miércoles, 2 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra: ser nacional y xenofobia




A David Viñas.


Yo miraba a mi alrededor.
En un lugar central, tres españoles hablaban fuerte y duro, llamando la atención sobre sus caras de baturros o dependientes de tienda. Vecinos a la entrada, un matrimonio irlandés esgrimía los cubiertos como lapiceras; ella tenía pecudas las manos y la cara, como huevo de tero. El hombre miraba con ojos de pescado y su cara estaba llena de venas reventonas, como la panza de una oveja recién cuereada.
Detrás nuestro, un joven rosado, con párpados y lacrimales legañosos de “mancarrón palomo”; debía ser, por su traje y su actitud, el representante de alguna casa cerealista.
—Yo he visto las romerías de Giles —decía uno de los españoles—, y no se diferencian en nada de las de aquí.
Otro de la misma mesa, dialogaba con un vecino sobre el precio de los cerdos, y el cerealista intervenía opinando con gruesas erres alemanas.
(…)
En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo, y los dos estaban tostados de gran aire.
Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletas.
Pero uno de los españoles relataba el suicidio de un amigo:
—Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!
El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.
Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.

Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra,
Buenos Aires, Losada, 1973 (cap. XIII, p. 83).



Se ha elegido un fragmento especialmente denso en marcas de una formación ideológica particular, la xenofobia, que se analizará en relación con un sentido posible de toda la obra y algunas de sus determinaciones contextuales.
Hagamos un repaso previo de los párrafos en cuestión, situándolos en su contexto inmediato. Fabio y Don Segundo han llegado al pueblo de Navarro un domingo por la mañana y entran en una fonda para almorzar. La descripción de ese escenario, minuciosa, se impregna de la antipatía que Fabio, el narrador, siente hacia los pueblos y la gente que los habita. Su mirada en derredor circunscribe la escena que elegimos; su “yo” encabeza el fragmento pero luego va a fundirse en un “nosotros” (“detrás nuestro”, “pagamos nuestra comida”), él y Don Segundo, identificación aparentemente circunstancial, en este caso solidaria, como vamos a ver, y además significante de todo el programa de la novela. Volveremos sobre esto. Por otra parte, la pareja es reflejada simétricamente por la “yunta de criollos” que, sentados en el rincón opuesto, miran en silencio, “como empujados por el ruido” y a los postres ríen “sin voces”.
Aquí descubrimos el par de oposiciones que estructura la escena: criollos-silencio frente a ruido-… y los gringos, oposición lexicalizada en el “pero”. Porque lo que Fabio, Don Segundo y los otros dos criollos miran en silencio es una peculiar aglomeración de extranjeros: tres españoles, un matrimonio irlandés, un alemán cerealista. Que padecen, por boca del narrador, de una no menos llamativa acumulación de rasgos grotescos, negativos, desvalorizadores: manos pecudas, caras como baturros, huevo de tero o panza de oveja recién cuereada, ojos de pescado o con lacrimales legañosos, etc. Estas descripciones, pese a no ser ajenas a los códigos metafóricos de toda la obra, marcan un sentido. Y, como para corroborarlo, más adelante (cap. XXV), hacia la culminación de su periplo, Fabio recuerda la escena así: “Había unos gringos groserotes y charlatanes, ¿de qué nación?, y un gallego hablaba de romerías.” No es de extrañar que, luego de este disgusto, Fabio y Don Segundo salgan de la fonda “con gran contento”.
Pero detengámonos especialmente en la oposición silencio/ruido (hablar “fuerte y duro”, “pesadamente”, ser “groserotes y charlatanes”). A lo largo de toda la obra, el silencio del gaucho se muestra portador de una forma de saber, y de poder, cargado en general de connotaciones positivas y, unido al silencio de la pampa ilimitada, emblemático. Algunos ejemplos, entre muchos:
“Era el ‘tapao’, el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante” (p. 20).
“El domador, Valerio Lares, era un tipo forzudo, callado y risueño” (p. 29).
“Yo no sabía entonces a qué se debía ese silencio despreciativo que usan los que se van cuando hablan con los que se quedan en las casas” (p. 36).
“Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados” (p. 43).
“Cada cual se esforzaba en lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles” (p. 111).
(Subrayamos los deícticos, que involucran al lector en una serie de presupuestos compartidos, como bien lo describió Roland Barthes en S/Z.)
Así, la oposición de pares criollo silencioso (como el campo)-valores positivos/gringo ruidoso (como el pueblo, la ciudad)-valores negativos se cierra en el texto y nos abre el terreno de sus sentidos contextuales, históricos e ideológicos. Lo recorreremos someramente.
En primer lugar, debemos mencionar el proceso histórico social de la inmigración, que a fines del siglo pasado produce lo que David Viñas llama “la inversión de la dicotomía de Sarmiento”. En efecto, la ideología romántico-positivista llevada al programa político liberal había situado la barbarie en el campo, brutal y regresivo, y la civilización en la ciudad, que se conectaba con Europa, fuente de toda cultura y progreso. Pero el aluvión inmigratorio resultante de este programa (en resonancia con la explosión demográfica e industrial de Europa, que piensa deshacerse a la vez de mano de obra desocupada y de elementos políticamente indeseables) invirtió esta visión de la realidad. No deja de ser significativa al respecto la expresión referida a Don Segundo: “¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!” (cap. X, p. 64), que habría irritado notoriamente a Sarmiento.
Algunos hitos que marcan esta nueva sensibilidad hacia la amenaza de una nueva barbarie: la creación de la Facultad de Filosofía y Letras para salvaguardar el patrimonio cultural-lingüístico de la Nación en 1896 y la Ley de Residencia en 1902 (ambas, obras de Miguel Cané); el llamado primer nacionalismo, dentro de la ideología del Centenario; el debate sobre el Martín Fierro como manifestación del “ser nacional” (Lugones: bárbaro era el que no podía recitar los poemas homéricos, el tartamudo: nuestro gringo, la “plebe ultramarina”. Agregamos, volviendo a nuestro fragmento: el que habla mucho y mal, con “erres”; el cocoliche).
Una inflexión final: la vanguardia, la revista (precisamente) Martín Fierro. Para ella. Güiraldes llegó a representar la posibilidad de un criollismo no pintoresco (Borges: en el Corán no hay camellos), producto de una interiorización de lo local incluido el lenguaje, por supuesto, por parte de alguien que tiene el derecho natural de hacerlo, un “argentino sin esfuerzo”. Estética y xenofobia.
Pero hay más todavía. ¿Debemos aclarar que la amenaza del inmigrante, lingüística, cultural, estética, o como se pretenda, era ante todo política? La incipiente organización gremial fue una cara de este peligro. La consolidación de las capas medias y la llegada al gobierno de Yrigoyen, en 1916, otra. Como la Ley de Residencia fue una primera respuesta, y el golpe fascista de 1930, otra.
La instauración del “ser nacional”, de una literatura que lo expresa (la gauchesca, Martín Fierro) y un mito que lo encarna (el gaucho, Don Segundo Sombra), es también la coartada de una clase que se encierra en sus límites amenazados y se sacraliza para ganarse el derecho de sobrevivir, a cualquier precio. “En el fondo de toda alma argentina hay un estanciero”, decía Ramón J. Cárcano en 1943, y Fabio Cáceres parece ser el gaucho que hay “en el fondo” de todo estanciero. Dialéctica de autovalidación (lexicalizada fuertemente en el penúltimo capítulo: si Raucho es un “cajetilla agauchao”, Fabio es un “gaucho acajetillao”), en la que el gaucho, como símbolo de una tradición y de un saber, sanciona el derecho del estanciero, pero es el estanciero, el que, en definitiva, crea al gaucho. Luego de haberlo destruido en la realidad concreta. 

(1986)

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