jueves, 3 de noviembre de 2011

Delirio y angustia en el cine: una mirada panorámica


 
Es bueno empezar recordando que el cine nació como documental. Los primeros filmes cortos de los hermanos Lumière reproducían situaciones más o menos cotidianas. El famoso tren que se lanzaba sobre aterrorizados espectadores, obreros que salían de una fábrica.

Por alguna extraña razón, el primitivo espectador de cine se sentía fascinado por la proyección en una pantalla plana (plateada, como se decía entonces), de escenas que podía ver, en cierto sentido mucho mejor, a su alrededor. Se pensaba que esas proyecciones, que ahora vemos como fantasmales, eran extraordinariamente fieles, “realistas”, pese al blanco y negro y al movimiento espasmódico.

Pero enseguida se descubrió, de la mano de un ilusionista, el gran Meliés, que el cine era también un vehículo privilegiado para la representación de la fantasía, de lo onírico, del absurdo, del delirio. Vale decir, de intensas manifestaciones de la subjetividad, de lo invisible.

Entre estos dos extremos, lo documental y lo fantástico, vino a instalarse el cine industrial norteamericano, que es heredero a la vez de dos grandes tradiciones del siglo XIX: el folletín de aventuras y la novela realista. Este tipo de ficción se hizo hegemónico muy rápidamente, a partir de su poder económico y su eficacia narrativa, dos cosas que suelen ir juntas. Hegemonía que persiste en la actualidad.

Pero en las primeras décadas del siglo surgieron dos corrientes estéticas, no exclusivamente cinematográficas, por supuesto, que propusieron otros caminos: el expresionismo y el surrealismo.

El expresionismo se desarrolló especialmente en Alemania, a partir de 1919, año en que se conoce la famosa película El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene. En esta película, como en otras de Friedrich Murnau y Fritz Lang, el audaz tratamiento plástico de las imágenes y los decorados extravagantes crean un clima onírico y delirante donde se pierden los límites entre realidad y fantasía. Curiosamente, en este filme en particular, y por razones de censura, al final todo es explicado mediante un recurso racionalista, muy habitual desde entonces: se trataba del delirio de un loco.

Precisamente, se trata de esto. La objetividad de las imágenes, su fuerza analógica actúan como apoyo para un anclaje realista del relato cinematográfico. Pero, a la vez, hacen difícil la distinción entre lo real y lo ficticio, entre lo que pasa “de verdad” (en la estructura narrativa que se nos ofrece) y lo que un personaje, por ejemplo, sueña o delira.

En las estéticas masivas, que generalmente se ven forzadas a ser muy claras, muy entendibles, los límites tienen que estar siempre bien establecidos. Por eso se usan recursos muy remanidos para indicar sin lugar a dudas que un personaje sueña o se imagina cosas. Antes o después, quedan claros los distintos niveles de la narración. Todo debe ser entendido, porque de lo contrario el público sufriría esa peculiar “neurosis de la falta de sentido” de la que hablaba Roland Barthes. Para ese tipo de angustia, basta la vida misma. Casi nadie quiere encontrársela, además, en el cine. Dicho de otra manera: un público angustiado no da ganancias.

El surrealismo, por su parte, profundizó sobre todo en el sueño, lo onírico, que siempre formó parte de sus presupuestos estéticos e ideológicos.

Artaud escribió mucho sobre y para cine. Varios filmes de René Clair y Jean Cocteau fueron decididamente surrealistas. Pero, por supuesto, el cineasta más brillante del período es Luis Buñuel, con sus dos primeros filmes, Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), ambos escritos con Salvador Dalí.

Aquí la anarquía es total, felizmente, y no es posible distinguir los famosos niveles. Realidad, sueño, fantasía, delirio, símbolo se entremezclan, justamente para desafiar el modo burgués de entender el mundo. Y, también, de vivir el mundo. En cierto sentido, la mezcla de esos niveles trata de destruir las distinciones tradicionales entre el interior y el exterior, el alma y el cuerpo, la vida privada y la vida pública, la moral privada y la moral pública. Y, al goce diferido, típico de esta moral burguesa, se le opone el goce inmediato, sin barreras temporales, espaciales o morales. De ahí que la representación de la fantasía y del delirio, en este caso gozoso, ocupe un lugar central.

Estamos hablando del cine mudo, y no es casualidad.

El advenimiento del sonido, a principios de la década del treinta, representa un nuevo “ataque” del realismo. El agregado del diálogo sincronizado precipita al cine hacia una vuelta de lo teatral. Que no es necesariamente malo, pero implicó un cierto retroceso de la imagen, y de sus potencialidades para representar también lo irreal.

Y además es un retroceso del universalismo de la imagen, que hasta entonces no tenía restricciones idiomáticas; todo esto parece confluir en el definitivo predominio hollywoodense. Con las características que antes vimos.

Por supuesto, hay excepciones. Entre ellas, Alfred Hitchcock, que en Cuéntame tu vida incluye una extraordinaria escena onírica diseñada por Salvador Dalí. O el ominoso Macbeth de Orson Welles, con reminiscencias del expresionismo.

Hubo que esperar hasta que en la década del cincuenta apareciera un nuevo sistema de estrellas, no el star-system de Hollywood, sino el director-system europeo.

Aparecen entonces directores como Antonioni, Bergman, Fellini. Vamos a hablar de ellos brevemente.

Antonioni, como todos los cineastas italianos de su generación, empieza en el neorrealismo o sus derivados más complejos. Pero pronto se aparta hacia un cine más intimista, que retrata la descomposición existencial de las clases altas italianas y europeas en general. Ya en la década del sesenta, El desierto rojo es una muestra de expresionismo contemporáneo. Antonioni utiliza la ambientación, los oprimentes decorados urbanos, la fotografía en colores intensos y difusos a la vez, para exteriorizar el mundo interior, esquizoide, de la protagonista. En un cierto punto, la vemos desde afuera y al mismo tiempo vemos a través de sus ojos, sin poder distinguir claramente entre lo objetivo y lo subjetivo.

Si mencionamos a Bergman, estamos refiriéndonos ya al cineasta que más profundizó en las posibilidades del cine para representar la angustia y el delirio.

Habría que mencionar, por ejemplo, Noche de circo (1953), Detrás de un vidrio oscuro (1961), La hora del lobo (1966).

En Detrás de un vidrio oscuro, el delirio de la protagonista (Harriet Andersson) es relatado por ella, verbalmente, pero con tanta fuerza expresiva, contrastando con la sobriedad de la imagen, que prácticamente pasamos a experimentar junto con ella su definitivo alejamiento del mundo, en una extraña locura mística desencantada. Cuando ella grita que el dios que sale del inofensivo empapelado de la pared es una araña, estamos tentados de ver ese monstruo creado sólo por su deseo siempre insatisfecho.

En La hora del lobo, en cambio, los delirios de los protagonistas son plenamente escenificados, y terminan confundiéndose todos los niveles de realidad, locura y simbolismo. No se sabe de quién es el delirio. Seguramente, del realizador. Quizás, también del espectador. El resultado a veces se parece a una sofisticada película de terror. El personaje de Liv Ullman se llama Alma y finaliza la película abruptamente diciendo: “Pienso mucho en estas cosas. Me hago preguntas. A veces no sé qué hacer, entonces me quedo callada.”

Finalmente, Fellini.

Fellini es quizás el cineasta que mejor ha escenificado su propia fantasía desbordante, casi sin límites. Su exageración, su gratuidad, su deliberada falta de sinceridad son factores que, lejos de entorpecer su discurso, lo potencian hasta un punto insuperable.

Gracias al éxito mundial de La dolce vita, Fellini comenzó a tener carta blanca para hacer lo que quería. Y Ocho y medio es la puesta en escena de sus dudas y angustias frente a esa libertad, ante el hecho de tener entre manos un juguete tan desmesurado como es el cine.

Pero Fellini era consciente de que todo ese despliegue de fantasía, delirio y aparente libertad era más un resultado que un punto de partida. Un resultado de una cuidadosa planificación de cada detalle. Por más improvisación que pueda haber, el cine es una máquina compuesta de muchas máquinas, que deben funcionar bien para producir lo que la imaginación del realizador quiera mostrar.

“¿Qué significa hacer un film? —se preguntaba Fellini—. Naturalmente, se trata de poner orden en ciertas fantasías y narrarlas con cierta precisión.”

Para terminar, voy a dar un salto al momento presente, para hablar brevemente de una película que tuvo un insólito y prolongado éxito en Buenos Aires, El sabor de la cereza, del iraní Abbas Kiarostami. Quisiera hacer notar que la representación de lo subjetivo en el cine no es tarea sencilla y tiene muchas variantes.

Por ejemplo, la angustia en el El sabor de la cereza está representada por las casi infinitas evoluciones del auto del presunto suicida, que pasa una y otra vez por los mismos caminos polvorientos, por las mismas colinas casi indistinguibles. Estos movimientos repetidos contagian al espectador una incomodidad fundamental, que rápidamente le hace percibir la serena, definitiva angustia del protagonista.

Pero tengo que volver a Fellini. En un reportaje, se refiere a una extraña y poco recordada escena de La strada, en la que unos chicos llevan a Gelsomina a la habitación de otro chico, una suerte de autista. La escena es especialmente fantasmal.

Dice Fellini: “Me parece que esta aparición de una criatura aislada, presa del delirio —por consiguiente situada en una dimensión extremadamente misteriosa—, al unirse con el primer plano de Gelsomina, que viene inmediatamente después, y en el cual ella lo mira con curiosidad, es capaz de enfatizar con bastante poder de sugerencia la soledad de Gelsomina.”

Creo que, en efecto, es así: el delirio de los otros, absolutamente impenetrable, nos pone frente a nuestra más profunda e inevitable soledad.



Bibliografía recomendada

Abbas Kiarostami. Textes, entretiens, filmographie complète, París, Éditions de l’Étoile/Cahiers du Cinéma, 1997.
Artaud, Antonin, El cine, Madrid, Alianza, 1992.
Buñuel, Luis, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza & Janés, 1987.
Eder, Klaus y otros, Buñuel, Buenos Aires, Kyrios, 1978.
Gibson, Arthur, El silencio de Dios. Una respuesta creativa a los filmes de Ingmar Bergman, Buenos Aires, Megápolis, 1973.
Gubern, Román, Cien años de cine, Barcelona, Bruguera, 2 vols., 1983.
Jacobs, Lewis (comp.), El arte del cine, Buenos Aires, Peuser, 1963.
Salachas, Gilbert, Fellini, Caracas, Monte Ávila, 1972.
Schwarz, Michael, Luis Buñuel, Barcelona, Plaza & Janés, 1988.




(Intervención en la mesa redonda “Angustia y delirio en la mitología, el arte y la vida”, auspiciada por AEPA (Asistencia y Estudios Psicoanalíticos Argentinos), Centro Cultural Recoleta, 11 de noviembre de 1998. Publicada luego en el boletín cultural de esa fundación, febrero de 1999.)




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