viernes, 4 de noviembre de 2011

Forrest Gump o la perversa inocencia





Sin duda, en cierto sentido, la reciente ganadora del Oscar es una aparente cruza entre Desde el jardín y Zelig. Pero también, y creo que sobre todo, es una historia (la de los EE. UU.) contada por un idiota; no llena de sonido y de furia, según la trajinada cita de Macbeth, sino de irónica, ambigua y, en definitiva, perversa inocencia.
Robert Zemeckis, su director, es un cultor de la década del cincuenta (ver su saga de Volver al futuro), década brillantemente mitificada por Coppola y banalizada en miles de repulsivas estudiantinas. ¿Qué es la década de los cincuenta para los norteamericanos (al menos, para algunos)? Es una utopía retrospectiva, anacrónica. La utopía (Ángel Faretta dixit) de una historia pre-Vietnam, sin Vietnam. Por contraposición, ¿qué es la década del sesenta, la década de Vietnam? ¿Qué es, digo, para estas épocas de paradójico predominio conservador? Paradójico porque se da en el marco de un gobierno progresista como no se daba desde hace mucho, apoyado por las minorías y los movimientos sociales, y encarnado como nunca en una mujer, Hillary Clinton, verdadera vicepresidenta de la primera (ahora, la única) potencia del mundo. Épocas en que el pensamiento llamado “políticamente correcto” es ridiculizado por los cultores de dudosas generaciones calificadas con iniciales por un marketing muy hábil.
En Bob Roberts, el extraordinario filme de Tim Robbins, una periodista negra dice del héroe epónimo: “Es un rebelde conservador. Toma el discurso progresista de los sesenta, y lo da vuelta.” Forrest Gump no se atreve a tanto, o de manera tan abierta. Su truco es la “doble lectura”, propuesta explícitamente por el mismo Zemeckis es varios reportajes. Todo, en el filme, puede leerse desde dos puntos de vista, desde dos escalas de valores. La mirada estúpida de Forrest logra un prodigio de falsa neutralidad; todo lo que pasa ante sus ojos se banaliza, se diluye, se convierte en un chiste ingenuo. Pero todo, también, puede ser visto bajo el ojo de la crítica, de una ironía no muy lejana a la necrofilia (ver La muerte le sienta bien, del mismo director). El personaje clave, para ello, no es Forrest sino Jenny. Ella representa (y los pasa, literalmente, por su cuerpo) los males de las últimas décadas, vistos desde una moralina apenas disimulada, acá sí objetivada, porque lo que a ella le pasa no es visto desde los ojos del narrador-testigo, Forrest: el hippismo, la música folk, las drogas blandas, el pacifismo, las drogas duras, el sexo hueco y, como broche de oro, el innombrado pero evidente virus que la mata.
Cierto: la ironía es indecidible. Un chiste obvio (“el ejército era el lugar ideal para mí”, dice el retardado) refuerza otro menos obvio y más cruel (“yo sería un buen marido”). Pero esta interpretación no se puede probar. Así que el filme puede verse como la saga de una mirada “inocente”, que por ello pretende ser la de la verdad; o bien, como la incapacidad de definir una posición taxativa frente a la historia, escudándose en esa pretendida inocencia y en una mucho más fuerte ambigüedad.
Sin embargo, sería erróneo deducir de todo lo anterior que Forrest Gump es una película mala. Al contrario, por su ambigüedad, por su riqueza, por su ironía (y no por sus sorprendentes efectos especiales ni por la fabulosa actuación de Tom Hanks), hasta por sus limitaciones ideológicas, es más que una película interesante: es una película que apasiona, irrita, emociona y, lo principal, obliga a generar anticuerpos para su peligrosa seducción.




(Publicado en la revista Intercambios, núm. 2, Buenos Aires, junio de 1995.)




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