viernes, 25 de noviembre de 2011

El callejón de los milagros, de Jorge Fons


    La unánime celebración que la crítica argentina dedicó a El callejón de los milagros sería sospechosa si no supiéramos que reposa en una posmoderna —y a veces acrítica— sobrevaloración de los géneros menores, en este caso el melodrama. Pero la crítica olvida (quizás porque le conviene olvidarlo) que el uso de los géneros —menores o no— sólo se vuelve realmente productivo cuando es un abuso: un desvío, una perversión, una provocación.
    Y El callejón de los milagros sólo se salva de ser otro producto de ese origen for export, correcto pero intrascendente (al nivel de Como agua para chocolate) cuando se atreve siquiera a rozar lo impredecible, lo inclasificable, lo irrespetuoso.
    Veamos.
    El filme está dividido en cuatro episodios. Todos transcurren en el escenario central de la callejuela que se llama como el filme mismo; los tres primeros se centran en personajes epónimos, pero en verdad hay muchas historias paralelas. En el primer episodio, “Don Rutilio”, un patriarca tiránico y machista decide dedicarse a la homosexualidad y se consigue un efebo para tal fin; su hijo, el Chava, no puede soportarlo y ataca al amante de su padre. El segundo, “Alma”, es la historia de una espectacular y deseada nínfula del callejón: enamorada de Abel (que parte hacia EE. UU. para acompañar a su amigo Chava en desgracia), luego de un fallido compromiso matrimonial, es seducida por José Luis, obvio cafiolo elegante; cuando ella se da cuenta de la trampa en que ha caído, lo abandona, indignada, pero finalmente vuelve a él y acepta prostituirse. El tercero, “Susanita”, es el cruel relato de cómo una solterona irredenta trata de cumplir sus sueños románticos. En el cuarto, “El regreso”, como su nombre lo sugiere, las historias anteriores se anudan y concluyen. Veremos hasta qué punto.
    Como se puede deducir de estos bruscos resúmenes, se trata de relatos “pintorescos”, tributarios de un costumbrismo que, por suerte, nunca se desbarranca hacia el epigonal “realismo mágico” de tantos textos latinoamericanos actuales (literarios y fílmicos). En esto tiene que ver, seguramente, la novela original del egipcio Naguib Mahfouz, pero también la adaptación, a cargo del escritor mexicano Vicente Leñero, especialista en reconstruir historias “no ficcionales” y en el registro del habla coloquial, de la cual el filme abusa un poco, por cierto.
    Sin embargo, lo más interesante de El callejón... es su estructura. Porque la división en episodios no es neta, cortante, lineal; las historias se van entroncando, desarrollándose unas sobre otras hasta el punto de que algunas escenas se repiten, vistas desde diferentes ángulos de cámara/puntos de vista. El tiempo narrativo vuelve hacia atrás varias veces, a un momento ya visto, y sigue desde allí su curso (como, salvando las distancias, en The Killing de Stanley Kubrick). Esto desacomoda saludablemente al espectador, que a veces no sabe exactamente dónde (cuándo) está parado. Pero, sobre todo, produce un efecto de relativa circularidad, de temporalidad cerrada y asfixiante, como la vida en el callejón, de la que todos quieren salir pero a la que todos regresan de una manera u otra. De todo esto es emblema el juego de dominó con el que empiezan los capítulos (¿es el mismo, es otro?): como el truco para Borges, con su eterna repetición de jugadas y dichos, alude a la eternidad, pero también a un estancamiento vital, a la insuperabilidad del destino marcado. “Las cartas no mienten”, dice la fraudulenta adivina, pero a su manera tiene razón.
    Hasta acá, el melodrama, por supuesto. ¿Y la transgresión?
    Hay grietas por las que se cuela lo indecible, lo indecidible. Alma quiere tener relaciones sexuales por primera vez y para eso provoca a su novio Abel, que no tolera la iniciativa de ella y le replica: “No, tú tienes que decirme que no quieres...” Más tarde, cuando Alma se entera de que José Luis quiere convertirla en una puta fina, reacciona con la moralina y el honor mancillado de una heroína de culebrón... pero vuelve, sin que haya ninguna explicación verbalizada sobre ello.
    Tampoco hay explicación para la transición sexual del brutal don Rutilio, personaje en el que el tradicional machismo mexicano se resquebraja sin piedad. Y en la fulguración de los cuerpos desnudos de Rutilio y su efebo, en el baño para hombres, el melodrama pierde —por fin— su consistencia genérica, su esencial conformismo ideológico. Es para celebrar.

   

(Publicado en la revista La vereda de enfrente, núm. 6, Buenos Aires, marzo de 1997.)


martes, 22 de noviembre de 2011

Des-composición de lugar

(tres novelas de Mario Levrero)

Como está de moda
La novela luminosa, del escritor uruguayo Mario Levrero, decidí leer algunas cosas de él que andan por ahí; tres novelas, al contrario de aquélla, breves: La ciudad (1970), París (1980), El lugar (1991).
Un efecto de esa lectura correlativa las convirtió rápidamente en una trilogía que me gustaría llamar “topológica”, si no fuera una palabra demasiado altisonante.
Curioso que los prologuistas traten de asignar al autor a dos tradiciones de la literatura uruguaya bastante disímiles. Por supuesto, está más acertado (por una cuestión de cercanía, supongo, pero también de agudeza crítica) Gandolfo: Levrero viene de Felisberto Hernández, no del “realismo” rural (Acevedo Díaz, Amorim) o urbano (Onetti). Aunque también es cierto, como acota uno de los prologuistas españoles (Antonio Muñoz Molina), que se podría referir también a este último, por lo menos teniendo en cuenta las ambigüedades “cronotópicas” (hoy me siento inclinado a estas palabrejas) de alguna que otra de sus novelas, sobre todo El astillero. Acuerdo... hasta ahí. Ya se verá por qué.
Claro que la filiación más obvia para estas nouvelles levrerianas es Kafka: “avanzan” (por decirlo de manera demasiado fuerte) según la lógica narrativa del sueño; con reglas estrictas, pero sin motivaciones ni conclusión. Lo único “más kafkiano” que recuerdo serían los cuentos de Martínez Estrada, pero en este caso hay algo demasiado epigonal y, también, algo demasiado simbólico (e incluso, horribile dictu, alegórico). Levrero, en cambio, rehúye lo simbólico o, en todo caso, lo simbólico se reescribe como/bajo una homología espacio-temporal (por eso vuelvo a lo topológico del principio). De ahí también otra relación obvia: la ciencia-ficción.
En El lugar, aparece varias veces la expresión “composición de lugar” (así se llama una gran novela de Juan Martini, por otra parte). Creo que es irónico, porque se vuelve clave en Levrero la situación inicial (y también a veces intermedia) en la que el personaje “se despierta” sin saber dónde está ni por qué está allí; como, precisamente, en El lugar, donde aparece inmerso en una especie de universo paralelo, laberíntico, sin salida, que quizás sea la suma (o la intersección) de mundos hechos de miedos y deseos propios y ajenos, como en Solaris, de Stanislas Lem.
París
también tiene algo de ucronía fantástica, con ribetes de ciencia ficción. El personaje principal es un ángel (?) que llega a una París de pesadilla, después de una “viaje de trescientos años”, con una misión que ni él mismo conoce o ha olvidado. (Quizás, sumarse a una “bandada” de sus congéneres, a la que pierde.) Se encuentra con la inminencia de una anacrónica “ocupación nazi”, que sin embargo no le importa mucho; un asilo que parece una prisión pero no se sabe para qué o para quiénes; dos mujeres antitéticas (una prostituta, una miembro de la Resistencia), pero que quizás son la misma. Se puede prever que el final va a ser abrupto y no definitorio, como en los otros casos.
La ciudad
ni siquiera es tal, es un villorrio, o una mera estación de servicio rodeada de casas y con una línea férrea, más o menos cercana, que finalmente desemboca en… Montevideo. Una de las pocas referencias toponímicas concretas, si así puede llamarse.
De la Montevideo natal de Levrero a una París que, al escribir la novela, aún no conocía, esos territorios fantasmales, permanentemente descentrados o excéntricos, son la figuración principal de una literatura extraña, fascinante sin dudas, pero que a veces no termina de cuajar. (Como Borges se atrevía a decir de Kafka, precisamente: la idea inicial es buena, incluso brillante, pero la ejecución...). Es un prejuicio mío, seguramente: la falta de ubicación geográfica mima la falta de situacionalidad histórica. No hay —que Carl Sagan me perdone— curva espacio-temporal que disimule esta ausencia.


(extraído del blog Valley of Tears)

sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Experimentalismo sin vanguardia?



(reseña de Una novela de mil páginas, de David Wapner)


¿Y qué es ese resto, que nadie quiere mostrar,
pero que todos ven, aunque no lo reconozcan?

Desde el título, es tentador seguir la isotopía de la autorreferencialidad, según el canon actual, aparentemente ineludible, de que todo texto literario habla (debe hablar) de la literatura en general y de sí mismo en particular (un mismo movimiento en espejo, puesta en abismo, etc.).
Tantos ejemplos: “la escritura se hace a sí misma” (p. 317); “Pero por qué no te dedicás a hacer algo más consistente. Estás hace dos años, más o menos, quemándote los ojos por algo que (perdoname que sea duro) si lo soplás se deshace, y no te queda nada...” (p. 192); “Pero es un misterio, y me rompo la cabeza, y no me sale, no logro juntar las piezas de este aparato desarmado y disperso, no puedo armar en mi cabeza un circuito formado de casualidades, entretejido por hilos que de sólo mirarse producen chispas, y eso no alcanza” (p. 238); “por un exceso de documentación, Gurber tampoco duerme, no sabe qué hacer con todo el material que juntó. mejor sería olvidarse de todo, tirar todo al tacho, comenzar una novela ‘vacía’” (p. 342); “¡Barnes, 10.000 páginas de nada, NADA!” (p. 204).
Otro tópico recurrente es el de la imposibilidad, la inutilidad o la inoportunidad del narrar: “¿Qué puedo contar?” (p. 361); “¿Y la antropología? ¿Y el estructuralismo? ¿Y los pedazos que andan sueltos, acá y allá?” (p. 368); “Todo había perdido significado, hasta el aburrimiento mismo” (p. 388). Y el agotamiento de lo representable (tópico barroco, en realidad): “Cuesta inventar cada minuto algo nuevo, a veces me tengo que agarrar de las patas de una idea vieja, treparme hasta las ubres, tratar de ordeñar a una madre que ya parió demasiado y quiere descansar, y no la dejo” (p. 803).
Y está, consecuentemente, el tópico de la oposición a (¿todo?) realismo: “Ya otros hablaron de lo mismo, no tengo interés en hacerlo yo también: puertos, callejuelas, tugurios, alcohol, olor a sangre, qué más. Que otros llenen los huecos: hay tantos y tan buenos. Bueno, hay algunos que son muy buenos” (p. 744). “Y el principio de realidad, ¿qué tal?” (p. 154). Porque, entre otras cosas, “también una foto falsa es verdadera” (p. 95).
Sin embargo... También desde el título esa autorreferencialidad se anuncia como falsa, como un dilema: o no son 1.000 o no son páginas (en tanto libro). ¿Será una novela? ¿Será una?
Por lo pronto, las “páginas” (que son 1.000) son en verdad fragmentos numerados correlativamente y a su vez agrupados en capítulos. Esto le da, de por sí, una “forma visual” muy extraña para una novela. Claro que lo más extraño es que esos fragmentos tienen una ilación que se adelgaza al infinito (“apenas se insinúa una melodía que a lo largo de toda la canción no acaba por definirse”, p. 480).
Incluso algunos de esos fragmentos-páginas constan de una o dos palabras: “Llegamos” (p. 688); “A aquel” (p. 455). O contienen signos sin referente: “5++++++++” (p. 529).
La extrema falta de ilación entre los fragmentos (y en el relato en sí) está a veces destacada, paradójicamente, por la presencia de coordinaciones extraoracionales falsas: “Y lo arroja a otro mundo” (p. 170). “Pero ¿el país?” (p. 172)
El relato, sin embargo, va adquiriendo una especie de cohesión bizarra, mediante el empleo de marcadores semánticos específicos. Uno de ellos (fundamental por su relevancia en la tradición literaria narrativa, aquí socavada) son los personajes. Generalmente consisten sólo en nombres propios (como algunos de 62. Modelo para armar) que se repiten un cierto número de veces y cuya función actancial parece estar precisamente reducida a asegurar esa seudocohesión narrativa. (En algunos casos, aparecen nombres en clave: Enrique Sums, Brogues; seguramente hay algunos anagramas, incluso del autor.)
Estos personajes suelen agruparse de manera oscura, en clusters deshilvanados, opuestos entre sí, un remedo de luchas políticas indefinidas, abstractas (“¡Qué va a ser la revolución!... Muertos sí, cualquier cantidad. Pero, la revolución, ¿qué revolución?”, p. 284; “Todo, ¿conspira? ¡No! ¡Es así, nomás!”, p. 364), como en el filme Invasión, de Hugo Santiago (1968), con guión de Bioy y Borges (el primer filme “estructuralista”, según la crítica de entonces).
Aparte de los nombres propios, el autor se vale de otras marcas de cohesión, temáticas esta vez, como leit motivs que operan sólo en la superficie del texto: el tren, perros y gatos, objetos tecnológicos, “ataques” diversos. (Digo en la superficie, sin negar su posible pertinencia simbólica, que habría que rastrear; me refiero, mejor, a que no se pueden integrar en un nivel, digamos “proairético”, para usar un tecnicismo innecesario, es decir, en una secuencia de acciones con principio, desarrollo y fin; o bien “hermenéutico”: pregunta-respuesta.)
Hablé de 62, es decir, de la mejor novela de Cortázar. Pero podría agregar que Una novela de mil páginas parece más bien una Rayuela sin tablero de dirección (de ahí, creo, tanta insistencia en referirse a trayectos de calles, casi siempre sin salida). “Olivares [¿Olivera?] piensa acerca de si sus respectivas situaciones son intercambiables” (p. 102). Sí, todo es más o menos intercambiable. Pero parece negarse al lector la tentación de reconstruir una trama: “En este punto, la historia se hace una pasta, y cualquiera podría modelarla a su gusto. Pero no es así” (p. 484).
Mencioné a Borges y sugerí una clave en el nombre Brogues, mencionado un par de veces. “Aunque ese país, el de Brogues, quede tan lejos” (p. 13). Es decir, aquí debemos entrar en la “angustia de las influencias”. Si yo tuviera que elegir una (“¿Y puede desprenderse de toda influencia, Revenguren?”, p. 186), preferiría invocar a Néstor Sánchez, sobre todo el de Cómico de la lengua, su última novela: “ya no hay nada que contar, cuando se corta el hilo del habla, comienza el poema en prosa” (p. 658), afirmación que Sánchez hubiera podido suscribir a la perfección, si es que no le pertenece, directamente.
Ahora bien, la tentación de reconstruir una “historia” (comillas obligadas), un campo semántico, una mancha temática (diría Viñas) también es muy grande. Si cediera a ella, diría que aquí se trata del exilio, del exilio posdictadura, un tema poco frecuentado en la literatura argentina. Uno de los pocos fragmentos en primera persona (“¿Qué creí que dejaba atrás cuando me mudaba de país? En medio de mis relaciones personales, con gente, animales, objetos y atmósferas, ¿cómo quedaba parada mi situación como ‘hombre que genera textos’, al decir de Bert Caughan?”. p. 757) resulta central y paradigmático, porque une ambos planos de la novela, los que uno creía que no podían coexistir en ella: lo referencial y lo autorreferencial.
En esta época en que no hay vanguardias (porque todo se presenta como vanguardia, cuando en realidad sigue la lógica de la moda), la novela o las 1.000 páginas de Wapner proponen que el experimentalismo —apelando a una famosa dicotomía de Umberto Eco—, sólo aparentemente más modesto, es posible todavía: “En la culminación del espectáculo, un hombre se hizo presente entre la multitud, unas veinte mil personas, y se quedó quieto, rígido como un tronco, en medio del baile, que llaman, o llamaban, pogo, sin que nada malo le pasase, pero causando un hecho cuya vibración se habrá sentido en alguna parte del mundo” (p. 302; el subrayado es, claro, mío).

(publicado en en el blog Valley of Tears, 24 de noviembre de 2011)

jueves, 17 de noviembre de 2011

Un Dios cotidiano: ¿una escritura impotente?




 El error del realismo tradicional era pensar que el mundo se ofrece a la percepción y es pasible de una descripción imparcial, “objetiva”, perfectamente comunicable.
Pero, a la luz de la dialéctica entre conciencia y mundo que es el conocimiento, “mostrar” no es inocente, es una elección y es ya empezar a cambiar el mundo. La percepción es una acción, y la descripción, la mostración, un llamamiento a la libertad sumergida del lector, para que asuma su responsabilidad.
Esta situación de “libre elección”, de estar “condenados” a ser libres, es la premisa fundamental del existencialismo: el hombre, entonces, es su propio proyecto; la vida y la historia no tienen un sentido, un fin, se trata de dárselos.
Por otra parte, la característica de la prosa es su predominio del significado sobre el significante. Esto no quiere implicar una ingenuidad, una actitud natural hacia el lenguaje: su condición de útil social lo expone al desgaste, a la tentación de destruirlo para superarlo (el surrealismo).
Una tarea central del escritor es, entonces, devolverle la dignidad al lenguaje; es lo único que tenemos para revelar al mundo y comunicarnos, y lo incomunicable es fuente de toda violencia.
La intención de Viñas parece ser la de constituir una subjetividad en su enfrentamiento con el mundo, en su toma de posición. Una conciencia que, en cierto nivel, al mismo tiempo que debe construirse, da el testimonio de esa auto-construcción.
Empresa peligrosa, que va más allá (o quiere ir más allá) de un problema de técnicas novelísticas. Aunque, sin duda, habría que analizar, al respecto, cómo usa Viñas un moderado fluir de conciencia, descripciones “objetivas”, diálogos muy cortados, asociaciones mentales que se contraponen a las percepciones de lo exterior, etc.
Así como en todo momento hay una dialéctica entre esa subjetividad que se constituye y una cierta objetividad que querría lograr (dialéctica que la primera persona no quiere anular sino potenciar), hay una contradicción permanente entre el deseo de Ferré de no definirse maniqueamente y los resultados concretos de su acción.
Admitir al otro, para Ferré, narrar al otro, para la escritura, son tareas vinculadas y cuya suerte corre pareja.
No existiendo absolutos (y el Dios de Ferré no lo es), no hay tampoco seguridades. Hay que elegir, inevitablemente, drásticamente. Jugarse. Y no sólo no hay garantías de estar haciendo lo correcto en cuanto a las consecuencias de los actos: tampoco las hay en cuanto a sus motivaciones. La elección de escribir, sartreanamente, no es ajena a esta problemática, es una de las formas más conscientes que puede adquirir. Escribir es un acto, con pretensiones de una unidad totalizadora de causas-medios y fines. Y, si la novela plantea el problema ético de Ferré, el problema ético de Ferré plantea el problema de la novela.
Ferré cree que su decisión de oponerse al maniqueísmo paterno es una elección libre, consciente y fundamentadora de su posición fluctuante, tolerante.
Pero la duda final es que la verdadera causa de su actitud conciliadora puede ser una impotencia total (no sólo sexual; pero tampoco necesariamente real, en la medida en que él la reconoce como mandato paterno y la ve confirmada por su fracaso con Bruno). Y, en el final, la voz (o, mejor, la escritura) de los otros, le informa que ni siquiera ha obtenido el resultado que esperaba.
Y, habida cuenta de las relaciones entre proyecto vital (ético-político) y proyecto narrativo, ¿tal “presunción de impotencia” no revierte sobre la escritura? ¿Cómo superar el maniqueísmo cuando se está obligado a elegir por sí o por no (que es siempre), cuando se elige narrar, es decir, tomar la voz desde la escritura y sostenerla desde una subjetividad inevitable, desde una autoridad incuestionada?
Dice Sartre: “Bajo el análisis del crítico estas novelas se resuelven en problemas, pero el crítico se equivoca, porque hay que leerlas en el movimiento (…) nace una literatura de la Praxis (…). Si el escritor toma conciencia (…) propondrá soluciones en la unidad creadora de su obra.”
Creo que la novela de Viñas trata de lograr su unidad en sus contradicciones; en el hecho de mostrar los fantasmas de su impotencia al tratar de exorcizarlos; finalmente, en plantear el problema ético del sujeto no (sólo) como tema sino como sustancia misma de la escritura.

30/9/1986

martes, 15 de noviembre de 2011

Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: dos novelas de aprendizaje




Ya has corrido mundo y te has hecho hombre, mejor que hombre, gaucho. El que sabe de los males de esta tierra, por haberlos vivido, se ha templado para domarlos…
(de Don Segundo Sombra)

Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; ¿pero quién le dijo a usted que es una ley? ¿Dónde aprendió eso?
(de El juguete rabioso)



En el mismo año, 1926, se publican Don Segundo Sombra y la primera novela de Roberto Arlt. En El juguete rabioso, rechazada por Castelnuovo, del grupo de Boedo, y apadrinada finalmente por Güiraldes, su protagonista roba un libro de Lugones, ideólogo del nacionalismo de derecha y gran Padre literario que el martinfierrismo quiere superar. He aquí casi un mapa del campo intelectual argentino de la década del veinte. Quizás la comparación crítica de ambas novelas, fundamentales en la literatura argentina de este siglo, nos permita seguir algunas de las principales líneas de fuerza que cruzan ese campo, en el surgimiento mismo de problemas que aún hoy no parecen esencialmente distintos.
Algunas advertencias: los riesgos de una comparación así son obvios. El peor, tal vez, sería que los prejuicios o gustos personales del que escribe lo inclinen a consignar más divergencias de las que otra mirada encontraría, con la correspondiente y seguramente menos fundamentada de lo que cree, valoración. Ese desequilibrio puede extenderse hacia uno u otro lado en distintas etapas del análisis, por lo cual se tratará de no profundizarlo más allá de lo que permita el procedimiento más o menos arbitrario de la comparación propuesta. Que por otra parte no se basará en un concepto estructural del relato de aprendizaje sino que más bien lo considerará un supuesto para fijar la atención en otros aspectos de las dos obras.
En todo caso, y se ha dicho muchas veces antes, ambas novelas exhiben un proceso de aprendizaje, de una larga iniciación, con sus pruebas, sus fracasos, sus conquistas. Parten de una carencia inicial (simplificando: la miseria de Silvio en Arlt, el abandono de Fabio en Güiraldes; unificando: la falta de padre, el pasaje conflictivo a la adultez) y a través de la acumulación de experiencias (y de ciertas formas de saber) culmina en una transformación profunda de la conciencia de sus protagonistas. La constitución de esta subjetividad implicará una determinada visión del mundo presente en los textos, y nos servirá para reconstruir las variables ideológicas que los cruzan. Esto tratará de verse especialmente en relación al lenguaje, al mundo representado, la presencia del dinero (y de la propiedad) y los saberes que los relatos incluyen.
El lenguaje es el instrumento y el material básico del escritor. Con él no sólo “expresa”, “muestra”, el mundo, sino que (previamente, si podemos asignar una temporalidad a este proceso) lo “entiende”. Mejor: en un productor literario no puede concebirse una relación con el mundo distinta o separable de una relación con el lenguaje. Y al revés. Entendiendo, por supuesto, mundo como sociedad de los hombres y lenguaje como habla, lenguajes sociales, la voz de los otros.
El problema del lenguaje del escritor es uno de los que caracteriza al campo literario que antes mencionábamos. Quizás el fundamental, ya que sus múltiples niveles se conectan con otras cuestiones. En este sentido, la vanguardia martinfierrista pone en escena como su culminación y su límite, el debate que la ideología del Centenario había instaurado en torno de las relaciones entre literatura argentina y “ser nacional”. Es preferible no extenderse sobre este tema más de lo necesario y verlo concretamente en el análisis propuesto. (1)
Güiraldes no se adscribe totalmente a la revista Martín Fierro sino como uno de los modelos erigidos a partir de la nueva sistematización de la literatura argentina que aquélla propone. En ese contexto, representaría la posibilidad de un criollismo no localista, internalizado, soportado por un lenguaje que el escritor detenta como “argentino sin esfuerzo”. Suerte de legalidad, de derecho de sangre más que de competencia lingüística, esta concepción se complementa con una más o menos evidente xenofobia, el rechazo de los inmigrantes o hijos de inmigrantes, que hablan y escriben mal el español del Río de la Plata. Y que constituyen las nuevas clases sociales en ascenso. Una ideología estética, una ideología política. (2)
Lo vemos en la obra (3). El narrador, Fabio, resero convertido en estanciero, gaucho convertido en hombre culto, organiza el material narrativo a partir del recuerdo. Reproduce con intenciones de fidelidad el habla de los gauchos en los diálogos (“—Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa. —No…, formal; alcanzame un peso que vi’hacer una prueba” p. 14) y reelabora el resto de la narración desde un código vanguardista en el que se unen formas de simbolismo, de invencionismo, de coloquialismo (“El sueño cayó sobre mí como una parva sobre un chingolo” p. 28, “Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo como la risa en la mejilla tersa de un niño” p. 62, “Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire” p. 108). (4) Es coherente: el gaucho mítico es narrado por el estanciero simbolista. Sólo al debate antes mencionado y el estado del campo literario argentino relacionado con la situación sociopolítica del alvearismo podía garantizar el éxito de ese programa estético-ideológico. La distancia que va del estanciero al resero, del vanguardismo literario al mundo que elige para representar (para inventar) es la misma que va desde una oligarquía que se repliega en sus fueros mantenidos duramente a ese mundo real pasado, que no puede o no quiere ver y por lo tanto mitifica. Buscando a la vez una justificación espiritualista de su subsistencia.
Se ha dicho muchas veces: el mundo de Don Segundo Sombra es un mundo integrado, armónico. El hombre se relaciona con la naturaleza tan satisfactoriamente como el escritor con su lenguaje: por derecho de propiedad. “Quién es más dueño de la pampa que un resero? … la pampa de Dios había sido bien mía…” p. 182 (5). Y hasta el dolor del aprendizaje se diluye en una especie de comunión con el ambiente que cura y santifica: “En la pampa las impresiones son rápidas, espasmódicas para luego borrarse en la amplitud del ambiente sin dejar huella. Así fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y así fue también como olvidé mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores.” p. 51 (6).
Volveremos otra vez sobre estos temas, pero retengamos el concepto de mundo armónico porque es un eje productivo para las contraposiciones que haremos en adelante.
Decíamos: la relación de un escritor con su lenguaje y su mundo. O, lo que sería lo mismo, su inserción concreta en una literatura, la piense o no. Y Arlt debe pensarla, está forzado a pensarla. Escribir no es para él un lujo, sino un esfuerzo, un trabajo, una profesión; sus derechos no son un dato sino una producción, él mismo debe autorizar su escritura, asumirse en situación en un medio donde el saber (siempre tan vinculado al poder) está distribuido excluyéndolo. Algunos textos marginales (el prólogo a Los lanzallamas, el aguafuerte “cómo se escribe una novela”) organizan una especie de puesta en escena de ésa, su situación concreta de escritura. Y sus novelas la revelan en una práctica neta. En El juguete rabioso hay dos escenas claves que entran a significar en este contexto (7). En el cap. II, cuando Silvio es forzado a tocar un cencerro en la puerta de la librería para llamar la atención de posibles compradores (p. 112). Y en el cap. IV, cuando refiriéndose a su nuevo trabajo de vendedor de papel, dice: “Para vender hay que empaparse de una sutileza ‘mercurial’, escoger las palabras y cuidar los conceptos…” (p. 180).
Entonces: la escritura como trabajo, situación concreta del escritor, clase social. Visión del mundo. Lenguaje.
En El juguete rabioso hay una evidente saturación de términos desvalorizadores del mundo representado. “La vida puerca” era su título original y podría señalar el campo semántico en el que se organiza la adjetivación: mugriento, siniestro, tenebroso, hediondo, vil, pringoso, miserable, grasiento. Lo que se corresponde con los espacios cerrados en los que transcurre gran parte de las acciones y que el narrador denomina: cuchitril, antro, caverna, bulín, letrineja, tugurio, covacha, caserón. Las mismas calles del arrabal que mitifica Borges y canta González Tuñón, son “miserables y sucias” y dirigen la mirada embelesada de Astier hacia la “cúpula celeste”. Mundo contrapuesto al de las casas de departamentos, que “hacen soñar a los pobres diablos” e incluso a la calle idílica, “románticamente burguesa” donde vive el ingeniero. Una topografía de abajo/arriba en la cual toda escapatoria es imposible. Mundo desintegrado, entonces, inorgánico. Recordemos que también Fabio ve a las casas y los pueblos con antipatía, como prisiones, pero su fuga está garantizada por los espacios libres, la Pampa y su emblema libertario (“Pero por sobre todo y contra todo, Don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario…” p. 64). Esta topografía adentro/afuera es reversible como toda la dialéctica que el texto establece.
El lenguaje del mundo desintegrado. Se ha dicho hasta el cansancio: Arlt escribe torpemente, en un español de traducciones (pelafustán, majadero). También, reproduce fonéticas de cocoliche: don Gaetano, el zapatero andaluz. Y un lunfardo con comillas: bondi, jetra, yuta, cachar, leonera. Como tomando distancias (8). Sus palabras, en verdad, son como la mujer de Gaetano le arroja: “pesadas, salitrosas”.
Y el mismo movimiento de alienación se registra en uno de los códigos metafóricos del texto, el que corresponde a un cierto saber tecnológico, científico (o cientificoide, para usar un sufijo caro a Arlt): “Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros, y al mundo me galvanizaba el nervio azul del alma” p. 177, “y a cada movimiento que hacía el lecho gañía, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite” p. 87. Alienación en la medida en que la tecnología puede representar una forma mediatizada de relación con la naturaleza, especialmente cuando la relación directa aparece imposible, como desde la ciudad arltiana. Además de proponer una forma de poder (de voluntad de poder), compensatorio en varios sentidos, que como resultante de una carencia nos reenvía a lo mismo: insatisfacción, conflicto, falta de armonía.
Veamos la relación que los textos establecen con el saber, especialmente a través de sus protagonistas, de los sujetos del aprendizaje. Es en esta zona, en efecto, donde las características de bildingsroman están más lexicalizadas. En El juguete rabioso, luego de un principio revelador (“Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca…” p. 17), la cuestión aparece más lateralmente (“El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja” p. 39).
En cambio, en Don Segundo Sombra las lexicalizaciones son más abundantes, tal vez porque sus características de relato iniciático quieren estar más a la vista. Bastaría ver la enumeración de saberes que abre el cap. X, cuando han pasado cinco años desde que Don Segundo llevó a Fabio “tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá” (p. 63) Como sea, lo importante es consignar las relaciones que Fabio tiene con los saberes que el texto despliega desde el principio. La primera oposición (coincidente con la topografía antes mencionada de adentro/afuera) es la de escuela/calle; esto podría aproximarse a la experiencia “truhanesca” de Silvio, pero evidentemente no es así: primero porque ante el riesgo de concluir “viviendo de malos recursos”, “una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas” (p. 14) y principalmente porque este adelanto rudimentario de su aprendizaje es sólo un curso de ingreso al otro, al básico, el que don Segundo y la pampa “ilimitada” van a ejercer sobre él. Para no entrar en detalles, remitimos nuevamente a la enumeración del cap. X. Que a su vez, y esto es lo fundamental, es la base de la inflexión final, la puesta a punto del estanciero que va a ser Fabio. Don Leandro reemplaza a don Segundo y “nos llamaba a su lado, para enseñarnos el manejo de un establecimiento” (p. 183). A lo que se suman “mis primeras inquietudes literarias” (p. 184). “Baste decir que la educación que me daba don Leandro, los libros y algunos viajes a Buenos Aires con Raucho, fueron transformándome exteriormente en lo que se llama un hombre culto”. Esta suerte de posgrado es la culminación no sólo del aprendizaje, exitoso y hasta placentero de Fabio, sino de todo el programa de la novela.
Ya adelantamos que en Arlt el problema es bien distinto. Silvio Astier hace un verdadero aprendizaje del mal, de la humillación y la miseria. Los títulos de los capítulos del libro son ilustradores al respecto: de “Los ladrones” a “Judas Iscariote”, pasando por “Los trabajos y los días”. Coincidente con lo conflictivo de la relación entre el hombre y el ambiente y entre el hombre y los otros hombres, se da una relación con el saber no menos problemática. Podemos relacionar esto con lo que decíamos antes respecto del discurso científico y tecnológico que cruza el texto, como parte de ese saber que Silvio procura. Un saber libresco (los folletines del principio, los libros que roban en la biblioteca pública, la librería de viejo, los “libros viciosos”, la biblioteca del ingeniero: una verdadera saturación) y marginal respecto de las instituciones (recordar cómo lo refuta el militar, p. 136). En este sentido, el robo a la biblioteca es una verdadera transgresión, que el personaje siente como ajeno, vedado. “Y yo era el que había soñado ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire” (p. 82) Todo el relato puede verse como la lucha por obtener un saber que es también un lugar en la sociedad, un derecho: de hablar (aunque sea de delatar; en todo caso, autorización para emitir el discurso propio: Arlt como escritor). En definitiva, un cambio de posición respecto del poder.
Lo que nos lleva al tema del dinero y de la propiedad (9). En El juguete rabioso está en un primer plano. Dinero y saber (“por algunos cinco centavos de interés me alquilaba sus libracos”, p. 18, el precio de los libros que roban en la biblioteca, p. 57 y 63, las dificultades de Lila para estudiar, p. 73). Dinero y sexo (“un beso de propina” p. 109). Dinero y poder (“la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero” p. 103) (10). Y, se ha dicho, para Arlt hay dos clases de dinero: el que se gana “a fuerza de trabajo” es “vil y odioso”, en cambio el que se adquiere “a fuerza de trapacerías”, habla con “un expresivo lenguaje” (11). Si humillar y ser humillado son tensiones básicas en la obra de Arlt (12) esos tipos de dinero son las materializaciones de esas dos relaciones antitéticas con el poder. Y vamos viendo que esa desarmonía esencial con el mundo no es metafísica o meramente psicológica, sino que responde a una determinada y muy concreta visión de la realidad social.
En Don Segundo Sombra, siempre en su misma línea, ni el dinero ni la propiedad plantean problemas irresolubles. El primer sueldo de Fabio como resero le sobra para comprar el potrillo. Así como gana en las riñas de gallo (p. 87) pierde en las carreras (p. 140), sin mayores inconvenientes ni lamentos. Diríamos: una relación “aristocrática” con el dinero, como si fuera indigno de un gaucho (o de un hombre, a secas) preocuparse por él. Especialmente justificado si nunca falta trabajo ni solidaridad social como para reemplazar las posibles carencias. Que por otra parte están tan obturadas en el texto como los alambrados, que sólo aparecen para ser destruidos (simbólicamente) por la arremetida del ganado libertario, sin que se produzca ningún conflicto. Lo que se reproduce aquí es lo que a otro nivel se condensa en la expresión “orgullo de dueño y domador”, vale decir, la consecución de un derecho “natural” (o en todo caso “naturalmente” adquirido) de ser dueño, propietario, estanciero, argentino, escritor.
La traición final, la delación del Rengo, es la extraña culminación del aprendizaje de Silvio. Podríamos decir que en Don Segundo Sombra también hay una traición. Cuando Fabio recibe su herencia (“consejos, plata y nombre”, p. 173), de pronto siente que “había dejado de ser gaucho” (p. 175) y acude a su padrino, el símbolo de esa vida que va a abandonar: “—¿Es verdad que no soy el de siempre y que esos malditos pesos van a desmentir mi vida de paisano?”. Ante la duda, punto crucial del relato, don Segundo viene a cumplir su función: “—Mirá— dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro— Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”. Donde toda la dialéctica de autovalidación del texto culmina en el ademán simbólico de sacralización y justificación eternas (13). Además, paradójicamente equivalente al del ingeniero con Silvio Astier: “Y su mano estrechó fuertemente la mía” (p. 222).
Se han propuesto varias “explicaciones” para la delación arltiana: acto gratuito, creación de un mundo a través de un relato, autodestrucción por un chivo emisario, mostración de determinadas estructuras sociales (la relación entre humillados; la actitud básica de la clase media) (14). Lo que nos interesa rescatar acá es la culminación de lo que venimos viendo: en un mundo inarmónico, donde el conflicto y la insatisfacción son sus marcas básicas, la traición es el acto ideal y simbólico que cancela toda posibilidad de reconciliación, toda ilusión de consuelo (en Don Segundo, hasta esa “traición” del resero es reabsorbida y resemantizada por la armonía preestablecida).
Es, también, una relación con el lector. Si Güiraldes arroja la edición de Xamaica en el pozo de su estancia (en otro ademán emblemático que por ello se ha vuelto, con justicia, legendario) luego se volverá hacia sus admiradores iniciáticos del martinfierrismo, en quienes ve por fin a los deseados interlocutores, lejos de un público filisteo que no lo comprende. Tal vez no haya imaginado el éxito futuro de su última obra, que perdura como lectura escolar, aparentemente expurgada de los contenidos históricos e ideológicos que estuvimos tratando de dilucidar. La traición final de Silvio (y de Arlt) es, quizás en este sentido, una trampa permanente para cualquier posible comodidad o neutralización, un “cross a la mandíbula”. Como sea, no se lee El juguete rabioso en las escuelas.




Notas:

(1) Para este tema ver Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos”, “La fundación de la literatura argentina”, “Vanguardia y criollismo: la aventura del Martín Fierro” en Ensayos Argentinos, Buenos Aires, CEAL, 1983; y Beatriz Sarlo, “Sobre la vanguardia, Borges y el criollismo” en La crítica literaria contemporánea (antología), Bs. Aires, CEAL, 1981.
(2) Este tema, en relación con Güiraldes, lo desarrollé en mi monografía anterior: “Don Segundo Sombra: ser nacional yxenofobia”.
(3) Cito según Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra, Bs. As., Losada, trigesimotercera ed., 1973.
(4) Esto se verifica graciosamente en otro nivel: si en un diálogo Fabio dice “culo”, más tarde como narrador dirá “nombre desdoroso” (el otro lado de la taba).
(5) Un excursus: en un programa de televisión durante la dictadura, el entonces famoso comodoro Güiraldes, de la familia del escritor, dijo algo así como que “a un gaucho verdadero (sic) jamás se le ocurriría pensar que las vaquitas son ajenas”, en obvia alusión a la canción de Yupanqui.
(6) Ver la célebre escena del rebencazo “casi insensible” (p. 56) y comparar con las escenas de Silvio en la Escuela Militar. “Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena” (p. 132).
(7) Cito según Roberto Arlt, El juguete rabioso, Barcelona, Bruguera, 1981.
(8) Ver al respecto David Viñas, “El escritor vacilante: Arlt, Boedo y Discépolo” en La crítica literaria contemporánea (op. cit.)
(9) Ver Ricardo Piglia, “Roberto Aflt: una crítica de la economía literaria”, Los Libros, Bs. As. nro. 29, marzo/abril, 1973 y Ricardo Piglia, “Roberto Arlt: la ficción del dinero”, Hispamérica, Bs. As., año II, nro. 7, 1974.
(10) Registramos incluso una curiosa metáfora: “sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma”, p. 35, que recuerda el proverbio latino: “pecunia alter sanguis”.
(11) Dinero, ciencia, saber. Magia. “Nos parecía que en aquel momento (cuando prueban el cañón) habíamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrábamos convertidos en dueños de la tierra”. Poder.
(12) David Viñas, op. cit.
(13) Ver David Viñas, Literatura Argentina y Realidad política, Bs. As., CEAL, 1982 (cap. sobre “Amos y criados…”).
(14) Ver Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, Bs. As., CEAL, 1982

(julio de 1986)

lunes, 14 de noviembre de 2011

El padrino: apuntes muy laterales



 La mafia italiana tiene algo de romántico, de heroico, de primitivo. Originariamente, es una “hermandad” que, en parte, enfrenta al ultraliberalismo. La “mano invisible” del mercado es reemplazada por la mano del Padrino, a la que besan sus protegidos. Precisamente, la mafia da “protección” frente a la inclemencia de ese mercado. Es cierto que después la vende. Lo que la hace finalmente antipática, lo que la prostituye definitivamente es que se vende a ese mismo capitalismo, se mimetiza con él. Y entonces empieza a funcionar como la contracara oculta, como una metáfora del capitalismo. En La Mafia, la película de Torre Nilsson, Alterio dice: “Basta de robarle al Estado, vamos a robar con el Estado.”
La parábola trágica de Michael Corleone, el héroe de guerra, es que empieza negándose a ser un mafioso. Después, se defiende en el Congreso, bastión de la democracia formal. Y, finalmente, está a punto de blanquearse completamente, Iglesia mediante, porque ya es imposible distinguir entre actividades mafiosas y capitalismo, entre ilegalidad y legalidad. Esto es, también, lo que lo precipita la culminación trágica, en el gran finale que es su desmesurado castigo. (A propósito, la escena culminante de la parte III: después de la ópera, lo que pasa afuera también es operístico. La realidad, coherentemente con el Coppola que hizo Apocalipsis y Golpe al corazón, funciona con la forma de ciertos géneros ficcionales.)
Con la figura del cantante protegido por la mafia (Frank Sinatra), Coppola está diciendo: ojo, la mafia está en el mundo del espectáculo también. Este mundo se maneja como la mafia. Yo mismo soy la mafia, ¿por qué no? Trabaja con tutta la famiglia: la hermana, el padre, la hija... Es legendario
que apretó al jurado de Cannes para que premiaran Apocalipsis... Tal vez por esto, comparado con Scorsese, Coppola es menos crítico de la mafia como tal, y quizás más crítico con la sociedad. ¿Cuál es metáfora de cuál?

(escrito para La Vereda de Enfrente, 1997)


sábado, 12 de noviembre de 2011

La novela del peronismo



Leer la literatura del peronismo es, se nos ocurre, leer la literatura argentina. Y no sólo del cincuenta para acá, sino desde su origen histórico, en sus mitos fundacionales, constantemente redefinidos. Toda literatura aparece tensionada entre esa reformulación de sus orígenes, su relación con lo contemporáneo y su impulso utópico. Busca en el pasado la causa del presente, o una metáfora iluminadora; causalidad y analogía, matrices ideológicas básicas del pensamiento occidental, devienen así procedimientos estructurantes de muchos textos que nos interesan.
“La literatura argentina empieza con Rosas”, dice Viñas. En este preciso sentido —la época rosista como cruce de tensiones ideológicas que generan por primera vez una literatura con perfiles propios—, es que volvemos a proponer el lugar común: la literatura argentina empieza con “El matadero”.
Escrito alrededor de 1838 y publicado recién en 1871, el relato de Echeverría surge como la “puesta en narración” de la oposición fundamental que el Facundo extiende por primera vez. Civilización y/o barbarie, etcétera. No hay una división del trabajo estricta, ya que en ambos hay “teoría” y “narración”, sólo que en diversas dosis. También los unen otras características comunes: su intención polémica, su estructura argumentativa.
En todo caso, “El matadero” se nos aparece como el gesto fundante de una forma narrativa que trata, por un lado, de ejemplificar la dicotomía sarmientina y, por otro, de resolver, si bien precariamente, el problema narrativo-ideológico de “contar al otro”. La otredad, ya en Echeverría, se carga con las connotaciones que trazan una línea, una serie literaria que queremos leer: es una fuente de constante amenaza (a la propia vida, pero también a la integridad de sentido y, también por este lado, a la tranquilidad, a la seguridad); consecuentemente, es un polo de seducción: se desea lo otro, lo que no soy yo mismo, pero al reconocer en ese otro parte de mí mismo, o a la inversa (y esto está clarísimo en Sarmiento), se reinstala el verdadero objeto del deseo, la Totalidad perdida.
Amenaza/seducción, entonces. El camino que va desde Los años despiadados (1956), de David Viñas, hasta La boca de la ballena (1974), de Héctor Lastra. Y pasa, obviamente, por el primer Cortázar, el de “Ómnibus”, “Casa tomada” y, más que nada, “Las puertas del cielo”, sin excluir la temprana novela, publicada póstumamente, El examen. El misterio de lo desconocido, lo indefinible, lo opaco, lo indecible (lo incomunicable es fuente de toda violencia, decía por entonces Sartre). Objetivación y exteriorización de lo irracional, lo intuitivo (valorado positivamente desde el pensamiento populista o la intelligentsia culposa). En suma, reificación de un polo de una contradicción real ideologizada. Como siempre, bajo la forma de hipóstasis o elipsis, de negación o desplazamiento, reencontramos, más sencillamente, la lucha de clases.
Ver en la oposición peronismo/antiperonismo una reedición aumentada y corregida de las luchas entre unitarios y federales del siglo pasado es un ejercicio particularmente infeliz, creo, de ahistoricismo, por completo reaccionario, practicado tanto por las corrientes historiográficas neoliberales como por las revisionistas, que al menos tienen la virtud de ser contestatarias (virtud bastante menguada, por cierto, cuando disfrutaron la gloria fugaz del oficialismo, de la hegemonía intelectual).
Pero justamente son estas matrices ideológicas las que nos parecen eficaces para estudiar las formulaciones literarias del peronismo, por la fuerza con que vuelven a actuar una y otra vez en las capas sociales cuyo imaginario incide en la producción de los textos considerados. Con todas las variantes posibles, pero con la determinación común de intentar abarcar, delimitar, “explicar”, un fenómeno que parece exceder toda estructuración. Si la escritura mantiene una relación de insuperable exterioridad con lo real, en el caso del peronismo esta limitación se vuelve acuciante, patética, acaso ridícula.
La revista Martín Fierro había propuesto, a mediados de la década del veinte, una suerte de “populismo oligárquico”. La segunda vertiente deriva en la revista Sur y su más notorio representante es, obviamente, Borges. Pero también el Mallea que en Historia de una pasión argentina propone otra dicotomía exitosa: la Argentina invisible frente a la Argentina visible, lo auténtico frente a lo artificial, lo telúrico frente a lo foráneo, el interior frente a la ciudad, etc. Cuando aquella Argentina invisible se muestra por fin y lava sus patas en la fuente impoluta de lo histórico, la elite intelectual se repliega ante una realidad demasiado dura para aceptarla de acuerdo con su propia teoría, y se refugia en ideales inmaculados, en un idealismo, como siempre, sospechoso.
La otra línea, que volveríamos a llamar “populista” si esta palabra no estuviera cargada tan negativamente, desemboca en ese monstruo literario que es el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, y que, ejemplificando las tesis del primer Borges en “El escritor argentino y la tradición”, arrastra a Joyce y a Virgilio por las veredas de un Villa Crespo mitológico.
Y, si las revistas literarias marca(ba)n en la Argentina los avatares generacionales de nuestra intelectualidad, no hay duda de que sigue Contorno. La revista de los Viñas, Masotta, Jitrik, Sebreli y otros pocos se constituye a partir de dos determinaciones principales, muy relacionadas entre sí, aunque haya una ligera derivación cronológica de una hacia otra. Primero, hacer una revisión de la literatura argentina al margen de la hagiografía oficial; segundo, pensar la historia argentina desde un presente en el que el peronismo aparece como referente global, como trauma estructurante, como deuda impaga. Este juego de relaciones produce un equilibrio inestable, que puede rastrearse privilegiadamente en las novelas de David Viñas.
Por un lado, hay que estar contra el peronismo sin ser antiperonista (“Contreras pero no gorilas”); por otro, buscar o crear un espacio de izquierda democrática y nacionalista entre el ala progresista de Sur (la Unión Democrática va convirtiéndose en un recuerdo vergonzante) y algunos aspectos positivos del peronismo. Pero las superposiciones son inevitables y llevan tanto a la crítica despiadada (y acaso injusta) de Jauretche como a la utópica síntesis frondizista.
Contra el maniqueísmo peronismo/antiperonismo, entonces, buscando soluciones dialécticas. Pero, a la vez, con la impronta sartreana de “ensuciarse las manos” y enfrentar ciertas opciones por sí o por no. Es en este campo de fuerzas discursivas donde hay que leer, creo, Un Dios cotidiano, Los dueños de la tierra y, sobre todo, Los años despiadados.
Desde el título se plantea una polisemia triangular. Si esos “años” son los del peronismo y a la vez los de la adolescencia, el texto postula la época peronista como una forma de adolescencia: transición, crecimiento desgarrante, aparición de lo que está oculto, larvado. Pero, por otra parte, el adolescente prototípico es Rubén, con su ambigüedad sexual, sus vacilaciones, su inserción de clase (Sebreli, por esta época, decía que la juventud es un mito de la conciencia burguesa, que el proletariado pasa directamente de la niñez a la adultez). Rubén-Rubi-el rubio representa esa suerte de “pecado original” de la clase media que Masotta analizara en su libro sobre Arlt. Sus relaciones con Mario, el “morocho”, son de una dominación reversible: si Mario es todopoderoso, hace lo que le da la gana, “se los coje a todos”, Rubén lo domina discursivamente (en el extraño capítulo VI, donde juegan de acuerdo con sus reglas).
Rubén mira al mundo desde arriba, desde su “torre”; su poder es visual, discursivo, ficcional, “masturbatorio”. El lugar de Mario (del peronismo) es la realidad, “las cosas”, el mundo verdadero, sobre todo la calle. Ése es el escenario de la violación, que consuma lo no explicitado de “El matadero”, y de alguna manera lo justifica.
El peronismo aparece, entonces, no sólo como lo oculto de la sociedad argentina (lo “invisible” de Mallea), sino también como una especie de culpa que la clase media quiere o debe expiar. El objeto (inerte, explotable, narrable) que se vuelve sujeto. La mirada desde arriba, correlativamente, se vuelve desde abajo (la posición del violado).
Habría que agregar a este esquema sus ratificaciones laterales (sin dudas, cualquier texto de Viñas abunda en sobresignificaciones), especialmente en el personaje de Ofelia, hermana de Rubén, en la que la fascinación ambigua hacia el peronismo está explicitada hasta otras formas de consumación.
El texto se construye en base a estas tensiones: el peronismo sigue siendo la masa informe, agresiva, poderosa, inorgánica; pero también síntoma, emergente de una realidad social de cuyas contradicciones el texto quiere hacerse cargo. Esta realidad es vista bajo una forma sartreanamente totalizadora en la que cada elemento puede y debe ser relacionado con otros, y cada nivel tiene su correlato en otro nivel, apuntando hacia la recuperación de un sentido global. De esta manera, la lucha de clases puede tener su manifestación en la sexualidad y ésta, por lo tanto, ser metáfora de aquélla.
Estas sobredeterminaciones de cada unidad narrativa hacen la lectura un tanto pesada, reiterativa, quizás obvia. A esto también contribuye el “estilo” particular de Viñas, en el que se mezclan constantemente la percepción, la reflexión y el recuerdo (con abundancia de signos gráficos ad hoc, comillas, guiones interiores, bastardilla). Esta proliferación parece inevitable cuando se plantea la necesidad de dar cuenta de una realidad social, histórica, psicológica, entendida como una dialéctica entre mundo e interioridad, y al mismo tiempo se admiten las limitaciones de la escritura, siempre resistente a las presiones de lo referencial. La distancia de lectura puede perjudicar un poco al texto, pero no si se lo coloca frente a otras soluciones narrativas contemporáneas.
El peronismo como lo indecible, como lo inenarrable. Como maldición.
Otros textos, intentan dar cuenta del fenómeno de una manera indirecta, perpleja, irritada. Fin de fiesta (1958), de Beatriz Guido, desarrolla la historia de un caudillo conservador de Avellaneda, en el que puede reconocerse claramente al famoso Barceló; sus tácticas de dominación son descriptas con la frialdad cínica que sólo puede dar una mirada demasiado cercana a ese mismo mundo decadente. Pero la estructura general del libro reproduce el esquema argumentativo de “El matadero”: a partir de la caída del caudillo provincial (que muere un 17 de octubre), toda la política nacional se ve dominada por su estilo. El texto había sido una metáfora del peronismo, cuyo significado se revela al final y que lo muestra, otra vez pero desde un punto de vista opuesto, como el emergente de una vida nacional metafísicamente predeterminada.
La ribera, de Enrique Wernicke (1955), y Nada que perder (1982), de Andrés Rivera, también extienden dos largas historias cuyo tiempo narrativo se detiene cuando aparece el peronismo. El primero contrapone el individualismo de un burgués desarraigado con la militancia antinazi, durante la dictadura militar previa al gobierno de Perón, pero acentuando la continuidad final del régimen. El segundo hace un verdadero relevamiento del sindicalismo clásico de izquierda, hasta la década del cuarenta, en la que el peronismo puede verse, forzando los ojos, por contraposición.
Responso, de Juan José Saer, da otra respuesta, más parcializada, tal vez más eficaz. El relato propone la decadencia personal de un ex-sindicalista, a partir de 1955, pero su referencialidad es escasa, indirecta, sutil. Saer acumula los rasgos de esta “caída” sin abundar en sus causas, estableciendo todo un programa narrativo en el que la política sólo podrá entrar sesgadamente a la ficción (como en Cicatrices, Nadie nada nunca e incluso Glosa).
Del sesenta para acá, cómo ignorarlo, las cosas cambian. Ocurre la “conversión” de gran parte de la izquierda al peronismo; entra en crisis un modo de representación de la realidad. Es la serie que incluye textos tan contrapuestos y a la vez extrañamente relacionables como Operación masacre de Walsh y El frasquito de Gusmán. Ésta es otra historia, pero todavía es nuestra historia.

(mayo-junio de 1989)


jueves, 10 de noviembre de 2011

Bosquejo de cuatro tesis sobre literatura argentina contemporánea




(—Bisbis bisbis —dijo Feuille Morte.
—Es lo que digo yo —dijo Polanco.
—Dejen escuchar, dejen —protestó Calac.)


Tesis N.º 1

El poder: figuras y personajes


El título alude a la distinción hecha por Barthes en S/Z (cap. XXVIII, pág. 55). El personaje como ligado al nombre propio y la figura como constelación simbólica que circula por los textos sin quedar fijada a un personaje único.
Se trataría, entonces, de rastrear a los personajes y las figuras del poder en cierta literatura latinoamericana, tal vez la más conspicua, que alguien llamó “la novela de dictadores”. Por ejemplo: La vorágine, Doña Bárbara, El señor presidente, Redoble por Rancas, Yo el supremo, etc.
(Justamente en la primera de las novelas mencionadas se tematiza esta cuestión: “Y no pienses que al decir Funes he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico.”)
¿Qué revelaría sobre la sociedad latinoamericana esta figuración prefoucaultiana del poder que encarnan tales personajes? ¿Se puede homologar con la literatura argentina, desde Rosas a Perón? Y si es así: ¿Hay un momento de ruptura, alternativas, algún quiebre en la concepción tradicional del poder, un disparo hacia otras formas de representación?
Ejemplificar con La vida entera.
Aquí no sólo el poder está cuestionado a través del tema del conflicto y la sucesión (bajo la marca genérica del policial “negro”, por ejemplo Cosecha roja, de Hammett), sino que también se propone un esquema foucaultiano de poderes paralelos, ramificados y microscópicos. Los dos bandos que combaten sordamente entre sí también tienen sus conflictos internos, con evidentes referencias a la situación política que hace eclosión en los setenta (el enfrentamiento de los dos sectores del peronismo), pero de una manera harto diferente a la de, por ejemplo, No habrá más penas ni olvido.

(—Juná cómo habla este coso, che —exclamó Polanco, ofendido—. Constelación simbólica, homologar, esquema foucaultiano, eclosión. No hay derecho.
—¿No te hace acordar a alguien que yo sé? —preguntó Calac.
—Propiamente.)


Tesis N.º 2

Saber y no saber: el acto del desciframiento


Sin duda, como bien dice Piglia, cuando Sarmiento escribe la célebre frase en su huida a Chile quedan divididas las aguas en la sociedad argentina: bárbaros son los que no saben leer esas palabras en francés.
¿Qué tipos de saberes circulan desde entonces en la literatura? ¿Qué saberes privilegia y cuáles denigra? ¿En qué lugares y en qué sujetos?
Sarmiento extiende un saber libresco: es el científico tocquevillesco que, sin haber estado nunca en la pampa, la describe en profundidad, sin hesitaciones, provisto de su instrumental crítico, intelectual. El saber empírico del rastreador y el cuasi-mágico de Facundo quedan relegados a formas primitivas de inteligencia natural, casi animal: la barbarie, en fin, simplemente erradicable con escuelas y maestras importadas.
(De ahí la respuesta de Mansilla, en Una excursión…: no sólo ironías dirigidas a su “enemigo” Sarmiento, sino también punto de flexión del proyecto liberal; él es un erudito a la violeta, sí, pero su saber es tan libresco como empírico y se ufana de ambos, que así se ratifican mutuamente.)
El Genaro de En la sangre es irredimible a través de la educación, como prefigurando el fracaso de las maestras de Gálvez y Lynch.
El otro extremo de la cuerda es, por supuesto, Don Segundo Sombra. Allí los términos y los valores se invierten: ahora el saber privilegiado es el empírico (ver, por ejemplo, el célebre capítulo XI), condición de posibilidad de cualquier posterior adquisición intelectual válida. Recién después de ser “gaucho” se puede ser “estanciero” (se tiene el derecho de serlo), sólo después de tener el conocimiento directo y vital se pueden aprender otras cosas, de otra manera (por eso el estanciero simbolista puede narrar al gaucho idealizado).
A partir de Arlt, otra inflexión: el saber fragmentado de la ciudad moderna, la destrucción de toda certeza, la relación saber-poder a través de la búsqueda del éxito científico-económico.
Borges y sus dos linajes (Piglia); el escritor argentino tiene la posibilidad de ser universal y tomar lo que le conviene de otras culturas: otra vez el saber libresco, a la vez autorizado por derecho de nacimiento y de lenguaje, y parodiado en sus límites.
¿Cómo se coloca frente a esta tradición compleja la narrativa contemporánea? Sin duda, bajo la herencia contradictoria (o tal vez complementaria) de Arlt y Borges. El saber ha estallado en pedazos y es necesario reconstruirlo; el sentido es una producción, no un dato; el pasado, como la realidad misma, es un texto que hay que descifrar. De ahí la permanente figuración de ese acto, el de descifrar textos, fotos, inscripciones. Analizar cada caso: Respiración artificial (las cartas de Arocena), El vuelo del tigre (Nabu y las fotos), Insomnio (la Biblia y los grafitti del Empecinado), En el corazón de junio (los textos de Flaubert, Joyce).

(—No hay dudas, che. Este tipo es un petiforro —dijo Calac.
—Para mí que es un cronco —se opuso Polanco.
—No le voy a permitir.
—Bisbis bisbis —pidió Feuille Morte.)


Tesis N.º 3

El pasado como origen y como metáfora


Podría decirse que hay dos maneras fundamentales de utilizar el pasado histórico para investigar narrativamente el presente. Una, considerarlo el origen de ese presente (explicación por casualidad). Otra, como una metáfora (explicación por analogía). Es preciso ver también que ambas formas están relacionadas entre sí y por eso mismo se prestan a confusiones, a sobreentendidos ideológicos y, tal vez, en el límite, a mala fe.
Halperín (en su artículo de Ficción y política) propone que Respiración artificial y Cuerpo a cuerpo tienen en común ver al presente en feroz ruptura con el pasado. Como si investigaran la historia argentina para hallar las causas de un presente atroz y descubrieran que, pese a las apariencias, éste es radicalmente nuevo y extraño. Se podría discutir: el periplo Descartes-Hitler que propone Piglia puede homologarse a la trayectoria proyecto liberal-dictadura del ’76, como también parece plantear la progresión de epígrafes en Viñas (de Alberdi a Saint-Jean). Pero acá volvemos a lo mismo: ¿origen o metáfora?
La respuesta parece clara en estos ejemplos: origen. Pero, cuando Viñas dice (en otro trabajo reciente) que los indios son los desaparecidos de 1879, ¿qué operación semántica e ideológica está haciendo? ¿Qué relación, qué continuidad en el tiempo puede asignarse a los masacrados-masacradores de entonces y los de ahora? Ésta es la zona más nebulosa de la cuestión. (Ver también los anacronismos deliberados del Dorrego.)
La época de Rosas es particularmente fecunda para estos malentendidos. Desde la famosa comparación Rosas-Perón (en J. M. Rosa, en Borges, con distinta valoración) hasta otras propuestas (ver En esta dulce tierra, La malasangre, etc.). Hasta el libro de John Lynch sobre Rosas abunda en comparaciones tendenciosas, llamando a la Mazorca “grupo de tareas” o “parapoliciales”. De vuelta a Lo Mismo: ¿se compara para iluminar o para señalar un origen y una continuidad nunca aclarados del todo?

(—¿Y, en qué quedamos? —preguntó Calac.
—Yo qué sé. Esperá que termine.
—Sí, pero le pidieron tres páginas y ya van como diez.
—Bisbis bisbis.
—Eso: ¿qué le queda para la monografía, che?
—Pará que ahí viene la última —dijo Polanco.)

Tesis N.º 4

Polifonía de la enunciación y sujetos históricos


Ducrot (en El decir y lo dicho) propone, a partir de Bajtín, por supuesto, llevar el concepto de polifonía desde los conjuntos de enunciados (textos) a la enunciación misma. Así, trabaja la ironía, la presuposición, la negación. Dado un único enunciado (que coincide aquí con la oración) se verifican un solo locutor (o “autor”) y dos o más sujetos enunciadores.
Estos procedimientos (y otros) pueden rastrearse sistemáticamente en las novelas del corpus: Respiración artificial, En esta dulce tierra, Glosa (llevado a la parodia total).
Es decir que, por una parte, en el conjunto de los enunciados: reconstrucción de sentidos (intento de), pluralidad versus unidad, dialogismo del discurso literario frente a monologismo del discurso oficial. Pero también, por otra parte, en la enunciación, cuestionamiento de la unidad de producción del discurso: frente al proyecto de la dictadura de construir un emisor monolítico (en los comunicados, en el Informe Final) que habla desde la Verdad o desde el Ser Nacional, la desestructuración de esa emisión, la desapropiación de los enunciados y la disgregación de sus enunciadores.
No es que no haya emisor (muerte del Sujeto), sino que hay que reconstruirlo, hay que proponer (encontrar, producir) nuevos sujetos portadores de nuevos sentidos (o a la inversa), operación a la vez netamente historiográfica y narrativa (cfr. Hayden White). Frente al agotamiento de los Grandes Relatos vernáculos (liberalismo y revisionismo), frente a las continuidades y los orígenes canonizados (v. supra), fragmentación y redistribución de enunciados y enunciadores históricos para encontrar nuevas filiaciones, nuevas identidades.

(—¿Terminó? —preguntó Calac.
—Aparenta.
—Y el pescado sin vender. ¿Vos entendiste algo?
—No, y creo que el punto tampoco tiene las ideas muy claras.
—Habrá que proponerle alguna bibliografía, habrá.
—Bisbis bisbis —aplaudió Feuille Morte.)

(Junio de 1988)