jueves, 21 de junio de 2012

Del otro lado del muro


Reseña de 
Los otros. Una historia del conurbano bonaerense
de Josefina Licitra, 
Buenos Aires, Debate, 2011, 232 páginas


La «crónica» podría considerarse uno de los géneros más típicos de la literatura latinoamericana, salvo por el hecho de que esa palabra se aplica a textos (y contextos) muy distintos entre sí. Dos puntos nodales de esta demasiado amplia clasificación serían la «crónica de Indias» y la «crónica modernista».
Algo de esta última (Martí, Darío, Gutiérrez Nájera) quizás pueda relevarse en su avatar contemporáneo: por un lado, el más superficial, la relación con el periodismo y, consecuentemente, con el mercado, la relativa profesionalización del escritor, etc.; por el otro, una posible explicación, vagamente historicista: lo finisecular, el arduo procesamiento de los cambios sociales, una nueva forma de relacionarse con un nuevo público. Y aquí el tema se muerde la cola para volver al (super)mercado, a la góndola que dice «Crónica» para que el consumidor se acerque a comprar sin buscar demasiado.
Como se sabe, a mitad del siglo XX, aparece la «non fiction», adelantada entre nosotros por Rodolfo Walsh (un punto de comparación al que es canónico recurrir, y más adelante tendré que hacerlo), y en el Norte por Truman Capote, Tom Wolfe, Richard Kapuscinski y muchos otros. Actualmente, grandes «cronistas» hay en nuestro país (María Moreno, Matilde Sánchez, Martín Caparrós, Cristian Alarcón, Leila Guerriero, Josefina Licitra, autora de Los otros), y en toda Latinoamérica, como el chileno Pedro Lemebel, el peruano Jaime Bedoya, el colombiano José Alejandro Castaño, los mexicanos Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Guadalupe Loaeza, etc. Asimismo, se multiplican antologías, como esta, reciente.
El libro de Licitra, en la introducción, comienza admitiendo sin ambages su origen, su punto de partida: «A fines del año 2008, Glenda Vieites ─editora de este libro─ me propuso hacer un libro que contara el conurbano bonaerense».

Mapa del sur del Conurbano.

Ahora bien, el Conurbano, en los últimos años, se ha convertido en un recurrente cronotopo (el término es de Bajtín) de la literatura argentina, desde Villa Celina, de Juan Diego Incardona, hasta las muy recientes Kryptonita, de Leonardo Oyola, y Los mantenidos, de Walter Lezcano. Sin olvidar las obras pioneras, y quizás poco recordadas, de Jorge Asís (La calle de los caballos muertos, por ejemplo). Se trata de coordenadas espacio-temporales que configuran mucho más que un telón de fondo para la acción (ficticia o no): un locus, definido como un posible (pero inestable) lugar de enunciación, al mismo tiempo que un enigma para ser develado desde adentro o desde afuera.
En este cruce (dramático) afuera-adentro, se sitúa el relato de Los otros. Que, como a continuación explica la autora, renuncia a esa primera propuesta («contar el conurbano»), imposible por demasiado ambiciosa, para concentrarse en una historia del conurbano; historia que, así, se transformará en una suerte de matriz metonímica, sino de símbolo o incluso alegoría: «… en las manzanas que bordean el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de indigentes llamado Acuba. Y entre ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente, una historia».
Esta historia tiene un centro espacial, Lanús, y otro temporal: el 29 de mayo de 2009 (hace tan poco y tanto a la vez), en el que, tras una movilización de los habitantes del asentamiento de Acuba, Héctor Daniel Contreras, uno de ellos, es asesinado por un disparo atribuido a Antonio Baldassarre, habitante del «barrio de los italianos» (clase media en decadencia), del otro lado del muro. «Nadie sabe cómo pasaron las cosas, pero a esta altura quizás tampoco importe. Lo que importa es por qué», es una sorprendente afirmación de la autora. Sorprendente por tratarse de una crónica de raíz periodística, pero también indicadora de que la pregunta central se traslada de los hechos a sus causas; y sugiere desde el vamos que no va a haber respuestas.

El muro de ACUBA.

De ese nodo espacio-temporal, derivan otras historias y otros emplazamientos. Aparecen «personajes», muy atractivos, muy bien trazados; sobre todo, Marcelo Rodríguez, líder popular que va de puntero político a jefe de Seguridad de la feria de La Salada. También, Gabriel Gaita, presidente de Gaita SRL, la curtiembre que «apadrina» el asentamiento. «Gaita y Marcelo se entienden: parecen mirar desde una misma oscuridad… Gaita es como Marcelo Rodríguez pero blanco».
En todo momento, la autora se preocupa por dejar clara su situación, su foco: «Soy una mujer de clase media haciendo un libro sobre pobres, las cosas como son». Al respecto, hay una escena clave (tanto en el nivel del relato como en el nivel simbólico): el cruce del precario puente sobre el Riachuelo, para llegar a la Feria. Y, en la escena final, la del juicio, también se deslizan enunciados significativos entre esos mismos niveles, como: «dónde hacer la fila ─en qué lado pararse─ suele ser una pregunta inquietante».
El texto narrativo básico está «cortado» por otros géneros, como las cartas de la madre del chico muerto y una especie de poema (en realidad, una prosa desmembrada en incisos), en la voz de Adriana Amado, investigadora de la universidad de La Matanza, que se configura, por delegación, como el principal testimonio político opositor («la obra de los Kirchner», etc.).
«Acá hay víctimas por todos lados», se dice. Cierto. Pero, y lo repito, es muy llamativo (o, mejor dicho, sintomático) que la autora renuncie a «establecer» los hechos. En el juicio, Baldassarre es condenado, porque «Es política, es política», como dice una señora del barrio italiano luego de oír la sentencia. Pero ¿es culpable? No lo sabemos; no se puede saber.

Contaminación del Riachuelo.

Cerca del final de ¿Quién mató a Rosendo?, Walsh resume su reconstrucción de la escena del crimen y, en ella, la trayectoria de los disparos. Concluye: «Esa es mi “conjetura” particular: que el proyectil número 4 fue disparado por Vandor, atravesó el cuerpo de Rosendo García e hizo impacto en el mostrador de La Real, que hasta el día de hoy exhibe su huella. Admitiendo que no baste para condenar a Vandor como autor directo de la muerte de Rosendo, alcanza para definir el tamaño de la duda que desde el principio existió sobre él. Sobra en todo caso para probar lo que realmente me comprometí a probar cuando inicié esta campaña: Que Rosendo García fue muerto por la espalda por un miembro del grupo vandorista».
La trayectoria de la bala que mató a Contreras podría haberse rastreado de la misma manera, pero su cruda materialidad ya no pertenece al mundo líquido de hoy. Y esta imposibilidad marca los límites (o quizás el horizonte) de la «nueva crónica».
Nicolás Mavrakis, en su reciente #Fin del periodismo y otras autopsias en la morgue digital (CEC, 2011), propone: «La “crónica tradicional”, en la que un sujeto único construía una representación única del mundo a partir de una subjetividad única en contacto con un bagaje limitado de “impresiones”, es cada vez más un dispositivo textual en tensión con un sujeto colectivo que construye una representación colectiva del mundo a partir de una subjetividad colectiva en contacto con un bagaje ilimitado de “impresiones”… ¿Cuál es entonces la “crónica” interesante? La que precisamente se desapega en tanto dispositivo, forma y discurso textual de la subjetividad única y desnuda a partir de su propia exploración la angustia del género. Esto es: la angustia del cronista que se reconoce incompleto e incapaz de insertarse con gusto en el Olimpo de las subjetividades aristocráticas que ofrecen la seguridad del sentido único, ordenado y completo del mundo… ¿Por qué simular que lo que dicen y piensan “los otros” en realidad les pertenece de manera verificable, cuando solo se trata de palabras e ideas recortadas, seleccionadas y editadas a gusto y necesidad del narrador?».
Los otros se sitúa precisamente (lúcidamente) en esta encrucijada —de la historia, del periodismo, de la crónica, de la «verdad»— en que sólo quedan preguntas, y las respuestas son muy distintas a cada lado de un muro poroso y a la vez infranqueable.

Josefina Licitra.


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