalladamente por su mejor biógrafo, Olímpio de Souza Andrade). Igualmente, ya
en esos textos se empieza a ver que la experiencia directa de los
acontecimientos ha producido en él un cambio radical, lo que va a generar, a su
vez, que su libro, aunque muy meditado y corregido mil veces, sea una especie
de work in progress, un patchwork de teorías ajenas, ideas
propias, vivencias, impresiones y seudoconclusiones que no se desprenden de
ninguna premisa...: la contradicción permanente de las “buenas conciencias” o,
para terminar de decirlo con el buen Hegel, las conciencias desdichadas; las
dos almas en el pecho —moderno— del Fausto goethiano.
Y aquí, entonces,
el tercer momento. En enero de 1898, en la misma noche de su inauguración, se
derrumba un puente metálico que se había construido sobre el río Pardo. En
tanto inspector de obras, su función oficial en ese momento, Euclides no era
directamente responsable, pero decidió encargarse de las obras de
reconstrucción y partió hacia la ciudad de San José de Río Pardo. Se llevó con
él los manuscritos iniciales de Los
sertones, de tal manera que durante mucho tiempo estuvo haciendo las dos
tareas a la vez: reconstruir un puente que sólo era un conjunto de hierros
retorcidos y desmembrados (que hubiera sido mejor rehacer desde cero), y
reescribiendo una obra que hasta ese momento era sólo un conjunto de artículos
previos —en los que ya no creía casi nada—, anotaciones sueltas, motivaciones
confusas y una sola cosa clara: la denuncia. (Recordemos el impactante final de
la “Nota preliminar”: “Aquela campanha
lembra um refluxo para o passado. E foi, na significação integral da palavra,
um crime. Denunciemo-lo.”)
Qué tentación ver
en esas dos faenas una metáfora doble, en espejo, de la obra de Euclides, del
trabajo de escritor.
Sombra terrible de Canudos
La comparación de
Los sertones con Facundo es tan trillada como necesaria, siempre que se haga
teniendo en cuenta sus especificidades y la forma en que, quizás, se iluminan
mutuamente, aun en sus contradicciones internas y recíprocas. De 1845 a 1902, por supuesto,
ha pasado más (y, en otro sentido, menos) que medio siglo. Es lo que va del
historicismo romántico al positivismo en el principio de su decadencia,
amenazado por los diversos espiritualismos e irracionalismos finiseculares,
pero aún muy acendrado en el Brasil de la Republica Velha. Los sertones, acaso, tenga algo más del último, desencantado y
agresivo, libro de Sarmiento, Conflictos
y armonías de la razas en América, de 1883; la temática de algunos de sus
siguientes libros es mucho más afín aún.
En ambos textos
podemos ver esa progresión tripartita que en Euclides proviene claramente de Hipólito
Taine, con su teoría seudoexplicativa de las determinaciones sociales: el
medio, el hombre, el momento; las tres partes de Los sertones, correlativamente, son: “La tierra”, “El hombre”, “La
lucha”. Recordemos que también esta progresión se da en el Facundo, aunque no tan remarcada como partes (aproximadamente:
descripción de los llanos y la pampa; descripción de la sociabilidad y los
tipos bárbaros; narración de los conflictos políticos entre unitarios y
federales; invocación a un futuro sin Rosas).NOTA 2
Ambos, Los sertones y el Facundo, también son documentos de lucha contra “la
barbarie”, que se revierten (aunque sea parcialmente) contra las intenciones
del autor. Por lo menos, en Sarmiento, es habitual advertir la “fascinación”
que ejerce sobre él su objeto,
Facundo Quiroga, más allá de que después, justificándolo, lo use
estratégicamente contra Rosas, que es totalmente injustificable.NOTA 3
Entonces, en cierto sentido, el Conselheiro es un Facundo tropical, sertonero:
enigma a develar, la tierra misma encarnada en un hombre, una fuerza de la
naturaleza, no responsable de sí mismo, etc.
Antônio Conselheiro, documento vivo
de atavismo
É natural que estas camadas profundas
da nossa estratificação étnica se sublevassem numa anticlinal extraordinária —
Antônio Conselheiro...
A imagem é corretíssima.
Da mesma forma que o geólogo,
interpretando a inclinação e a orientação dos estratos truncados de antigas formações,
esboça o perfil de uma montanha extinta, o historiador só pode avaliar a
altitude daquele homem, que por si nada valeu, considerando a psicologia da
sociedade que o criou. Isoado, ele se perde na turba dos nevróticos vulgares.
Pode ser incluído numa modalidade qualquer de psicose progressiva. Mas posto em
função do meio, assombra. É uma diátese, e é uma síntese. As fases singulares
da sua existência não são, talvez, períodos sucessivos de uma moléstia grave,
mas são, com certeza, resumo abreviado dos aspectos predominantes de mal social
gravíssimo. Por isto o infeliz, destinado à solicitude dos médicos, veio,
impelido por uma potência superior, bater de encontro a uma civilização, indo
para a história como poderia ter ido para o hospício. Porque ele para o
historiador não foi um desequilibrado. Apareceu como integração de caracteres
diferenciais — vagos, indecisos, mal percebidos quando dispersos na multidão,
mas enérgicos e definidos, quando resumidos numa individualidade.
Representante natural do meio em que
nasceu
O fator sociológico, que cultivara a
psicose mística do indivíduo, limitou-a sem alvadora. De sorte que o espírito
predisposto para a rebeldia franca contra a ordem natural que era passível.
Cristalizou num ambiente propício de erros e superstições comuns. (...)
Podría decirse entonces que, si Sarmiento interroga retóricamente la sombra de Facundo, Euclides da Cunha
pretende escudriñar científicamente la cabeza
del Conselheiro.
Trouxeram depois para o litoral, onde
deliravam multidões em festa, aquele crânio. Que a ciência dissesse a última
palavra. Ali estavam, no relevo de circunvoluções expressivas, as linhas
essenciais do crime e da loucura...
Pero no es tan
fácil:
É que ainda não existe um Maudsley
para as loucuras e os crimes das nacionalidades...
... como dice en
el enigmático final del libro.
Importancia de los ríos como vehículos de civilización: esto está, se
sabe, en Sarmiento.NOTA 4
En Euclides también, pero a veces, como en el caso del Vassa Barris, que
flanquea Canudos, hay también involucrada una suerte de monstruosidad,
congruente con el medio y, sobre todo, con los sucesos que allí tuvieron lugar.
Otro rasgo en común (siempre teniendo en cuenta la distancia temporal
y espacial, que no se puede “achatar” impunemente) es el de la hibridez genérica. Si el Facundo ha sido situado en el filo de,
entre otras cosas, el ensayo presociológico y una protonovela,NOTA 5 Los sertones es una mezcla potenciada de
tratado científico, ensayo antropológico, crónica periodística (hoy se diría non fiction), diario de campaña,
testimonios propios y ajenos. Esta hibridez —insistiendo en un término que no
es del todo satisfactorio por su carga peyorativa, como si hubiera un canon de
coherencia genérica en algún lado (y ese lado sólo fuera Europa)— parecería ser
un rasgo común de muchos grandes libros de la historia literaria
latinoamericana. Quizás, incluso, un fenómeno de “transculturación” (concepto
que, como se sabe, Ángel Rama derivó del antropólogo cubano Fernando Ortiz);
pero esto nos llevaría por largos, engorrosos caminos.NOTA 6
En todo caso, y creo que esto es lo más importante, tanto Sarmiento
como Euclides se interrogan sobre dónde
está la barbarie y dónde está la civilización; interrogante esencial para
la definición de una “identidad nacional”, que sólo puede surgir —como se sabe—
de un sistema de inclusiones e exclusiones. Por supuesto, la respuesta es más
tajante para Sarmiento, en quien no parece haber dudas. En Euclides, en cambio,
las certezas, si alguna vez las hubo, se empiezan a resquebrajar de manera perturbadora,
y esto es lo más subyugante de su libro.
Me gustaría figurar la cuestión en un oxímoron que usa alguna vez,
refiriéndose al frondoso caserío de Canudos: cidade barbara (en alguna traducción al castellano aparece como
“ciudad salvaje”, lo que omite un matiz fundamental). ¿Cómo una ciudad, núcleo y
símbolo de la civilización, podría ser bárbara? Recordemos que, a la Buenos Aires del Facundo (al principio, cifra de la
civilización, sobre todo contrapuesta a la clerical Córdoba), es Rosas quien,
en un segundo momento, la barbariza.
En Euclides, conmueve la desolada comprobación de que la barbarie,
finalmente, puede estar también en la
civilización, y aflorar de la manera menos esperable y más grave. Por ejemplo,
cuando relata, escandalizado y a la vez deprimido, los disturbios armados contra
periódicos considerados monárquicos, en Río y en San Pablo, durante los hechos
de Canudos. ¿Qué clase de República, liberal, avanzada, atacaría “el sagrado derecho
a la libre expresión”, por el cual tanto se había luchado?
Pero también la barbarie aparece infiltrándose en otros lugares más peligrosos
aún, como Euclides tiene ocasión de constatar una y otra vez. El orgulloso
ejército republicano, que debía ser el ejército nacional, se va haciendo
progresivamente más salvaje a medida que avanzan la desastrosas campañas.
Aunque al principio parecen guardarse las formalidades de la guerra, el enemigo
oculto que despliega sus inesperadamente eficaces guerrillas (“como si brotasen
del suelo”, p. 431), obligado por su precariedad, va “forzando” a los militares
brasileños a adoptar, sin la suficiente pericia, esas mismas tácticas (“vestido
a pelle do jagunzo, copiando-lhe a astucia” p. 433).NOTA 7 Si los yagunzos tienen un “uniforme
bárbaro” (p. 378), los soldados se “barbarizan” (p. 295).
Es hasta gracioso que el ejército insistiera en usar el uniforme
oficial, rojo y azul, en medio de un entorno ocre o grisáceo que delataba en
todo momento la presencia extraña.NOTA 8 Pero ese mismo uniforme revelador, poco a poco, se va
volviendo indistinguible de ese entorno. Y del enemigo. Al final, sólo quedan,
de uno y otro lado, jirones sobre pieles castigadas (de hecho, muchos de esos
soldados también eran mestizos, e incluso sertoneros).
Una topografía (ambigua) de la barbarie, entonces; una semiótica de la
guerra; una cartografía de la nacionalidad. Todo esto, creo, nos lleva al
siguiente tema. ¿Qué es un desierto? ¿Y para quién es?
Saber y no
saber en el “de(sertón)”
En efecto, la etimología de la palabra sertão parece remitir a un doble movimiento: una especie de apócope
de un aumentativo, de “desertón”, desierto grande. Sea o no sea así, la idea de
desierto está presente, y es importante porque, adelantándonos un poco en la
argumentación, esto evidencia una operación ideológica contundente: el
desplazamiento de una noción geográfica y climatológica (“científica”) a una
descripción humana, social, y hasta moral.
Como dije en el apartado anterior, Euclides apenas conocía personalmente
el sertón. Sus descripciones del principio refieren opiniones de científicos y
exploradores, generalmente extranjeros, que se animaron a cruzar esa tierra
“desconocida”. Pero, cabe preguntarse, ¿desconocida para quién? El tópico de la
“terra ignota” aparece una y otra vez a lo largo del libro, y no sólo en la
primera parte.
Terra ignota
Abordando-o, compreende-se que até
hoje escasseiem sobre tão grande trato de território, que quase abarcaria a Holanda
(9º11’ — 10º20’ de lat. e 4º — 3º, de long. O.R.J.), notícias exatas ou
pormenorizadas. As nossas melhores cartas, enfeixando informes escassos, lá têm
um claro expressivo, um hiato, Terra ignota, em que se aventura o rabisco
de um rio problemático ou idealização de uma corda de serras.
Es cierto que luego hay observaciones personales del autor, que se
superponen a las de los otros, o a veces incluso las contradicen. Pero siempre
Euclides parece estar hablando (de hecho, lo está) para un lector ajeno al
objeto, “extranjero”, aunque sea de un
mismo país. Un lector urbano, letrado. De ahí la problemática construcción
de un “nosotros” que contradice su final adscripción a las víctimas de Canudos;
volveré sobre esto.
Este lugar común del desconocimiento del terreno aparece
abundantemente en la literatura latinoamericana del siglo XIX. No hay mapas, se
quejan de manera recurrente los intelectuales, los militares; no hay cómo
orientarse en un terreno desconocido (que sólo puede considerarse “desierto”,
insisto, por negación del Otro que lo habita y que es, casualmente, su dueño
originario). Y este Otro tiene, sí, un conocimiento perfecto, “natural”, de ese
terreno extraño para el letrado. De aquí la necesidad de los baqueanos, de los
“prácticos”, que pueden “leer la tierra” (“... escriptas numa pagina revolta da
Terra que ainda ninguem lêra”, p. 380). Pero apoyarse en este saber del Otro conlleva
una amenaza permanente: ¿acaso ese Otro no es el enemigo, potencial o real?
¿Cómo utilizar su experiencia de la tierra, cómo arrancarle su saber, para
poder compartirlo (mediante la escritura, código común del letrado) y, en
definitiva, emplearlo en su propia dominación y destrucción? Una pregunta
fundamental en la ideología de la “organización nacional” de la segunda mitad
del siglo XIX.NOTA 9
Como ya mencioné antes, según Euclides, el sertón no encaja en ninguno
de los (tres) climas canónicos descriptos por Hegel. Esta supuesta
incongruencia, esta indecibilidad, produce una suerte de distorsión, de
sacudimiento permanente en las coordenadas semánticas del texto, donde el
oxímoron, la antítesis, el paralelismo forzado se vuelven figuras centrales en
un intento (debo agregar “desesperado”) de otorgar inteligibilidad a un objeto
cuya “racionalidad” ha sido retaceada desde el principio. Si Canudos es una
ciudad bárbara, el sertón es un infierno y un paraíso a la vez (no sólo por la sucesión de sequías e inundaciones).
Otro ejemplo: la vegetación es “humanizada”, en una constante
prosopopeya, pero monstruosa y antitéticamente: árboles enterrados, como si lo
que sobresaliera fueran las raíces, y la copa estuviera bajo tierra; cactos que
parecen cabezas cortadas apoyadas sobre las rocas, prefigurando ocurrencias reales
de las próximas luchas, en un flash
forward cinematográfico y aterrador. Esta teratología se extiende a lo
humano, que es correlativamente cosificado, “objetivado”.
Higrômetros singulares
Não a observamos através do rigorismo
de processos clássicos, mas graças a higrômetros inesperados e bizarros.
Percorrendo certa vez, nos fins de
setembro, as cercanias de Canudos, fugindo à monotonia de um canhoneiro frouxo
de tiros espaçados e soturnos, encontramos, no descer de uma encosta,
anfiteatro irregular, onde as colinas se dispunham circulando um vale único.
Pequenos arbustos, icozeiros virentes viçando em tufos intermeados de palmatórias
de flores rutilantes, davam ao lugar a aparência exata de algum velho
jardim em abandono. Ao
lado uma árvore única, uma quixabeira alta, sobranceando a vegetação franzina.
O sol poente desatava, longa, a sua
sombra pelo chão e protegido por ela — braços largamente abertos, face volvida
para os céus — um soldado descansava.
Descansava... havia três meses.
Morrera no assalto de 18 de julho
En este tema de los saberes puestos en juego, como matiz particular de
Los sertones nos encontramos con la
“mirada del ingeniero” que en definitiva Euclides era. Los ingenieros
militares, sus colegas, aparecen varias veces a lo largo del libro, como
personajes positivos; especialmente en el apogeo de la lucha, en medio de la
derrota, aportando de vez en cuando una racionalidad que las campañas militares
no tenían, sometidas a la estulticia de energúmenos como el dostoievskiano
Moreira César, con su soberbia (“mañana almorzaremos en Canudos”), su epilepsia
y su muerte ante la primera descarga.
La ingeniería (la tecnología) es, por supuesto, para Euclides y para
el positivismo, epítome del progreso y la modernización. Aquí, entonces, la
visión de Euclides no es del todo pesimista, ni su determinismo ostenta la
rigidez propia del positivismo, que era la Idea de la época.NOTA 10
Por ejemplo, elogia a los franceses (símbolos, también, de la latinidad,
como herederos de los romanos y parientes de los portugueses), por volver
fértil el desierto de Túnez: si bien, en su origen, el medio hace al hombre, el
hombre (ya civilizado) puede hacer al medio, transformándolo para mejor.
Y en esto, paradójicamente, pueden tener un papel destacado los
sertaneros (si sobreviven...).
Ellos y
nosotros. El sertanero: del (apenas) buen salvaje al brasileño esencial
Estas descripciones, como ya dije, que parecen pensadas para
extranjeros o lectores urbanos (que es casi lo mismo: letrados, europeos),
incluyen como factor determinante, prácticamente en un primer plano, el clima.NOTA 11 La variabilidad del
clima genera una reacción en cadena desde una “idiosincrasia (naturalmente)
desequilibrada” a una decadencia social/moral. El mestizaje otra obsesión del
siglo XIX (y del XX...) juega aquí un papel fundamental, también.
Sin embargo, casi inesperadamente, y en parte como producto de la
sorprendente resistencia que los yagunzos de Canudos le oponen a un ejército (supuestamente)
profesional, sin rendirse nunca, Euclides ensaya una nueva teoría, que implica
una diferencia esencial(ista) entre los mestizos del sur y los del norte, el
mulato del litoral (degenerado) y el mulato del nordeste (que, por lo menos,
por su aislamiento geográfico, no está “contaminado”).
O sertanejo é, antes de tudo, um
forte. Não tem o raquitismo exaustivo dos mestiços neurastênicos do litoral.
Sí: el sertanero es distinto (v. pp. 108-109). Al principio, un hombre
natural, un buen salvaje al que “no podemos
conocer”.
(O Conselheiro) Pregava contra a
República; é certo.
O antagonismo era inevitável. Era um
derivativo à exacerbação mística; uma variante forçada ao delírio religioso.
Mas não traduzia o mais pálido
intuito político: o jagunço é tão inapto
para apreender a forma republicana como a monárquico-constitucional Ambas
lhe são abstrações inacessíveis. É espontaneamente adversário de ambas. Está na
fase evolutiva em que só é conceptível o império de um chefe sacerdotal ou
guerreiro.
Insistamos sobre esta verdade: a
guerra de Canudos foi um refluxo em nossa
história. Tivemos, inopinadamente, ressurrecta e em armas em nossa frente, uma sociedade velha, uma
sociedade morta, galvanizada por um doudo. Não
a conhecemos. Não podíamos conhecê-la (subrayados míos).
Pero luego, en un segundo momento (incluso después de Los sertones...), el castigado habitante
del sertón puede ser la base, el origen de una futura “raza brasileña”,
unificada casi por magia. En efecto, en escritos posteriores sobre la
colonización del Amazonas, realizada en gran parte por sertaneros desplazados
más o menos forzosamente hacia allí, Euclides afirma sin ambages que el
sertanero es el brasileño esencial, paradójicamente “puro”, aunque sea fruto de
una mezcla (ver Guimarães y Wortmann, 2005).NOTA 12
El sertanero, entonces, resultará una caja de sorpresas con
insospechadas virtudes: es buen jinete (un centauro, un tártaro), resistente
tanto a la sequía como a la humedad, tiene un metabolismo privilegiado, etc. Lo
que de alguna manera viene a justificar su insólita resistencia frente al
“invasor” organizado (y, lateralmente, agranda un poco la victoria final de
éste, que es el triunfo, paradójico, de la República; aun con los “excesos” cometidos).
Pero no todo es tan sencillo en Euclides y en Los sertones (en los sertones). Porque, por otra parte, hay en el
sertanero fallas de origen, sobre todo lo que tiene que ver con su religión
“mestiza” (sincrética, diríamos ahora). Si para un positivista como Euclides
toda religión es superstición, cuánto más lo será si encima es un conglomerado
—ante sus ojos—informe de creencias populares. Que, para colmo, él ve desde el
prisma deformante de las ideas de Renan sobre el cristianismo primitivo,
contenidas en su Marco Aurelio,
canónico entonces. (Curiosamente, Euclides llama a la expedición punitiva uma cruzada...; pero acá los otros son cristianos...)
En la región nordeste, y en casi todo el resto del Brasil también, era
muy común (y lo sigue siendo casi hasta hoy) que aparecieran santones,
milagreros, evangelizadores, pronto convertidos en líderes populares por su
carisma y su capacidad de empatizar con las masas empobrecidas (ver Nogueira Negrão, 2001). El Conselheiro pudo haber sido el
mayor (como Jesús en su época), pero no el único. Diversas formas de
milenarismo y mesianismo se combinaban en una mezcla explosiva, como suele
decirse, sobre todo si se le agregaba una pizca del siempre resurgente sebastianismo: la creencia del que el
mítico rey medieval portugués Sebastián no había muerto e iba a volver a
cumplir metas redentoristas para con su pueblo.
Claro que este supuesto sebastianismo era un fantasma ideal para ser
agitado por los republicanos, como una amenaza proveniente del retrógrado monarquismo
de los yagunzos canudenses.NOTA
13 Y, aunque el mismo Euclides ponga en duda a veces esta adscripción
ideológica de los rebeldes (como se ve en la cita anterior), no puede
desprenderse del todo de esa sospecha. Incluso en la paradigmática escena,
cerca del final, cuando el general Oscar le muestra las “balas explosivas” que
supuestamente poseían los yagunzos, y Euclides no manifiesta demasiadas dudas
sobre la evidente (y tan actual) estratagema: ¡los pobres canudenses tenían
“armas de destrucción masiva”! (Esto abonaba otra amenaza adscripta: que eran financiados
y armados por el omnipresente imperio británico y... ¡por la Argentina!)
Sin embargo, es bueno hacer notar que una de las causas o
desencadenantes de la rebelión final fue el intento, por parte del Gobierno
central, de realizar un censo de la población nordestina. Los canudenses
reaccionaron negativamente, con toda (su) lógica, porque llegaron a pensar que,
si la monarquía había abolido la esclavitud, quizás la República la
restituyera...NOTA 14
Habida cuenta de que la abolición en sí misma no cambió sustancialmente las relaciones de clase y de propiedad, como ya se
había visto en Estados Unidos y el Caribe (más bien reflejaba el conflictivo
paso de la hegemonía azucarera a la cafetalera), el rechazo tampoco era tan
descabellado, ni era mera inercia o una resistencia atávica a todo lo que fuera
“progreso”, como le gusta decir a Euclides.
En definitiva, nunca se puede dudar de qué lado esta el autor: el de
un “nosotros”, inclusivo, que refiere amalgamadamente al Estado en formación, a
la débil República, a la civilización amenazada y hasta al ejército al que él,
después de todo, había pertenecido (“nossas
descargas”, p. 429).NOTA
15 Se trata de la ardua pero segura construcción de un locus enunciativo (Mignolo), un punto de
vista desde el cual se narra, claro, pero también se piensa (se piensa el mundo y se piensa uno mismo en él). Un lugar que
sólo con muy buena voluntad se puede considerar (casi desear) dialectizado en
el ademán final de denunciar lo visto y vivido.
Ese lugar, como ocurre siempre, deja muy poco espacio, si deja, para
la palabra del otro. Los yagunzos son hablados, no hablan. Muy de vez en
cuando, sin embargo, aparece representada esa fantasmal y temida (aunque sea
ridiculizada) voz del otro, especialmente de mujeres y niños, para lo cual se
usa la habitual letra bastardilla, típico recurso para distanciar de la propia
esa presencia ajena.NOTA 16
Palabras que no son “portuguesas”, dice Euclides, que por otro lado es tan
afecto a neologismos, arcaísmos, extranjerismos y otros recursos estilísticos
que enriquecen polifónicamente su texto (pero no le alcanzan para abrirse a
“otra otredad”, salvo con respecto a la crítica académica de su tiempo).
El círculo se cierra (si cabe) con otra palabra habitualmente velada:
la de los soldados atacantes, que dejan graffiti
en las paredes de las ciudades cercanas a Canudos en las que se acuartelan. Un
perplejo Euclides construye alrededor de esto, brevemente (p. 530), la exégesis
literaria de una literatura de la imprecación. En la queja, en la obscenidad de
esa grafía irregular y a veces poco inteligible, la de los pobres soldados
ignorantes que representan la
República, con su himno y su bandera mal copiados (Murilo de
Carvalho, 1997), Euclides logra descifrar, a su pesar, el
fracaso esencial de toda la empresa.
Sertones:
adyacencias
La publicación de Los sertones,
en 1902, se hizo con cierta reticencia, tanto por parte del autor como por
parte del editor. Sin embargo, al poco tiempo resultó un éxito, un impacto
imprevisible y arrollador. El texto suscitó de inmediato entusiasmos acríticos
y rivalidades enconadas; en definitiva, se convirtió en un clásico influyente.
En este último apartado, voy a referirme a algunas obras más
recientes, que se han basado, directa o indirectamente, en el gran libro de
Euclides Da Cunha.
***
Aunque hubo antes algunos intentos documentales, la película Guerra de Canudos, de Sergio Rezende
(1997), con guión del director y Paulo Halm, fue la primera que se propuso un
gran fresco abarcativo de los hechos de justo un siglo atrás.NOTA 17
Se trata de una reelaboración histórica, con interpolaciones
ficticias; una gran superproducción (aparentemente, la más grande en Brasil,
por lo menos hasta ese momento), pero que no se aleja demasiado, salvo en
contadas secuencias, de la estética de las telenovelas brasileñas (lo que no es
necesariamente malo). Baste decir que el Consejero está encarnado por José
Wilker, uno de los actores brasileños más populares desde su Vadinho de Doña Flor y sus dos maridos (su
interpretación es muy buena por momentos, sobre todo teniendo en cuenta la
profundidad de su mirada y de su voz; pero su permanente hieratismo y la falta
de matices del personaje, uno difícil si los hay, conspiran contra el resultado
final, como suele pasar con los personajes históricos muy estereotipados).
Es de destacar la figura de Pedro, el periodista-fotógrafo rebelde; pero
éste no es el autor de Los sertones.
De hecho, los textos leídos en off
por ese personaje son de Euclides Da Cunha y de Manuel Benício. Se sabe (v. Walnice Galvão)
que Benício fue muy crítico en sus artículos enviados al Jornal de Comercio desde el frente, por lo cual tuvo que
abandonarlo antes del final de la campaña, censurado por el general Artur
Oscar, como le pasa al periodista del filme.
Lo mejor de la película, quizás, es que se haya filmado en lo que
queda del sertón nordestino, y esto nos permite conocer algo de sus colores y captar,
por lo menos en parte, el clima, geográfico y dramático, de la obra de
Euclides.
Al respecto, y como punto de comparación, es útil mencionar que, en su
película Dios y el Diablo en la tierra
del sol (1964), Glauber Rocha narra sucesos similares a los de Canudos,
pero ocurridos en las primeras décadas del siglo XX. (Algunas escenas, como la
primera escaramuza con las tropas gubernamentales, provienen directamente de Los sertones.) Una última observación: Dios y el Diablo... es en blanco y
negro; sin embargo, esta forzada austeridad, en manos de un “cineasta salvaje”
como Rocha, es mucho más expresiva que diez superproducciones como las de
Rezende.
***
También se mezclan personajes y sucesos “históricos” y “ficcionales”
en la extensa y exitosa novela La guerra
del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa (1980).
El escritor peruano realizó una amplia investigación. que incluyó un
viaje por la zona de los sucesos (aunque el emplazamiento exacto de Canudos no
puede recorrerse, ya que ya sido cubierto por las aguas de un embalse).NOTA 18
Para Vargas, el libro de Euclides da Cunha es, entre otras cosas, “como un manual de latinoamericanismo; es decir, en este
libro uno descubre primero lo que no es América Latina. América Latina no es
todo aquello que hemos importado. No es tampoco Europa, no es el África, no es la América pre-hispánica o
las comunidades indígenas, y al mismo tiempo es todo eso mezclado, conviviendo
de una manera muy áspera, muy difícil, violenta a veces. Y de todo eso ha
resultado algo que muy pocos libros antes de Os Sertões lo habían
mostrado con tanta inteligencia, con tanta brillantez literaria” (entrevista de
Ricardo Setti, 1988).
Y, correlativamente, los hechos de Canudos tienen
para él un valor simbólico especial, incluso por premonitorios: “Cuando
uno investiga a Canudos, descubre que el episodio de Canudos es como una piedra
de toque en la que Brasil proyectaba sus fantasías, sus ambiciones, sus
frustraciones políticas, culturales e históricas; de tal manera que la verdad
histórica estricta sobre Canudos quizá no se pueda conocer nunca, porque la
verdad está como enmascarada, superpuesta por interpretaciones que tienen que
ver más con lo que ha sido la evolución de Brasil desde entonces que con el
hecho histórico mismo. (...) Para mí, quizá eso es lo que tiene Canudos de
ejemplar para un latinoamericano, porque eso, esa ceguera recíproca, a partir
de la visión fanática de la realidad, de la que participan tanto republicanos
como jagunços, es la misma ceguera
para admitir la crítica que la realidad hace a la visión teórica. Esa es la
historia de América Latina. La tragedia de América Latina es que, en distintos
momentos de nuestra historia, nosotros nos hemos visto divididos, enfrentados
en guerras civiles, en represiones, y a veces en matanzas peores que la de
Canudos, por cegueras recíprocas parecidas. Quizá es una de las razones por las
que Canudos me impresionó tanto, porque en Canudos eso se puede ver en pequeño,
casi como en laboratorio. Pero el fenómeno es general: es el fenómeno del
fanatismo, básicamente, de la intolerancia que pesa sobre nuestra historia. En
algunos casos, eran rebeldes mesiánicos; en ocasiones eran rebeldes utópicos o
socialistas; en otras eran las luchas entre conservadores y liberales. Y si no
era la mano de Inglaterra, era la del imperialismo yanqui o la de los masones o
la mano del Diablo. Nuestra historia está plagada de esa intolerancia, de esa incapacidad
de aceptar divergencias.”
Por eso uno de los protagonistas de su novela representa una versión
casi caricaturesca del autor de Los
sertones: “El Periodista Miope, al que no le he puesto nombre, un poco
porque, bueno, me parecía que no debía ponerle Euclides da Cunha porque no es
él, pero al mismo tiempo es él también.” Este Miope, que también es un pusilánime,
debe ser guiado por una mujer (burda concesión al feminismo; y paradójica:
Jurema, que es también el nombre de un árbol, representa la emotividad no
fanatizada, pero también una “fuerza de la naturaleza”); y hasta pierde sus
desastrados anteojos en medio de la refriega: es el que no puede ver; pero lo malo es que no puede ver lo que Vargas
sí ve.
Sin embargo, los dos personajes clave de la novela son Galileo Gall,
el anarquista escocés que no entiende la realidad latinoamericana y cree que
Canudos es el inicio de la revolución mundial de los desposeídos, y el barón de
Cañabrava, aristócrata terrateniente que maneja los hilos de la política local,
aunque la monarquía esté en retirada. Sobre ellos, la opinión del autor es muy
disímil.
Acerca del anarquista, que también es caricaturesco y termina muriendo
en una pelea machista por Jurema, contra todas sus convicciones, y sin ver la
derrota total de sus ideales, aunque intuyéndola: “Yo había leído en una
historia de los anarquistas españoles que un grupo de anarquistas catalanes había
quedado deslumbrado con las teorías frenológicas. Y siempre me dio vueltas en
la cabeza la idea de escribir una historia sobre un anarquista frenólogo. Lo
que pasa es que yo no tenía dónde meterlo en mis novelas, porque mis novelas
ocurrían en el Perú en nuestros días. Pero, en cambio, en la Guerra de Canudos un
personaje así cabía perfectamente. Y además yo quería dar también una visión
europea de la situación, porque Canudos es como una realidad que no se realiza,
por culpa de distintas ideologías. Los jagunços
poseen una visión religiosa que transforma la realidad en mito; los
republicanos, una utopía política, pero que también transforma la realidad. Yo
quería dar la irrealidad europea, la visión irreal de América Latina en Europa,
a través de esa especie de fabulista inconsciente que es Galileo Gall.”
En cambio, respecto del aristócrata, la visión termina siendo muy
distinta; casi adquiere esa ambigua dignidad de la nobleza que tanto se le
criticó, por ejemplo, al Visconti de Il
Gattopardo (y que Bertolucci parodió, con el mismo Burt Lancaster, en Novecento): “El
caso del barón de Cañabrava fue muy interesante para mí..., porque era un
personaje que había nacido un poco de una interpretación esquemática: él debía
representar las fuerzas más retrógradas de la sociedad. Era un personaje
cargado de negatividad. Sin embargo, yo creo que, al final, se descubre que es uno de los personajes más positivos de la
novela, por lo menos en el sentido de que él cambia con la historia. Es
decir, la historia para él, es motivo de una profunda revisión interior, de
todo su concepto de la sociedad, del mundo, de su propia manera de ser. Se
produce una revisión extraordinaria. Es uno de los personajes que entienden,
además, que allí ha ocurrido algo muy importante, que pone en tela de juicio a
su propio mundo. Es un personaje que se
carga de un elemento muy positivo, y él no estaba concebido así en
absoluto. Estaba concebido como uno de los malos de la historia” (subrayado
mío).
Más allá de que la opinión del propio autor sobre su obra y sus
personajes debe ser tomada con pinzas, en lo anterior está todo Mario Vargas
Llosa: para él, Canudos es una alegoría del siglo XX latinoamericano y, más
específicamente, la demostración ante
post facto de que toda revolución, de que toda rebeldía, está condenada al
fracaso. Sobre todo, según parece, aquí, en “el fin del mundo”
***
Gran
sertón: veredas (1956), de Guimaraes Rosa, representa,
en muchos sentidos, el otro extremo, tanto de Los sertones como de la novela de Vargas Llosa. No es mi intención
hacer una comparación en sentido estricto, ya que las relaciones entre los
textos son muy tenues. Sólo acotar hasta qué punto aquí, al darle la palabra a
un narrador-yagunzo, Guimaraes produce una visión totalmente distinta, desde adentro de un universo que hasta
ese momento sólo podía permanecer ajeno a las miradas dominantes, a las voces
dominantes.
Un universo al
mismo tiempo cerrado y abierto, centrípeto y centrífugo, hecho de realismo y
alegoría intersectados; porque “el sertón es todo... es sertón está en todas
partes...”. De ahí también su fobia a las ciudades, tan parecida a la de don
Segundo Sombra (y a la vez tan distinta). De ahí también que Riobaldo sea un
rastreador con poderes casi mágicos, lo que nos remite a un tema anterior de
este trabajo: ¿Quién es, quién puede ser, sujeto de conocimiento en/del sertón?
Se trata de la palabra
bivocal, según quería Bajtín:
desde el diálogo imaginario, anticipado, hasta la presencia de varios
interlocutores no presentes (el “compadre Quelemén”, Diadorín, etc.). Y quizás
más. Porque el verdadero protagonista de la novela es el lenguaje del yagunzo Riobaldo-Tatarana-Víbora
Blanca. Y el sertón. Lo cual se podría relacionar (y habría que hacerlo: en
cierto sentido, Riobaldo es el sertón).
Así, Guimaraes logra afirmar al mismo tiempo el universalismo y la diferencia.
Aunque lejos de Canudos, la voz del yagunzo fáustico de Guimaraes es
también, a su manera, la voz de aquellos que perecieron en la masacre: una voz
literaria, es cierto, y por lo tanto limitada; pero por qué no pensar también
que se trata de una voz no sólo compensatoria sino también luminosamente
vengativa.
Notas
1 Relatar de alguna
manera lo que “realmente” pasó en Canudos implica ya una toma de partido,
habida cuenta de que aún hoy no se conoce del todo. En Brasil, las
investigaciones han arreciado a partir de 1997, año del centenario. Vaya un
resumen sin pretensiones de neutralidad. En la década del 1870, una gran sequía
asoló el pobrísimo nordeste brasileño; por la misma época, Antônio Vicente
Mendes Maciel, llamado luego O
Conselheiro (El Consejero), comenzó a predicar en la zona, en medio de la
multitud de migrantes famélicos (los retirantes).
En 1888, la monarquía, presionada por la oposición republicana, abolió la
esclavitud; al año siguiente, se proclamó la República, sin mayor
derramamiento de sangre pero también con escaso apoyo popular. En 1893, el
Conselheiro se estableció con gran parte de sus seguidores en una hacienda
abandonada, cerca de un lugar llamado Canudos, en el nordeste de Bahía. En sólo
dos años, se había convertido en la segunda ciudad más poblada del estado: Canudos como Canáan.
Los
propietarios, la Iglesia,
el Gobierno vieron en ello amenazas distintas pero coincidentes: acusaron a los
canudenses de usurpadores, monárquicos, herejes; había que destruirlos. Un
incidente baladí proporcionó la excusa para la primera expedición, meramente
policial (el estado de Bahía, anterior capital nacional, debió sobreactuar un
poco, ya que era tachado de adhesiones monárquicas remanentes); la incursión
fue rechazada con insólita facilidad, por lo cual se enviaron otras, cada vez
más poderosas (ahora el que tenía que sobreactuar su firmeza, puesta en duda, y
no sólo por su nombre, era el tercer presidente de la República, el primero
civil, Prudente de Morais). Sólo la cuarta campaña tuvo éxito. Canudos fue
destruido sin piedad, a puro bombardeo de cañones alemanes y dinamita;
prácticamente no hubo sobrevivientes, apenas un puñado de viejos, mujeres y
niños. (Como en otras experiencias latinoamericanas similares, se hizo
costumbre adoptar a un “yagunzito” para servicio doméstico. Estos
sobrevivientes, la “chusma”, fueron recluidos primero en el cercano Morro da
Favella; favella es el nombre de una
planta de la región: sabemos qué significa ahora.) Euclides Da Cunha presenció
parte de la matanza y reconstruyó, para su horror eterno, el resto.
2 En una contraposición lateral, quizás
necesaria, me gustaría recordar Los
jacobinos negros, de 1938, donde C. L. R. James empieza describiendo las
clases sociales en el Haití anterior a la independencia, desde una perspectiva
marxista, claro; y sólo después pasa a hablar de “la tierra” o de “la lucha”.
Digo, para demostrar, por si fuera necesario, que ciertas características
“formales” de los textos remiten irrenunciablemente a determinaciones
ideológicas, a elecciones políticas.
3 Para este
tema, ver “las dos imágenes de Facundo”, en Noé Jitrik, Muerte y resurrección de Facundo, Buenos Aires, CEAL, 1983.
4 Ver Dardo
Scavino, Barcos sobre la pampa. Las
formas de la guerra en Sarmiento, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1993.
5 Para esta
cuestión es insoslayable consultar Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América hispánica, México, FCE, 1949, esp.
cap. 5.
6 Ángel Rama, La transculturación narrativa en América latina, Buenos Aires, El
Andariego, 2007. Fernando Ortiz, Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar, Madrid, EditoCubaEspaña, 1999.
7 Éste es un tópico de nuestras guerras
civiles, muy presente en las memorias militares; por ejemplo, en Paz: “Preciso es
confesar que nuestros generales de entonces meditaron poco sobre la naturaleza
de esta guerra (...). Generalmente olvidaron que la de un cuerpo de tropas debe
ser adecuada a las localidades que han de servirle de teatro, a los enemigos
que tiene que combatir, y a la clase de guerra que tiene que hacer (...) el
general Lavalle se había propuesto vencer a sus enemigos por los mismos medios
que ellos lo habían vencido diez u once años antes... ¡Cuánto mejor hubiera
sido que, sin tocar los extremos,
hubiese tratado de conciliar ambos
sistemas, tomando de la táctica lo que es adaptable a nuestro estado y
costumbres y conservando al mismo tiempo el entusiasmo y decisión individual
tan convenientes para la victoria!” (José María Paz, Memorias póstumas, tomo I). Para ampliar esto, ver Pablo Valle, Guerras de papel: escritura y estrategia en
las Memorias póstumas del general Paz
(inédito).
8 No está de
más recordar aquí el célebre episodio que relata Sarmiento en Campaña en el Ejército Grande: su
aparición, en medio del gauchaje desarrapado, con un ostentoso uniforme “a la
europea”.
9 Para no
abundar en este tema, me permito referir a otro trabajo anterior: Pablo Valle, “Baqueanos: saberes, territorios e
identidades”, No Retornable, invierno
de 2008 (http://www.no-retornable.com.ar:80/v1/vaca_loca/valle.html). Ya
mencioné al general Paz; él es uno de los que más se quejan por tener que
recurrir a baqueanos y guías, sabiendo perfectamente que en cualquier momento
pueden traicionarlo. Un caso paradigmático es el de Mansilla: durante su
“excursión” hace mapas que, entre otras cosas, servirían para la “conquista del
desierto” y para el trazado de vías ferroviarias (cosa que el cacique Mariano
Rosas le reprocha con suma agudeza).
10 Aunque la
referencia pueda parecer exagerada, sobre este tema me gustaría remitir al
capítulo “Los ingenieros como ideólogos”, del libro de Jeffrey Herf El modernismo reaccionario. Tecnología,
cultura y política en Weimar y el Tercer Reich, Buenos Aires, FCE, 1993.
11 Treinta años
después de Los sertones, Gilberto
Freyre va a polemizar implícita y a veces explícitamente con Euclides Da Cunha,
en su también extraordinaria obra Casa-grande
& senzala: lo determinante en Brasil no es el clima, sino la
alimentación.
12 Esto
recuerda la delirante propuesta de José Vasconcelos en La raza cósmica: del Amazonas saldrá una nueva humanidad, superior
por fusión de “lo mejor de cada raza”...
13 Los yagunzos
de Euclides tienen vastos antecedentes literarios e históricos: los bravi en Los novios, de Manzoni; los bandidos mexicanos en El zarco, del liberal Ignacio
Altamirano, a su vez antecedente de las novelas de la Revolución (cuya figura
paradigmática es, lógicamente, Pancho Villa). Podríamos agregar, por supuesto,
los montoneros federales de las Provincias Unidas y los llaneros venezolanos
que alguna vez se enfrentaron a Bolívar en nombre de ideas supuestamente
monárquicas. Para este tema, ver el clásico Rebeldes
primitivos, de Hobsbawn, especialmente el epílogo para la edición
castellana, donde se sugiere una actualización sobre la compleja discusión de
si estas figuras son “prepolíticas”, “reformistas”, “prerrevolucionarias”, etc.
(que no podemos analizar aquí).
14 Sobre el
tema del censo, y la importancia de su función clasificatoria para la
constitución de las naciones modernas, ver Benedict Anderson, Las comunidades imaginadas, México, FCE,
1997.
15 Seguro: tener claro en abstracto quiénes somos “nosotros” no siempre
garantiza que nos identifiquemos fácilmente en todo tiempo y lugar. Ver, si no,
este tragicómico episodio contado por el general Paz: “Siguiendo
nuestra marcha descubridora, por un campo sembrado de cadáveres y de armas, de
baúles destrozados y de toda clase de restos de equipajes, incluso el coche del
general Tristán, repentinamente se me apareció un soldado a pie, a quien no
había visto hasta que estuve muy inmediato, porque estaba agachado. Mi pregunta
primera fue para saber qué fuerza era la que teníamos al frente, y él sin
desconcertarse, me contestó: ‘Es nuestra.’
‘Pero bien’, le dije, ‘¿y usted a qué ejército pertenece?’ ‘Al nuestro’, volvió a contestarme. ‘Mas,
¿cuál es el nuestro?’, le pregunté
por tercera vez, y su contestación era la misma: ‘El nuestro.’ Lo que probaba que él
ignoraba también con quién hablaba. Para hacerlo expresarse con claridad,
quise asustarlo y sacando una mala pistola que cargaba, le dije: ‘Hable usted
la verdad, o lo mato’” (op. cit., subrayado mío).
16 Para este tema, ver Pablo Valle, “La
querella de las comillas en Roberto Arlt”, Páginas
de Guarda, N.º 4, 2007. También sería bueno repasar el famoso texto de
Carlo Ginzburg El queso y los gusanos,
para ver cómo es posible procesar la palabra del “subalterno” filtrada por la
palabra letrada, y deducir de allí su verdadera voz. (Aunque me atrevería a
decir que las conclusiones son poco convincentes y, sobre todo, menos
seductoras que el libro de Giznburg en su totalidad.)
17 Datos bastante completos en Internet Movie
Database: http://www.imdb.com/title/tt0130748/.
18 En el
reportaje de Setti, Vargas comenta algo que tiene que ver con un apartado
anterior de mi trabajo, pero sobre lo cual ya no puedo extenderme más que en
esta nota: “Tuve suerte de que Jorge Amado, que no estaba allí en ese momento,
me recomendara a una persona que fue muy importante para mí: Renato Ferraz. Él
había sido director del Museo de Bahía, había estudiado antropología, pero,
cansado de la ciudad, se retiró al sertão
y vivía en Esplanada, en Bahía, que es donde sigue viviendo aún. Renato fue
para mí valiosísimo porque aceptó acompañarme en todo ese mes de viaje. Él
conoce el sertão como la palma de su
mano: pero, además, tenía el tipo de conocimientos que yo más necesitaba. Es un
hombre que sabe el nombre de la última rama, arbusto, animalito, insecto del sertão. Y tiene una capacidad de
comunicación extraordinaria con la gente del sertão. Así que fue muy fácil, a través de él, hablar con
campesinos, con vaqueros, con párrocos, troveros ambulantes, agricultores...”
Bibliografía
Fuentes
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esta edición, se consignan las páginas en el texto).
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Anexos
1. Fragmentos de Los sertones, de Euclides Da Cunha
Morte de Conselheiro
Explicou
então que aquele, agravando-se antigo ferimento, que recebera de um estilhaço
de granada atingindo-o quando em certa ocasião passava da igreja para o
Santuário, morrera a 22 de setembro, de uma disenteria,, uma “caminheira” —
expressão horrendamente cômica que pôs repentinamente um burburinho de risos
irreprimidos naquele lance doloroso e grave.
O Beato
não os percebeu. Fingiu, talvez, não os perceber. Quedou imóvel, face
impenetrável e tranqüila, de frecha sobre o general, olhar a um tempo humilde e
firme. O diálogo prosseguiu:
—E os
homens não estão dispostos a se entregarem ?
—Batalhei
com uma porção deles para virem e não vieram porque há um bando lá que não
querem. São de muita opinião. Mas não agüentam mais. Quase tudo mete a cabeça
no chão de necessidade. Quase tudo está seco de sede...
—E não
podes trazê-los ?
—Posso
não. Eles estavam em tempo de me atirar quando saí...
—Já viu
quanta gente aí está, toda bem armada e bem disposta?
—Eu
fiquei espantado!
A
resposta foi sincera, ou admiravelmente calculada. O rosto do altareiro
desmanchou-se numa expressão incisiva e rápida, de espanto.
—Pois
bem. A sua gente não pode resistir, nem fugir. Volte para lá e diga aos homens
que se entreguem. Não morrerão. Garanto-lhes a vida. Serão entregues ao governo
da República. E diga-lhes que o governo da República é bom para todos os
brasileiros. Que se entreguem. Mas sem condições; não aceito a mais pequena condição...
O
Beatinho, porém, recusava-se, obstinado, à missão. Temia os próprios companheiros.
Apresentava as melhores razões para não ir.
Nessa
ocasião interveio o outro prisioneiro, que até então permanecera mudo.
Viu-se,
pela primeira vez, um jagunço bem nutrido e destacando-se do tipo uniforme dos
sertanejos. Chamava-se Bernabé José de Carvalho e era um chefe de segunda
linha.
Tinha o
tipo flamengo, lembrando talvez, o que não é exagerada conjetura, a ascendência
de holandeses que tão largos anos por aqueles territórios do Norte trataram com
o indígena.
Brilhavam-lhe,
varonis, os olhos azuis e grandes; o cabelo alourado revestia-lhe, basto, a
cabeça chata e enérgica.
Apresentou
logo como credencial o mostrar-se duma linhagem superior. Não era um matuto
largado. Era casado com uma sobrinha do capitão Pedro Celeste, de
Bom
Conselho...
Depois
contraveio, num desgarre desabusado, insistindo com o Beatinho recalcitrante:
—Vamos!
Homem! Vamos embora... Eu falo uma fala com eles... deixe tudo comigo. Vamos!
E
foram.
Prisioneiros
O
efeito da comissão, porém, foi de todo em todo inesperado. O Beatinho voltou,
passada uma hora, seguido de umas trezentas mulheres e crianças e meia dúzia de
velhos imprestáveis. Parecia que os jagunços realizavam com maestria sem par o
seu último ardil. Com efeito, viam-se libertos daquela multidão inútil, concorrente
aos escassos recursos que acaso possuíam, e podiam, agora, mais folgadamente
delongar o combate.
O
Beatinho dera —quem sabe?— um golpe de mestre. Consumado diplomata, do mesmo
passo poupara às chamas e às balas tantos entes miserandos e aliviara o resto
dos companheiros daqueles trambolhos prejudiciais.
A
crítica dos acontecimentos indica que aquilo foi, talvez, uma cilada.
Nem a
exclui a circunstância de ter voltado o asceta ardiloso que a engenhara. Era
uma condição favorável, adrede e astuciosamente aventurada como prova
iniludível da boa fé com que agira. Mas, mesmo que assim não considerassem,
alentava-o uma aspiração de todo admissível: fazer o último sacrifício em prol
da crença comum: devotar-se, volvendo ao acampamento à sagração do martírio,
que desejava, porventura, ardentemente, com o misticismo doentio de um
iluminado. Não há interpretar de outra maneira o fato, esclarecido, ademais,
pelo proceder do outro parlamentar que não voltara, permanecendo entre os
lutadores, instruindo-os sem dúvida da disposição das forças sitiantes.
A
entrada dos prisioneiros foi comovedora. Vinha solene, na frente o Beatinho,
teso o torso desfibrado, olhos presos no chão, o com o passo cadente e tardo
exercitado desde muito nas lentas procissões que compartira. O longo cajado oscilava-lhe
à mão direita, isocronamente, feito enorme batuta, compassando a marcha
verdadeiramente fúnebre. A um de fundo, a fila extensa, tracejando ondulada
curva pelo pendor da colina, seguia na direção do acampamento, passando ao lado
do quartel da primeira coluna e acumulando-se, cem metros adiante, em
repugnante congérie de corpos repulsivos em andrajos.
Os
combatentes contemplavam-nos entristecidos. Surpreendiam-se; comoviam-se. O
arraial, in extremis, punha-lhes adiante, naquele armistício transitório,
uma legião desarmada, mutilada, faminta e claudicante, num assalto mais duro
que o das trincheiras em
fogo. Custava-lhes admitir que toda aquela gente inútil e
frágil saísse tão numerosa ainda dos casebres bombardeados durante três meses.
Contemplando-lhes
os rostos baços, os arcabouços esmirrados e sujos, cujos mulambos em tiras não
encobriam lanhos, escaras e escalavros — a vitória tão longamente apetecida
decaía de súbito. Repugnava aquele triunfo. Envergonhava.
Era,
com efeito, contraproducente compensação a tão luxuosos gastos de combates, de
reveses e de milhares de vidas, o apresamento daquela caqueirada humana —do
mesmo passo angulhenta e sinistra, entre trágica e imunda, passando-lhes pelos olhos,
num longo enxurro de carcaças e molambos...
Nem um
rosto viril, nem um braço capaz de suspender uma arma, nem um peito
resfolegante de campeador domado: mulheres, sem número de mulheres, velhas
espectrais, moças envelhecidas, velhas e moças indistintas na mesma fealdade,
escaveiradas e sujas, filhos escanchados nos quadris desnalgados, filhos encarapitados
às costas, filhos suspensos aos peitos murchos, filhos afastados pelos braços,
passando; crianças, sem número de crianças; velhos, sem número de velhos; raros
homens, enfermos opilados, faces túmídas e mortas, de cera, bustos dobrados,
andar cambaleante.
Pormenorizava-se.
Um velho absolutamente alquebrado, soerguindo por alguns companheiros,
perturbava o cortejo. Vinha contrafeito. Forçava por se livrar e volver atrás
os passos. Voltava-se, braços trêmulos e agitados, para o arraial onde deixara
certo os filhos robustos, na última refrega. E chorava. Era o único que chorava.
Os demais prosseguiam impassíveis. Rígidos anciãos, aquele desfecho cruento, culminando-lhes
a velhice, era um episódio somenos entre os transes da vida nos sertões. Alguns
respeitosamente se desbarretavam ao passarem pelos grupos de curiosos.
Destacou-se, por momentos, um. Octogenário, não se lhe dobrava o tronco.
Marchava devagar e de quando em quando parava. Considerava por instantes a
igreja e reatava a marcha; para estacar outra vez, dados alguns passos,
voltar-se lançando novo olhar ao templo em ruínas e prosseguir, intermitentemente,
à medida que se escoavam pelos seus dedos as contas de um rosário. Rezava. Era
um crente. Aguardava talvez ainda o grande milagre prometido...
Alguns
enfermos graves vinham carregados. Caídos logo aos primeiros passos, passavam,
suspensos pelas pernas e pelos braços, entre quatro praças.
Não
gemiam, não estortegavam; lá se iam imóveis e mudos, olhos muito abertos e muito
fixos, feito mortos. Aos lados, desorientadamente, procurando os pais que ali estavam
entre os bandos ou lá embaixo mortos, adolescentes franzinos, chorando, clamando,
correndo. Os menores vinham às costas dos soldados agarrados às grenhas
despenteadas há três meses daqueles valentes que havia meia hora ainda jogavam
a vida nas trincheiras e ali estavam, agora, resolvendo desastradamente, canhestras
amas-secas, o problema difícil de carregar uma criança. Uma megera assustadora,
bruxa rebarbativa e magra — a velha mais hedionda talvez destes sertões — a
única que alevantava a cabeça espalhando sobre os espectadores, como faúlhas,
olhares ameaçadores; e nervosa e agitante, ágil apesar da idade, tendo sobre as
espáduas de todo despidas, emaranhados, os cabelos brancos e cheios de terra —
rompia, em andar sacudido, pelos grupos miserandos, atraindo a atenção geral.
Tinha nos braços finos uma menina, neta, bisneta, tataraneta talvez.
E essa
criança horrorizava. A sua face esquerda fora arrancada, havia tempos, por um
estilhaço de granada; de sorte que os ossos dos maxilares se destacavam alvíssimos,
entre os bordos vermelhos da ferida já cicatrizada... A face direita sorria.
E era
apavorante aquele riso incompleto e dolorosíssimo aformoseando uma face e extinguindo-se
repentinamente na outra, no vácuo de um gilvaz.
Aquela
velha carregava a criação mais monstruosa da campanha. Lá se foi com o seu andar
agitante, de atáxica, seguindo a extensa fila de infelizes...
Esta
parara adiante, a um lado das tendas do esquadrão de cavalaria, represando
entre as quatro linhas de um quadrado. Via-se, então, pela primeira vez, em
globo, a população de Canudos; e, à parte as variantes impressas pelo sofrer diversamente
suportado, sobressaía um traço de uniformidade rara nas linhas fisionômicas
mais características. Raro um branco ou negro puro. Um ar de família em todos
delatando, iniludível, a fusão perfeita de três raças.
Predominava
o pardo lídimo, misto de cafre, português e tapuia — faces bronzeadas, cabelos
corredios e duros ou anelados, troncos deselegantes; e aqui, e ali, um perfil
corretíssimo recordando o elemento superior da mestiçagem. Em roda, vitoriosos,
díspares e desunidos, o branco, o negro, o cafuz e o mulato proteiformes com
todas as gradações da cor... Um contraste: a raça forte e íntegra abatida
dentro de um quadrado de mestiços indefinidos e pusilânimes. Quebrara-a de todo
a luta.
Humilhava-se.
Do ajuntamento miserando partiam pedidos flébeis e amurientos, de esmola...
Devoravam-na a fome e a sede de muitos dias.”
O
comandante geral concedera naquele mesmo dia aos últimos rebeldes um armistício
de poucas horas. Mas este só teve o efeito contraproducente de retirar do trecho
combatido aqueles prisioneiros inúteis.
Ao cair
da tarde estavam desafogados os jagunços.
Deixaram
que se esgotasse a trégua. E quando lhes anunciou o termo uma intimativa severa
de dois tiros de pólvora seca seguidos logo de outro, de bala rasa, estenderam
sobre os sitiantes uma descarga divergente e firme.
A noite
de 2 entrou, ruidosamente, sulcada de tiroteios vivos.
(...)
Canudos não se rendeu
Fechemos
este livro.
Canudos
não se rendeu. Exemplo único em toda a história, resistiu até ao esgotamento
completo. Expugnado palmo a palmo, na precisão integral do termo, caiu no dia
5, ao entardecer, quando caíram os seus últimos defensores, que todos morreram.
Eram quatro apenas: um velho, dois homens feitos e uma criança, na frente dos
quais rugiam raivosamente 5 mil soldados.
Forremo-nos
à tarefa de descrever os seus últimos momentos. Nem poderíamos fazê-lo. Esta
página, imaginamo-la sempre profundamente emocionante e trágica; mas cerramo-la
vacilante e sem brilhos.
Vimos
como quem vinga uma montanha altíssima. No alto, a par de uma perspectiva
maior, a vertigem...
Ademais,
não desafiaria a incredulidade do futuro a narrativa de pormenores em que se
amostrassem mulheres precipitando-se nas fogueiras dos próprios lares, abraçadas
aos filhos pequeninos...
E de
que modo comentaríamos, com a só fragilidade da palavra humana, o fato singular
de não aparecerem mais, desde a manhã de 3, os prisioneiros válidos colhidos na
véspera, e entre eles aquele Antônio Beatinho, que se nos entregara, confiante
— e a quem devemos preciosos esclarecimentos sobre esta fase obscura da nossa
História?
Caiu o
arraial a 5. No dia 6 acabaram de o destruir desmanchando-lhe as casas, 5.200,
cuidadosamente contadas.
O cadáver do Conselheiro
Antes,
no amanhecer daquele dia, comissão adrede escolhida descobrira o cadáver de
Antônio Conselheiro.
Jazia
num dos casebres anexos à latada, e foi encontrado graças à indicação de um
prisioneiro. Removida breve camada de terra, apareceu no triste sudário de um
lençol imundo, em que mãos piedosas haviam desparzido algumas flores murchas, e
repousando sobre uma esteira velha, de tábua, o corpo do “famigerado e bárbaro”
agitador. Estava hediondo. Envolto no velho hábito azul de brim americano, mãos
cruzadas ao peito, rosto tumefato, e esquálido, olhos fundos cheios de terra — mal
o reconheceram os que mais de perto o haviam tratado durante a vida.
Desenterraram-no
cuidadosamente. Dádiva preciosa — único prêmio, únicos despojos opimos de tal
guerra ! — , faziam-se mister os máximos resguardos para que se não
desarticulasse ou deformasse, reduzindo-se a uma massa angulhenta de tecidos
decompostos.
Fotografaram-no
depois. E lavrou-se uma ata rigorosa firmando a sua identidade: importava que o
país se convencesse bem de que estava, afinal, extinto aquele terribilíssimo
antagonista.
Restituíram-no
à cova. Pensaram, porém, depois, em guardar a sua cabeça tantas vezes maldita —
e, como fora malbaratar o tempo exumando-o de novo, uma faca jeitosamente
brandida, naquela mesma atitude, cortou-lha; e a face horrenda, empastada de
escaras e de sânie, apareceu ainda uma vez ante aqueles triunfadores...
Trouxeram
depois para o litoral, onde deliravam multidões em festa, aquele crânio. Que a
ciência dissesse a última palavra. Ali estavam, no relevo de circunvoluções
expressivas, as linhas essenciais do crime e da loucura...
2. Fragmentos de La
guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa
El Consejero está otra vez mudo, como si nunca hubiera hablado. El
Padre Joaquim, en una esquina de la cabecera, mueve los labios, rezando en
silencio. Los ojos de todos brillan. Nadie se ha movido, pese a que todos
intuyen que el santo ha dicho lo que tenía que decir. La hora nona. El Beatito
sospechó que se avecinaba desde la muerte del carnerito blanco por una bala
perdida, cuando, tenido por Alejandrinha Correa, acompañaba al Consejero de
vuelta al Santuario, después de los consejos. Ésa fue una de las últimas veces
que el Consejero salió del Santuario. «Ya no se le oía la voz, ya estaba en el
huerto de los olivos.» Haciendo un esfuerzo sobrehumano, todavía abandonaba el
Santuario cada tarde para trepar los andamios, rezar y dar consejos. Pero su
voz era un susurro apenas comprensible para los que estaban a su lado. El
propio Beatito, que permanecía dentro de la pared viva de la Guardia Católica,
sólo escuchaba palabras sueltas. Cuando la Madre María Quadrado
le preguntó si quería que enterraran en el Santuario a ese animalito
santificado por sus caricias, el Consejero dijo que no y dispuso que sirviera
de alimento a la
Guardia Católica.
En ese momento la mano derecha del Consejero se mueve, buscando algo;
sus dedos nudosos suben, caen sobre el colchón de paja, se encogen y estiran.
¿Qué busca, qué quiere? El Beatito ve en los ojos de María Quadrado, de Joáo Grande,
de Pajeú, de las beatas, su misma ansiedad.
—León, ¿estás ahí?
Siente una puñalada en el pecho. Hubiera dado cualquier cosa porque el
Consejero pronunciara su nombre, porque su mano lo buscara a él. El León de
Natuba se empina y avanza la gran cabeza greñuda hacia esa mano, para besarla.
Pero la mano no le da tiempo, pues apenas siente la proximidad de esa cara,
trepa por ella con rapidez y hunde los dedos en las greñas tupidas. Al Beatito
las lágrimas le nublan lo que ocurre. Pero no necesita verlo, sabe que el
Consejero está rascando, espulgando, acariciando con sus últimas tuerzas, como
lo ha visto hacer a lo largo de los años, la cabeza del León de Natuba.
La furia del estruendo que remece el Santuario, lo obliga a cerrar los
ojos, a encogerse, a alzar las manos ante lo que parece una avalancha de
piedras. Ciego, oye el ruido, los gritos, las carreras, se pregunta si ha
muerto y si es su alma la que tiembla. Por fin, oye a Joáo Abade: «Cayó el
campanario de San Antonio». Abre los ojos. El Santuario se ha llenado de polvo
y todos han cambiado de lugar. Se abre camino hacia al camastro, sabiendo lo
que le espera. Divisa entre la polvareda la mano quieta sobre la cabeza del
León de Natuba, arrodillado en la misma postura. Y ve al Padre Joaquim, con la
oreja pegada al pecho flaco. Luego de un momento, el párroco se incorpora,
desencajado:
—Ha rendido su alma a Dios —balbucea y la frase es para los presentes
más estruendosa que el estrépito de afuera.
(...)
Cuando el periodista miope partió por fin, el Barón de Cañabrava, que
lo había guiado hasta la calle, descubrió que era noche avanzada. Tras cerrar,
quedó apoyado de espaldas en el pesado portalón, con los ojos cerrados,
tratando de alejar ese hervidero de confusas y violentas imágenes. Un criado acudió,
presuroso, con una lamparilla: ¿quería que le calentaran la cena? Dijo que no,
y, antes de mandarlo a acostarse, le preguntó si Estela había cenado. Sí, hacía
rato, y se había retirado luego a descansar.
En vez de subir al dormitorio, el Barón volvió como sonámbulo, oyendo
resonar sus pasos, al despacho. Olió, vio, en el aire espeso de la habitación,
flotando como pelusas, las palabras de esa larga conversación que, le parecía
ahora, había sido, más que un diálogo, un par de monólogos intocables. No
volvería a ver al periodista miope, no volvería a hablar con él. No permitiría
que volviera a resucitar esa monstruosa historia en la que habían naufragado
sus bienes, su poder político, su mujer. «Sólo ella importa», murmuró. Sí, a
todas las otras pérdidas hubiera podido resignarse. Para lo que le quedaba por
vivir —¿diez, quince años? — tenía como
mantener el régimen de vida a que estaba acostumbrado. No importaba que éste
acabara con él: ¿acaso había herederos por cuya suerte inquietarse? Y en cuanto
al poder político, en el fondo se alegraba de haberse sacado ese peso de
encima. La política había sido una carga que se impuso por carencia de los
demás, por la excesiva estupidez, negligencia o corrupción de los otros, no
por vocación íntima: siempre le había fastidiado, aburrido, hecho el efecto de
un quehacer insulso y deprimente, pues revelaba mejor que ningún otro las
miserias humanas. Además, tenía un rencor secreto contra la política, quehacer
absorbente al que había sacrificado esa disposición científica que había
sentido desde niño, cuando coleccionaba mariposas y hacía herbarios. La
tragedia a la que nunca se conformaría era Estela. Había sido Canudos, esa
historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos
encontrados, el culpable de lo ocurrido con Estela. Había cortado con el mundo
y no restablecería las amarras. Nada ni nadie le recordaría ese episodio.
«Haré que le den trabajo en el periódico —pensó—. Corrector de pruebas, cronista
judicial, algo mediocre como corresponde a lo que es. Pero no lo recibiré ni
escucharé más. Y si escribe ese libro sobre Canudos, que por supuesto no
escribirá, tampoco lo leeré.»
3. Fragmentos de Gran
sertón: veredas, de Joao Guimaraes Rosa
¿Para qué referirlo
todo en el narrar, por menos y menor? Aquel encuentro nuestro se produjo sin lo
razonable común, sobrefalseado, como de lo que sólo en periódico y en libro es
donde se lee. Hasta lo que estoy contando, después fue cuando pude reunirlo
recordado y verdaderamente entendido; porque, mientras una cosa así se ata, lo
que uno siente más es lo que el cuerpo propiamente es: corazón latiendo fuerte.
De lo que el que: lo real rueda y se pone delante. “Ésas son las horas de uno.
Las otras, de todo el tiempo, son las horas de todos”, me explicó mi compadre
Quelemén. Como si fuese como estando lo trivial del vivir hecho un agua, dentro
de ella se esté, y que todo lo junta y amortigua: sólo raras veces se consigue
salir con la cabeza fuera de ella, como un milagro: pidió el pececito. ¿Por qué?
Diz que le diré a usted lo que no es tan sabido: siempre que se comienza a
tener amor a alguien, en el runrún, el amor agarra y crece porque, de cierta
manera, uno quiere que eso sea, y va, en la idea queriendo y ayudando; pero,
cuando es destino dado, mayor que lo menudo, uno ama enterizo fatal,
necesitando querer, y es un sólo darse de cara con las sorpresas. Amor de éste,
crece primero; cuando brota es después. Mucho hablo, lo sé; machaqueo. Mas sin
embargo es preciso. Pues entonces. Entonces, respóndame usted: ¿el amor puede
venir del demonio? ¡¿Podrá?! ¿Puede venir de uno-que-no-existe? Pero convenga
usted callado. Pido no obtener respuesta; que, si no, mi confusión aumenta.
Sabe, una vez: en el Tamandua-tán, en el barullo de la guerra, venciendo yo,
entonces me estremecí en un golpe claro de miedo; miedo sólo de mí, que yo más
no me reconocía. Yo era alto, mayor que yo mismo; y de mí mismo riéndome,
carcajadas daba. Que yo, de repente me pregunté, para no responderme: “¿Eres tú
el rey-de-los-hombres...?” Hablé y reí. Relinché, como un caballo cimarrón.
Disparé. Soplaba el viento en todos los árboles. Pero mis ojos veían sólo el
temblor del polvo. ¡Y más ya no digo; mus! Ni usted, ni yo, nadie no sabe.
(...)
Mi compadre Quelemén,
muchos años después, me enseñó que uno alcanza a realizar todo deseo si tiene
ánimo para cumplir, siete días seguidos, la energía y paciencia fuerte de sólo
hacer lo que le produce disgusto, asco, comezón y cansancio, y de rechazar toda
clase de placer. Dice él, yo lo creo. Pero me enseñó que, mayor y mejor
todavía, es, al final, rechazarse hasta aquel deseo principal que sirvió para
animarle a uno en la penitencia de gloria. Y dar todo a Dios, que de repente
viene, con nuevas cosas más altas, y paga y repaga, sus réditos no obedecen a
medida ninguna. Esto es de mi compadre Quelemén. ¿Especie de rezo?
Bien, rezar, aquella noche, no lo conseguía. En eso no pensé. Hasta para acordarse uno de Dios, hay que tener alguna costumbre. Pero fue aquel grano de idea el que me aguijoneó, me lo argumentó todo. Ideíta. Sólo un comienzo. Poquito a poco es como uno abre los ojos; me pareció, de por mí.
Bien, rezar, aquella noche, no lo conseguía. En eso no pensé. Hasta para acordarse uno de Dios, hay que tener alguna costumbre. Pero fue aquel grano de idea el que me aguijoneó, me lo argumentó todo. Ideíta. Sólo un comienzo. Poquito a poco es como uno abre los ojos; me pareció, de por mí.
(...)
Ah, aquel día me
colmó, abrevié el poder de otros vientos. Cabeza alta, digo. Esta vida está
llena de ocultos caminos. Si usted supiese, sabe; no sabiendo no me entenderá.
A lo que, por otra, todavía un ejemplo le doy. Lo que hay, que se dice y se
hace: que cualquiera se vuelve bravo valeroso si puede comer crudo el corazón
de una onza pintada. Sí, pero, la onza, la persona misma es quien tiene que
matarla; ¡pero matar con mano corta, a punta de cuchillo! Pues entonces, por
ahí se ve, yo ya he visto: un sujeto medroso, que tiene mucho miedo natural a
la onza, pero que tanto quiere transformarse en yagunzo, valentón; y ese hombre
afila su cuchillo, y va al cubil, capaz de matar la onza, con mucha enemistad;
¡se come el corazón, se llena de valores terribles! ¿No es usted buen
entendedor? Cuento. De no fumar, me venían unos crujidos repentes, como si
tuviese ira de todo el mundo. Aguanté. Soberbiamente salí caminando, con firmes
pasos: bis, tris; iba y volvía. Me dieron ganas de beber el de la botella.
Gruñí que no. Anduve más. Si no tenía sueño ninguno, contradije fatiga.
Reproduje, de mí, otro aliento. Dios gobierna grandeza. ¿Miedo más? ¡Ningún
alguno! Que viniese ahora una pandilla de zebelos o una tropa de cachimbos, y
me encontraban. Me encontraban, ah, bastantemente. Yo aceptaba cualcual riña de
guerra, y me iba encima, enorme sangre, hierro por hierro. Hasta quería que
viniesen, de una vez, por lo definitivo.
(...)
Yo no podía cerrarle
mi corazón tan de prisa. Sabía de aquello. Lo sentí. Y él incubaba un error:
pensó que yo estaba mohíno, y no lo estaba. Lo que era sesudez de mi fuego de
persona, él lo tomó por mala molicie. ¿Quería traerme consuelo? “Riobaldo,
amigo...”, me dijo. Yo estaba respirando muy fuerte, con poca paciencia para lo
trivial; por lo tanto respondí alguna palabra sólo. A él en hora común, con
mucho menos de aquello le irritaba la gente. En la vez, no se ofendió. “Riobaldo,
no había calculado que eras geniero...”, bromeó todavía. Di la ninguna
respuesta. Un momento callados quedamos, se oía el ran-rán de los animales que
pastaban a lo bruto en la hierba alta. El Reinaldo se llegó cerca de mí. Cuanto
más le había mostrado mi dureza, más amistoso parecía él; maliciando, eso
pensé. Me parece que le miré con qué ojos. Eso, no lo veía él, no lo notaba.
Ah, él me quería bien, se lo digo a usted.
Pero, gracias-a-dios, lo que él habló fue con la sucinta voz:
—Riobaldo, pues hay un particular que tengo que contarte y que esconder más no puedo... Escucha: yo no me llamo Reinaldo de verdad. Éste es nombre apelativo, inventado por necesidad mía, es preciso que no me preguntes por qué. Tengo mis hados. La vida de uno da siete vueltas, se dice. La vida no es de uno...”
Él hablaba aquello sin arrogancia y sin entonaciones, más antes con prisa, quién sabe si con un pedazo de pesar y vergonzosa suspensión.
—Tú eras niño, yo era niño... Atravesamos el río en la canoa... Nos topamos en aquel puerto. Desde aquel día somos amigos.
Que era, confirmé. Y oí:
—Pues entonces: mi nombre verdadero es Diadorín... Guarda este secreto mío. Siempre cuando estemos solos, es de Diadorín como debes tratarme, digo y pido, Riobaldo...
Así oí, era tan singular. Mucho quedé repitiendo en mi mente las palabras, por mor de acostumbrarme a aquello. Y el me dio la mano. De aquella mano yo recibía certezas. De los ojos. Los ojos que él ponía en mí, tan externos, casi tristes de grandeza. Dio el alma en la cara. Adiviné lo que nosotros dos queríamos; luego dije “Diadorín... ¡Diadorín!”, con una fuerza de afecto. Él sonrió serio. Y me gustaba, me gustaba, me gustaba. Entonces tuve el fervor de que él necesitaba mi protección, toda la vida: terciando yo, garantizando, castigando por él. A lo más, los ojos me perturbaban; pero siendo que no me enflaquecían. Diadorín. Ponerse el sol, salimos y partimos de allí, hacia la Cañabrava y el Barra. Aquel día fue mío, me pertenecía. Íbamos por una llanura de vegas; la luna allá venía. Poda de luna. Vecindad del sertón: ese Alto-Norte bravo comenzaba. El sertón es esto, usted lo sabe: todo inseguro, todo seguro. Día de luna. La luz de luna que pone la noche hinchada.
Pero, gracias-a-dios, lo que él habló fue con la sucinta voz:
—Riobaldo, pues hay un particular que tengo que contarte y que esconder más no puedo... Escucha: yo no me llamo Reinaldo de verdad. Éste es nombre apelativo, inventado por necesidad mía, es preciso que no me preguntes por qué. Tengo mis hados. La vida de uno da siete vueltas, se dice. La vida no es de uno...”
Él hablaba aquello sin arrogancia y sin entonaciones, más antes con prisa, quién sabe si con un pedazo de pesar y vergonzosa suspensión.
—Tú eras niño, yo era niño... Atravesamos el río en la canoa... Nos topamos en aquel puerto. Desde aquel día somos amigos.
Que era, confirmé. Y oí:
—Pues entonces: mi nombre verdadero es Diadorín... Guarda este secreto mío. Siempre cuando estemos solos, es de Diadorín como debes tratarme, digo y pido, Riobaldo...
Así oí, era tan singular. Mucho quedé repitiendo en mi mente las palabras, por mor de acostumbrarme a aquello. Y el me dio la mano. De aquella mano yo recibía certezas. De los ojos. Los ojos que él ponía en mí, tan externos, casi tristes de grandeza. Dio el alma en la cara. Adiviné lo que nosotros dos queríamos; luego dije “Diadorín... ¡Diadorín!”, con una fuerza de afecto. Él sonrió serio. Y me gustaba, me gustaba, me gustaba. Entonces tuve el fervor de que él necesitaba mi protección, toda la vida: terciando yo, garantizando, castigando por él. A lo más, los ojos me perturbaban; pero siendo que no me enflaquecían. Diadorín. Ponerse el sol, salimos y partimos de allí, hacia la Cañabrava y el Barra. Aquel día fue mío, me pertenecía. Íbamos por una llanura de vegas; la luna allá venía. Poda de luna. Vecindad del sertón: ese Alto-Norte bravo comenzaba. El sertón es esto, usted lo sabe: todo inseguro, todo seguro. Día de luna. La luz de luna que pone la noche hinchada.
(...)
Reinaldo, Diadorín,
diciéndome que éste era real su nombre: fue como si dijese noticia de lo que en
tierras lueñes sucedía. Era un nombre, a ver el qué. ¿Qué es lo que es un
nombre? El nombre no da: el nombre recibe. De la razón de aquel encubierto no
resumí curiosidades. Caso de algún crimen arrepentido, fuese, fuga de alguna
otra parte; o devoción a un santo fuerte. Pero habiendo el querer él que yo
sólo supiese y que sólo yo ese nombre pronunciase. Entendí aquel valor. Nuestra
amistad no la quería él acontecida simple, en lo común, sin rastro. Su amistad,
él me la daba. Y amistad dada es amor. Yo venía pensando, cómo toda alegría, en
lo mismo del momento, abre añoranza. Hasta aquella: alegría sin licencia,
nacida detenida. El pajarillo se cae de volar, pero bate sus alitas en el
suelo.
Hoy en día, verso esto: enmiendo y comparo. ¿Todo amor no es una especie de comparación? Y de qué manera despunta el amor
Hoy en día, verso esto: enmiendo y comparo. ¿Todo amor no es una especie de comparación? Y de qué manera despunta el amor
(...)
Diadorín, dirá usted:
¿entonces no noté yo viciación en su modo de hablarme, mirarme, quererme bien?
No, que no: fío y digo. Ha de lo, otras cosas... ¿Duda usted? ¡Esas futesas!,
usted es una persona feliz, voy a reírme... Era que yo le gustaba a él con el
alma; ¿me entiende? El Reinaldo. Diadorín, digo. Eh, él sabía ser hombre
terrible. ¡Rediez! ¿Ha visto usted una onza: boca de lado y lado, radiable, por
los hijos? ¿Ha visto riña de toro en el alto campo, braveando; serpiente
yararacusú acrecentando siete botes estallados; bando loco de jabalíes pasando,
produciendo fiebre en el bosque? ¡Y no vio usted guerrear al Reinaldo!... Esas
cosas se creen. El demonio en la calle, en medio del remolino... ¡Hablo!
¡¿Quién es quien me impide hablar, cuantas veces quiero?!
(...)
No soy asesino. Me
inventaron aquel falso, usted sabe cómo es esa gente. Ahora, con una cosa estoy
de acuerdo: si ellos no hubiesen muerto al comienzo, iban a pasar todo el resto
del tiempo acechándome, y a Diadorín, para aprontar con nosotros, en la
ocasión, alguna traición o maldad. En las historias, en los libros, ¿no es de
esa manera? A ver, en sorpresas constantes, y peripecias, para contarse, es posible
que quedase mucho y más gracioso. Pero, qué, cuándo es uno quien está viviendo,
en lo acostumbrado real, esos floreados no sirven: lo mejor de verdad,
completo, es terminar luego con el enemigo traicionero, bien apuntado, antes
que alguna tramoya concluya. También, sé lo que digo: en todas partes por donde
anduve, e incluso siendo de orden y paz, conforme soy, siempre hubo muchas
personas que tenían miedo de mí. Les parecía que yo era extraño.
(...)
El sitio sertón se
extiende: es donde los pastos no tienen puertas, es donde uno puede tragarse
diez, quince leguas, sin topar con casa de morador; es donde el criminal vive
su cristo-jesús apartado del palo de la autoridad.
(Traducción: Ángel Crespo)
(Publicado por la Facultad de Filosofía y Letras
como Ficha de Cátedra, 2008.)
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