lunes, 11 de marzo de 2013

Breaking Bad: viaje a las tinieblas del corazón



Después de haber visto las cinco temporadas de Breaking Bad, en pocos días, casi alelado, adictivamente, surgió una pregunta tan acuciante como innecesaria: ¿por qué casi todos dicen que es una de las mejores series de la historia? O, lo que es lo mismo, ¿qué tiene para producir ese efecto de conmoción esta serie que podría haber sido una más del género policial?
Primero, veamos algunos detalles preliminares. BB es una serie creada por Vince Gilligan, cuya primera temporada fue emitida en 2008 y constó  de solo 8 capítulos, a causa de la contundente huelga de guionistas de ese año. Las siguientes temporadas fueron más largas (no mucho: 13 episodios), y la quinta y última se programó dividida en dos partes de 8 cada una. La primera ya fue emitida en 2012, y se espera —con síndrome de abstinencia— la última parte para julio de este año.
¿Qué «cuenta» BB? Brevemente: Walter White (Bryan Cranston), de 50 años, es un profesor de química en una secundaria pública, muy «sobrecalificado» para ese puesto, tan agobiado por deudas que incluso trabaja por las tardes en un lavadero de autos. Su esposa, Skyler (Anna Gunn), embarazada, es escritora de cuentos infantiles, pero por el momento se dedica a ayudar la economía familiar vendiendo chucherías por e-Bay. (Las alusiones a la crisis económica de los últimos años es evidente: eternas hipotecas impagables, desocupación; luego, los limitados y carísimos servicios médicos.) Tienen un hijo adolescente afectado por una parálisis infantil, Walter Jr. (RJ Mitte). La hermana de Skyler, Marie (Betsy Brandt), es metiche y cleptómana pero, sobre todo, tiene un esposo, Hank Schrader (Dean Norris), que es agente de la DEA.


En este escenario suburbano, familiar, casi banal (Albuquerque), se desencadena una módica tragedia americana: a Walter se le diagnostica un cáncer de pulmón, probablemente terminal, y al mismo tiempo, casi por casualidad (gracias a Hank, en realidad), descubre las potencialidades económicas de la fabricación de metanfetamina, la droga del momento. Como químico, advierte que está capacitado para fabricar la versión más pura del «cristal», y esa misma casualidad lo lleva a contactarse con un joven exalumno problemático, Jesse Pinkman (Aaron Paul).
¿Qué más? En el primer capítulo, ya está casi todo planteado. De ahí en adelante, la trama se desarrolla «lógicamente», como un desprendimiento de estas premisas iniciales: dónde cocinar la droga, quién puede distribuirla, cómo ocultarse de su familia, por la que supuestamente Walter hace todo eso: para asegurar su tranquilidad económica cuando él ya no esté (además de pagar el mejor tratamiento para su enfermedad).
Con el correr de la serie, quedará claro que estas últimas intenciones no son las principales. Y, como siempre en la estética norteamericana, de Hemingway a Hitchcock, lo que verdaderamente cuenta no es lo que «se cuenta».
Se ha discutido mucho el significado del título, así como su dificultosa traducción al castellano. Según parece, to break bad, en billar y otros deportes, significa que las bolas no son bien dirigidas en el inicio del juego. Por extensión, se puede aplicar a una persona que toma el «mal camino» en la vida, que se hace delincuente. En el Urban Dictionary, hay más matices de la expresión: «to go wild, get crazy, let loose, to forget all your cares and just plain not give a sh**, to have a great time, to break out of your mold. To completely dominate or humiliate through sheer superiority». Liberarse, salirse del molde, tomar el control…
Volvamos ahora a la pregunta inicial. ¿Por qué BB es tan extraordinaria? La respuesta fácil surge enseguida: porque tiene muy «buenos» diálogos, dichos por actores increíblemente «buenos». (Agreguemos, ya que estamos, a Bob Odenkirk, el caricaturesco abogado Saul Goodman; a Giancarlo Esposito, el todopoderoso narco Gus Fring, y a Jonathan Banks, el asesino infalible Mike Ehrmantraut; estos dos últimos, de una sutileza notable.) Todo eso, con un argumento que consiste (como debe ser) en la administración cuidadosamente dosificada de numerosas inverosimilitudes, basándose, más que nada, en una gran capacidad de recuperación y desarrollo de «cabos sueltos» —nunca todos, sería imposible—, a veces mediante flashbacks (¿cómo hizo Jesse para tener una casa rodante?), pero incluyendo también flashforwards (ya sabemos que Walter cumplirá 52 años lejos de su casa y con pelo…), recurso que no es tan común en este tipo de series.
Incluso hay una variedad de recursos de un gran desparpajo: el videoclip con el narcocorrido de Los Cuates de Sinaloa con que empieza el episodio 7 de la segunda temporada («ese compa ya está muerto, / no más no le han avisado»); el episodio 10 de la tercera, «Fly», cuasi beckettiano, que prácticamente transcurre por completo en un solo escenario de encierro y parece desgajado del resto de la trama (aunque tiene muchas, sutiles, relaciones con ella). En el episodio 4 de la cuarta temporada, hasta hay una «puesta en abismo», cuando Skyler prepara un «guión» para hacer verosímil el cuento de un Walter ludópata que ha ganado su flamante fortuna en el juego.


Decir que todo esto es «bueno», y mucho, no resuelve el problema, lo convierte en un loop. Ante el desconcierto, como hacían los antiguos, recurramos a un oráculo, o al menos a una cita de autoridad.
En su artículo sobre Casablanca (incluido en La estrategia de la ilusión), Umberto Eco se pregunta algo parecido: «¿Cuál es entonces la fascinación de Casablanca? Pregunta legítima, ya que Casablanca, estéticamente (o desde el punto de vista de una crítica exigente), es una película muy modesta. Fotonovela, folletín, donde la verosimilitud psicológica es muy débil y los efectos dramáticos se encadenan sin demasiada lógica».
Un principio de respuesta es que «sus autores han metido de todo un poco en la trama argumental, y para ello eligieron material del repertorio de lo tradicionalmente aceptado. Cuando la elección de lo ya aceptado es limitada, se obtiene un film amanerado, de serie, o incluso kitsch. Pero cuando de lo aceptado se utiliza verdaderamente todo, lo que se logra es una arquitectura como la Sagrada Familia de Gaudí. Se logra el vértigo, se roza la genialidad».
Y, en definitiva, «entra en juego una intriga de Arquetipos Eternos. Situaciones que han presidido las historias de todos los tiempos. Aunque habitualmente para hacer una buena historia basta con una sola situación arquetípica. Y sobra. Por ejemplo, el Amor Desgraciado. O la Fuga. Casablanca no se contenta con eso: las mete todas […]. Pero justamente porque están todos los arquetipos, justamente porque Casablanca es la cita de otras mil películas y porque cada actor repite en ella un papel interpretado otras veces, opera en el espectador la resonancia de la intertextualidad. […]. Cuando todos los arquetipos irrumpen sin pudor alguno, se alcanzan profundidades homéricas».
Desde ya que BB opera con una acumulación de lugares comunes, mil veces vistos: el fracasado redimido; la enfermedad que cambia la vida del protagonista; el asesino despiadado, pero leal y hasta afectuoso; el narcotraficante insospechable; el joven junkie rechazado por sus padres; los crudelísimos narcos mexicanos; el horror escondido en la cotidianidad campirana, aparentemente luminosa (a la inversa de The Wire, donde todo es oscuro, en un escenario posturbano). Incluso muchos de estos tópicos rozan deliberadamente la parodia (los primos Salamanca; un picapleitos, más digno de Los Simpsons, que tiene solución para todo). Sí, el vértigo.
Hay, también, múltiples referencias intertexuales, desde Whitman (irónico: el alabado progreso también lleva a fabricar drogas cada vez más letales) hasta el Scarface de Pacino-De Palma.
Por supuesto que BB también puede ser vista como una metáfora de los Estados Unidos actuales, en el sentido de lo que subyace en una apacible vida de familia suburbana, más o menos apegada a valores tradicionales. Esta lectura, tanto como la que refiere a una clase media yanqui arrojada a insólitos niveles de degradación por la mala situación económica, es pertinente y debe ser consignada, pero nunca puesta en un primer plano.
Por otro lado, el tema moral se discute de vez en cuando, aunque el protagonista no busca ninguna justificación («Si crees que existe el infierno…, bueno, nosotros estamos bastante metidos»). La oscuridad de la serie va mucho más allá de lo políticamente correcto: pensemos en la cantidad de chicos que aparecen, matando, muriendo o a punto de morir.
De hecho, por más que Walter repita cada tanto «lo hice por mi familia», enseguida se entiende que hay algo más. Esto queda claro, quizás demasiado, en los últimos episodios: lo que él quiere construir es un «imperio», léase (entre otras cosas) resarcirse por haber abandonado en su juventud la sociedad con unos amigos, que pudo hacerlo billonario. Es decir, lo que quiere es reconstruirse a sí mismo.
Una pregunta final: ¿qué impacto tendrá el fin de la serie? Gilligan ya ha anunciado que no contentará a todos, pero eso es una obviedad. ¿Terminará, inevitablemente, «mal»? Ya hemos presenciado ciertas decepciones (exageradas): en el final de House, por ejemplo. Pero no habría que darle tanta importancia a esto; me atrevería a proponer que, en una serie, y una tan extensa, el final, aun siendo el resultado consciente, y por lo tanto significativo, de una elección entre (pocas) alternativas, no alcanza a resignificar absolutamente todo lo anterior (como se vio más claramente en Lost).
Hay pocas opciones. Veremos cuál de ellas nos tiene reservada BB. Quizás haya una sorpresa (sobre todo, si se piensa en una película futura, como ha sugerido Cranston). Escribo este artículo ahora, cuando aún no lo sabemos, para adelantarme a negar o minimizar cualquier brusca resignificación que un final produciría en un sentido o en otro. Lo que seguirá importando es ese viaje (compartido) al corazón de las tinieblas: las que están, a su vez, en el corazón del protagonista.

(Publicada en revista El Gran Otro, enero de 2013)




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