domingo, 30 de octubre de 2011

Representación y significación


(Una propuesta sobre la relación

entre literatura y cine)*




Sin dudas, el de la adaptación de obras literarias es uno de los temas más frecuentados de la teoría y la crítica cinematográfica. No es esperable, hoy por hoy, llegar fácilmente a puntos de acuerdo. Si no hay demasiado consenso sobre la especificidad de los discursos literario y cinematográfico, menos aún parece haberlo sobre alguna posible —o incluso deseable—homología entre ambos.
Lo que sigue no pretende ser más que una reflexión suscitada a su vez por un fragmento de Barthes, tan breve como rico en posibilidades de profundización. Se trata de un apartado de S/Z que lleva por título “Lo real, lo operable”, y que se refiere al siguiente párrafo balzaciano:
Addio, Addio!, decía con las inflexiones más bellas de su voz juvenil. Y agregó a la última sílaba unos gorgoritos admirablemente bien ejecutados, pero en voz baja, como para expresar en forma poética la efusión de su corazón.”
Vale la pena transcribir el fragmento entero.
“¿Qué ocurriría si realmente se ejecutase el addio de Marianina tal como el discurso lo describe? Sin duda algo incongruente, extravagante y nada musical. Más aún, ¿es posible realizar el acontecimiento referido? Esto lleva a dos proposiciones. La primera es que el discurso no tiene ninguna responsabilidad con lo real: en la novela más realista, el referente no tiene ‘realidad’: imagínese el desorden provocado por la más prudente de las narraciones si sus descripciones fuesen tomadas literalmente, convertidas en programas de operaciones y simplemente ejecutadas. En resumen (y ésta es la segunda proposición), lo que se llama ‘real’ (en la teoría del texto realista) no es más que un código de representación (de significación) y no un código de ejecución: lo real novelesco no es operable. Identificar —hacerlo sería bastante ‘realista’ después de todo— lo real y lo operable sería subvertir la novela al límite de su género (de ahí la fatal destrucción de las novelas cuando pasan de la escritura al cine, de un sistema de sentido a un orden de lo operable).”(1)
Por lo que se deduce de la apretada prosa barthesiana, la dificultad para homologar (un) discurso cinematográfico (visual, icónico) y (un) discurso literario (verbal, lingüístico) del cual aquél procediera, residiría en la noción de código de representación y significación. O, lisa y llanamente, de significación. Cada uno de dichos discursos tiene a su disposición su propio código de significación. No se podrían “exportar” los mecanismos de significación de uno al otro (o viceversa). Si la significación está compuesta por una serie de relaciones entre significantes y significados, al variar la naturaleza (visual/verbal) de los significantes, no se debe esperar que los significados permanezcan automáticamente inalterados.
El código verbal dispone de sus propios significantes y con ellos vehiculiza determinados significados; denotativos, en cuanto señalan a su referente inmediato, por ejemplo, “negro” es un color determinado; connotativos, en cuanto ese primer significado se despliega hacia un sistema de contenidos culturales también relativamente predeterminados pero mucho más difusos, donde “negro” llega a significar “sombrío”, “amenazante”, “feo”, “malo”, “negativo”, etc. Este fue tan sólo un ejemplo, tal vez no demasiado afortunado si queremos extenderlo al otro campo de análisis, ya que visualmente el color negro podría tener el mismo rango de significados. Pero no era ésta mi intención, en primer lugar porque —y esto hay que recalcarlo— tampoco los significados se dan aisladamente sino como parte de un sistema mayor que los define, es decir, en relación con los demás significados (un “sistema de sentido”).
Entonces sí, voy a tratar de ejemplificar esta cuestión con dos caracterizaciones de personajes trasladados de la literatura al cine. El primero es Sam Spade, el recio detective de El halcón maltés, de Dashiell Hammet. Veamos su detallada descripción (que es, por otra parte, el primer párrafo de la novela).
“La mandíbula de Samuel Spade era larga y huesuda, y su barbilla, una V que sobresalía bajo la V más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvaban hacia atrás para formar otra V más pequeña. Sus ojos de color amarillo grisáceo eran horizontales. El leit-motiv de la V aparecía nuevamente en sus espesas cejas, que al alzarse formaban dos pliegues gemelos por encima de su nariz aguileña, y su cabello castaño claro caía en un punto de su frente, desde las sienes altas y planas. Tenía el aspecto de un demonio rubio, un aspecto más bien agradable.”(2)
Imaginemos ahora las dificultades para “operar” o “ejecutar” (en términos de Barthes) en la “realidad” esta descripción. Las varias V que surcan el duro rostro de Spade, sus ojos “amarillo grisáceo”... De hecho, fue intentado por Iván Tubau, en un libro sobre cómo realizar historietas.(3) El dibujante intenta recrear lo más exactamente posible los rasgos descritos por Hammett.



 “¿Qué tal?”, pregunta, ante el decepcionante resultado, “Realmente, quizás en exceso desagradable.” Es decir, el efecto exactamente opuesto al buscado por el autor. Seguidamente, Tubau hace algunos cambios en su dibujo. 


“Hemos conservado los rasgos duros y antipáticos del personaje, pero haciéndolo algo más parecido a los protagonistas clásicos de historieta.” Claro, se mantienen los significados connotativos de los rasgos del personaje literario, subordinándolos al código de significación visual de un género otro.
Parecida solución es la aportada por quien personificó a Spade en la versión más famosa de la novela: Humphrey Bogart en el filme de John Huston (1941). Sin duda, pocos actores podrían aproximarse tanto a la reciedumbre irónica (con un fondo sentimental) del detective por antonomasia, un “demonio agradable”. 




Curiosamente, Humphrey Bogart representó también a otro célebre detective duro, Philip Marlowe (en The Big Sleep, de Howard Hawks, 1946). Su caracterización también parece ajustada. Sin embargo, es sabido que el creador de este personaje, Raymond Chandler, lo imaginaba más bien como Cary Grant, un actor quizás ubicable en las antípodas de Bogie (aunque el escritor también elogió la actuación de éste en el filme mencionado). “Si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de elegir un actor de cine que representara mejor la imagen que yo tengo de él, creo que tendría que haber sido Cary Grant.”(4) 




Aquí, además de una cuestión de casting, hay una evidente disociación entre lo que el autor imaginó para su personaje, y sus versiones predominantes entre el lector y el público cinematográfico. ¿Por qué no analizar a otros intérpretes de Marlowe? Robert Montgomery y Robert Mitchum (éste muy elogiado por la crítica) parecen pertenecer a la línea “dura‑Bogart”; James Garner y Elliot Gould, a la “blanda-Grant”. (Habría que ver cómo se integran estas caracterizaciones al resto de cada filme, como “sistema de sentido”; esto sería particularmente interesante de hacer en la extravagante versión de The Long Good-Bye hecha por Altman y protagonizada por Gould.)


































Ahora veamos un ejemplo nacional: Juan Moreira. En la novela de Eduardo Gutiérrez, abundan las descripciones del personaje (una razón, no la única, para esta reiteración es la publicación originaria en forma de folletín).
“No había en su semblante una sola línea innoble; su continente era marcial y esbelto, y hablaba con un acento profundo de ternura, bañando, por decirlo así, el semblante de su interlocutor con la intensa y suavísima mirada que brotaba de su pupila de terciopelo...” “Su hermosa cabeza estaba adornada de una tupida cabellera negra, cuyos magníficos rizos caían divididos sobre sus hombros; usaba la barba entera, barba magnífica y sedosa que descendía hasta el pecho, sombreando graciosamente una boca algo gruesa donde se hallaba eternamente dibujada una sonrisa de suprema amargura...” “... dejando caer la mirada de sus negros ojos sobre Sardetti...”(5)
Se machaca notoriamente sobre los ojos negros de Moreira, pero también sobre una mirada que, a pesar de encenderse frecuentemente con los fuegos de la ira, guarda siempre un fondo de esencial ternura e inocencia. (Contraste semántico que refleja la innovación ideológica ya presente en el Martín Fierro: el gaucho perseguido sin ninguna culpa.) Notar también la barba que le llegaba “hasta el pecho”. Todos recordamos la caracterización de Rodolfo Bebán en el extraordinario filme de Leonardo Favio (1973), donde el matón de comité se combina con o se transmuta en una especie de Che Guevara populista. Mi propuesta es que los ojos claros de Bebán reproducen más fielmente los significados connotativos del texto verbal. Una mirada literalmente “negra” ofrecería ciertas dificultades, por sus connotaciones visualmente negativas para el público “occidental”.(6)



Por último quisiera referirme —mucho más brevemente de lo que el tema exige— a la cuestión del erotismo en el cine. Ya Truffaut afirmaba, con agudeza: “Desgraciadamente no puedo citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que la de las palabras.”(7)
Y profundizando un grado más aún, podríamos preguntarnos: ¿cómo trasladar a Sade al cine? Respuesta, hasta ahora, imposible. Nunca, en todo caso, cediendo a la tentación de un realismo totalmente inadecuado. Recurro otra vez a Barthes:
“... en cada página de su obra, Sade nos da pruebas de ‘irrealismo’ concertado: lo que ocurre en una novela de Sade es fabuloso propiamente dicho, o sea imposible; o, para hablar con mayor exactitud, las imposibilidades del discurso, las constricciones son desplazadas (...). Por ejemplo: en una misma escena, Sade multiplica los éxtasis del libertino más allá de toda posibilidad (...). Por ser escritor, y no autor realista, Sade elige siempre el discurso contra el referente; se coloca siempre del lado de la semiosis, no de la mimesis; lo que él ‘representa’ es deformado incesantemente por el sentido, y es en el nivel del sentido, no del referente, que debemos leerlo.”(8)
¿Quién ha logrado, voluntariamente o no, trasladar al cine “el nivel del sentido” en Sade? Quizás Borowczyz (el de Goto, la isla del amor); más probablemente, Buñuel. Pasolini fue más audaz (en Saló, por supuesto): invirtiendo a Sade, trasladándolo a un contexto donde el “sadismo” retorna a una de sus esencias (lo inconcebible/irrepresentable del Mal), le es más fiel. Lo que, por lo que he tratado de pensar en este artículo, no es totalmente paradójico.




Notas
* Una versión ligeramente reducida de este artículo fue publicada en la revista La vereda de enfrente, núm. 9, Buenos Aires, julio de 1997.
(1) Barthes, Roland, S/Z, traducción de Nicolás Rosa, Madrid, Siglo XXI, 1980. Se trata de un análisis brillante y microscópico de una nouvelle de Balzac, “Sarrasine”. No podríamos explicar brevemente lo esencial de una obra que precisamente se propone una lectura plural e inagotable del texto analizado. En lo que a nosotros nos interesa, una de sus claves es el cuestionamiento a la noción canónica de “realismo”, estética a la cual Balzac es clásicamente asignado. Barthes, como veremos más adelante ya había tratado el tema en Sade, Loyola, Fourier, donde apunta la imposibilidad de “ejecutar” muchas de las configuraciones eróticas de la narrativa sadiana.
(2) Hammett, Dashiell, El halcón maltés, traducción de E. F. Lavalle, Buenos Aires, Fabril, 1960, p. 9.
(3) Tubau, Iván, Dibujando historietas, Barcelona, CEAC, 1969, pp. 38-41.
(4) Cf. Chandler, Raymond, Cartas y escritos inéditos, Buenos Aires, De la Flor, 1976, pp. 249, 262.
(5) Gutiérrez, Eduardo, Juan Moreira, Buenos Aires, CEAL, 1980, pp. 12, 24.
(6) Por esta razón, es fama que Amira Yoma, con ocasión de un célebre programa televisivo, se colocó lentes de contacto azules, para mitigar la fuerza arrolladora de su oscura mirada árabe. Todo esto según las recomendaciones de asesores de imágenes, basados en un marketing aparentemente primitivo pero a la postre eficaz, habida cuenta de los resultados aparentemente exitosos del asedio periodístico.
(7) Truffaut, François, Las películas de mi vida, Bilbao, Mensajero, 1976, p. 16.
(8) Barthes, Roland, Sade, Loyola, Fourier, trad. de Néstor Leal, Caracas, Monte Ávila, 1977, pp. 38 y ss. Más adelante: “Si a alguna compañía le dieran ganas de realizar literalmente una de las orgías descritas por Sade (...), la escena sadiana aparecería pronto fuera de toda realidad: complicación de combinaciones, contorsiones de las parejas, agotamiento de los gozadores y resistencia de las víctimas, todo excede la naturaleza humana (...). Así aparece el libertinaje: como un hecho de lenguaje.”



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