viernes, 21 de octubre de 2011

Para acabar con el cine bizarro


 De un tiempo a esta parte, cunde el cine que algunos llaman “bizarro”. El simpático libro publicado el año pasado por Diego Curubeto, los ciclos y micros de Axel Kuschevatsky por televisión, el auge de las librerías especializadas son son sólo la culminación de un proceso más subterráneo pero constante. ¿A qué se refieren con “bizarro”? La palabra misma no dice demasiado, empezando con que es un galicismo. En castellano, “bizarro” quiere decir gallardo, valiente, etc. En francés (e inglés), bizarre sí quiere significar lo que sus cultores locales quieren significar: raro, extravagante, insólito.
Pero nada es tan sencillo como parece. El libro de Curubeto mencionado, por ejemplo, mezcla cosas tan disímiles como la ciencia ficción y el policial negro, cine clase B y cine independiente, Ed Wood y la Coca Sarli, los templarios de no sé dónde con 2001, odisea del espacio, los zombies con Cat People. No se trata solamente de las dificultades para definir o clasificar este género o, mejor, esta categoría que atraviesa otras categorías; después de todo, a quién le interesa mucho definir o clasificar. Quizás sea más interesante preguntarse de dónde sale todo esto y qué valor podría llegar a tener, más allá de la obvia (y a veces dudosa) actitud lúdica, juguetona, que implica.
En la década del sesenta las ciencias sociales dieron un vuelco fundamental hacia el estructuralismo, la semiología, el análisis de los medios de comunicación. La valoración estética dejó paso a otros puntos de vista y pasó a ser considerada (con mucha razón, por otra parte) deudora de una ideología burguesa en vísperas de una superación definitiva. De ahí la reivindicación de los géneros “menores”: el policial, el melodrama, el cómic; estéticas populares, por cierto, o al menos reflejo más o menos fiel de ciertas formas de la cultura o el gusto popular. La batalla era contra la “Alta Cultura”, las “Bellas Artes”, las “Letras”, el “Espíritu”, reductos de las aristocracias decadentes. La noción de “autor” fue otra que cayó en la picota, luego de décadas (siglos) de crítica biográfica o meramente historicista. El sujeto esencialmente dividido del psicoanálisis, el homo lacanianus, no puede ser autor de nada, ni siquiera de su propia desgracia.
Desde los nuevos enfoques, entonces, era “lo mismo” analizar a Balzac que a Pierre Loti o a Ian Fleming (Barthes, Eco lo hicieron). Era lo mismo porque las categorías pertinentes para el análisis (estructurales, ideológicas) pueden verse tanto en la Divina Comedia como en un aviso de pastas. El kitsch se transmutó en camp (según el conocido ejemplo, un enanito de jardín en un jardín de clase media baja es kitsch, pero en un loft de Nueva York es camp) e invadió todo el arte. El rótulo de pop se generalizó tanto que ya no implicaba algo definido (exactamente como esto de lo bizarro...).
Esta desjerarquización generalizada tenía un sentido claro, en principio: la destrucción de las jerarquías preestablecidas por los paradigmas dominantes. Pero a la larga produjo una especie de legitimación para nuevas valoraciones estéticas, que ya no se hacen cargo de las categorías ideológicas; lo cual es muy propio del posmodernismo, si esta palabra significa algo.
En cuanto al cine bizarro, o la estética bizarra en general, parece un resultado postrero de ese proceso, sucintamente descrito. Todo vale, especialmente si es raro, divertido, tan “malo” que se vuelve “bueno”. No se trata de una verdadera estética de la fealdad (Buñuel, Marco Ferreri), sino de una especie de reivindicación acrítica de la infancia: Titanes en el Ring y los chicles Bazooka; o de la adolescencia: las tetas de la Sarli en aquellos permisivos cines de barrio; y, por qué no, de los géneros “varoniles” (¿por qué el melodrama rosa no es bizarro?). Hay una oposición, pero no contra una “ideología dominante” (al menos, entendida políticamente), sino hacia el cine de arte reconocido: nunca queda claro si los bizarristas dan por descontado que Bergman y Fellini son grandes artistas de este siglo, o abominan de ellos. Es cierto que nunca hay que dar por descontado nada, que es bueno discutir todo. Ésa es la idea.
Estaría muy bien, por ejemplo, volver sobre aquella idea de autor, relativizada por la de “sujeto productor”, o algo similar; y reconsiderar que una obra de arte no tiene por qué ser el resultado de un Espíritu Superior, distinto del común de los mortales, etc. Ni producto de acciones absolutamente conscientes y voluntarias (volvemos al psicoanálisis). ¿Pero no será demasiado pensar para terminar idolatrando a Ed Wood y a Armando Bo?
También parece muy saludable oponerse, conscientemente, a las corrientes principales de la industria: cine de clase B contra superproducciones, por ejemplo. El cine de clase B, independiente o no, las “small movies” (que homenajea Godard al principio de su Prenom: Carmen) tienen un encanto innegable, y a veces otras virtudes, frente a los colosales fiascos que Hollywood desparrama cada día con mayor impunidad.
En resumen: ¿no habrá llegado el momento de revisar, desde un punto de vista más crítico, esta noción de lo “bizarro”, para ver si tiene algo de aprovechable? Tal vez las anteriores reflexiones puedan ser un comienzo, sobre todo si alguien está interesado en continuarlas.

(Escrito para la revista La Vereda de Enfrente, 1997.)

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