domingo, 16 de febrero de 2014

Popeye y Tiburcio o el patronazgo del mal

Popeye y Tiburcio 
o el patronazgo del mal


(Pablo Escobar, el patrón del mal, la telenovela que canal 9 está emitiendo en estos días, mucho tiempo después de su difusión en YouTube, me obligó a reflotar un texto inacabado, parte de una investigación académica más amplia sobre el liderazgo populista “paraestatal”.)

A fines de 2009, John Jairo Velásquez, alias Popeye, uno de los sicarios más importantes de Pablo Escobar Gaviria, dio una entrevista exclusiva a Ilia Calderón, periodista de la cadena colombiana de noticias Univisión.(1)


Más allá de tener en cuenta que, en este caso (quizás como en todos), la díada enunciación/enunciado debe ser interpretada en el marco de una estrategia comunicativo-jurídica, hay un punto que quiero destacar especialmente.
En el minuto 4:52 de la entrevista, dentro del contexto de una “confesión amplia” (aunque ambigua), Popeye afirma sin ambages: “Un año [Pablo Escobar] ordenó matar a mi mujer y yo la maté”.
Casi de inmediato (en el minuto 6), se da el siguiente diálogo con la entrevistadora:
“—Cuando él le da la orden, ¿usted qué piensa, qué siente?
—A mí se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella, porque ya era amor, estaba enamorado”.
Popeye pasa a relatar brevemente el “operativo”, que él ha organizado, y agrega: “Yo paso y la veo a ella muerta” (6:40). Para concluir, significativamente, refiriéndose a la época posterior a la muerte de su jefe y su propio encarcelamiento: “Yo no lloro porque tengo el alma muerta de tanto crimen, de tanta sangre. No soy capaz de llorar… No me importaba ya que me mataran a mí… Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar” (7:51).(2)
El espeluznante episodio me recordó enseguida una escena, hasta cierto punto homóloga, de la novela ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Rafael Muñoz, habitualmente asignada al ciclo de la Revolución Mexicana.
Como muchas de las obras de este tipo, ¡Vamonos…! es más bien una coletánea de episodios o peripecias(3) hiladas sólo por la pertenencia a una saga histórica altamente referencial; en este caso, las campañas, primero triunfantes y luego en decadencia, de Pancho Villa.
El protagonista, que lo hay, es Tiburcio Maya, uno de los dorados,(4) especie de guardia personal del líder norteño. En realidad, Tiburcio llega a pertenecer a un grupo más reducido aun, los “Leones”, cuya fama se extiende rápidamente en las numerosas batallas del poderoso ejército villista. Sin embargo, cuando comienzan los malos momentos, luego de Zacatecas, Tiburcio experimenta un gesto de rechazo por parte de su jefe, y decide desertar. Veamos cómo lo cuenta Muñoz (creo que citarlo extensamente vale la pena).

Al otro día, el 22 de junio, llegó Pancho Villa. Ángeles le informó de las posiciones ocupadas e hi­cieron la última distribución de tropas para el com­bate: Urbina y sus brigadas sobre La Bufa; Villa y las suyas sobre Loreto. Supo que habían tenido gran número de heridos, y recordando los días del ataque a Torreón, pensó que debía de haber en los trenes algunos soldados escondidos para no entrar a batalla. Y en su caballito pequeño y nervioso fuese a Calera, seguido por una escolta de sus fieles dorados. En la estación, frente a los trenes, echó pie a tierra y fue recorriendo carro por carro, atisbando en los rincones, bajo los bultos de la impedimenta, y des­cubriendo varios emboscados que imaginaban poder ser soldados y no combatir.
Furioso por la cobardía de aquellos hombres, llegó ante el vagón 7121. Tiburcio estaba sentado en la puerta, fumando, sin arma al cinto y sin cartucheras que le cruzaran el pecho. Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se en­cendieron y se sintió vibrar de entusiasmo. Una palabra, un gesto, y correría hacia donde estaban atrincherados los pelones, echándoles muchos bala­zos… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres, no como el chivo de Urbina, hijo de perra, ladrón de caballos... Aspiró a todo pulmón el viento húmedo y quiso gritar un “Viva Villa” que se oyera en todo Zacatecas...
Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor. Un instante miró a Ti­burcio de arriba abajo, y haciendo una curva se alejó del vagón y pasó adelante, alargando el paso. Dentro, el viejo se quedó laxo como un costal vacío, combando el dorso como un carrizo al viento.
—Está bien —dijo—; aquí se acabó...
Lentamente se fajó la pistola, colocose sobre los hombros las cartucheras con la dotación completa como si entrara en combate, empuñó la carabina y de un salto se precipitó del carro hacia la noche (Muñoz, 1949: 82-83).

¿Qué pasa, en realidad, en este episodio? Lo retomaré más adelante, porque se va a resignificar a partir de la escena siguiente, que es la que me interesa parangonar con la confesión de Popeye Velásquez.
Un tiempo después de su deserción, Tiburcio Maya está en su rancho, retirado, junto a su familia. En el fondo, espera el regreso de su general Villa; que es exactamenrte lo que ocurre, cuando el otrora exitoso líder se ha convertido en un jefe de guerrillas y recluta a todos los hombres que puede.
Veamos ahora esta escena clave (Muñoz, 1949: 91-95).

Se acercaron. Venían en caballejos cansados que temblaban sobre las patas, volviendo la cara hacia el arroyo de aguas frescas. Traían las carabinas ten­didas entre el vientre y la cabeza de la silla, y es­taban cubiertos de tierra, con barbas crecidas y largos cabellos apelmazados en una pasta de polvo, sudor y grasa; andrajosos, descalzos. Sin embargo, algo te­nían de hermoso: el gesto. Miradas vivas, de cuervo; mandíbulas fuertes, de lobo; la cabeza altiva y de­cisivo el ademán. Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino. Le circunda un halo, como de tempestad.

Ya volveré sobre esta relación con la muerte y el destino que están marcados en los hombres que se rebelan, y especialmente en Tiburcio. Hombres que —hay que recalcarlo— “algo tenían de hermoso”, pero también tienen rasgos animalescos: de cuervo, de lobo.

El ranchero que estaba en pie sonrió. “Ya sabes quiénes son”, le dijo dentro de sí mismo el desertor de Zacatecas, que se erguía.
—¿Villistas?
—Para todo lo que se ofrezca.
—¿El jefe?
—¿Qué jefe?
—Mi general Villa...
La voz del campesino tenía un acento extraño: or­denaba y parecía llorar. Como un hachazo: primero, el golpe, y luego, el crujido del tronco.
Los demás jinetes se acercaron y lo fueron rodean­do; el muchacho se pegó a su cuerpo como antes pi­diera protección al nudoso sabino, y el padre buscaba con la mirada entre todas las caras que surgían de la masa de hombres, al desparramarse. Muchos rostros le parecieron conocidos bajo la máscara de tierra y barbas. Les sonrió.
Al final del tropel, sin nadie más a su espalda, llegó el esperado, hendiendo el círculo de sus hombres como una daga. Su caballo se adelantó al centro hacia donde estaba el labrador en posición de firme, salu­dando con la mano a la altura de la frente. Sin hablar, le contempló un momento.
—Eres Tiburcio Maya…
—Sí, mi general.
Te decían el León de San Pablo.
—Como otros cinco.
—Estabas conmigo en San Andrés, cuando derro­tamos a Félix Terrazas.
—Sí, mi general.
—En los cerros de Ranchería, contra Francisco Cas­tro.
—Sí, mi general.
—Frente a Chihuahua...
—Recogí a Navarro cuando lo mató una granada, en el mismo lugar donde usted estaba un minuto antes.
El jinete sonrió y se echó el sombrero hacia atrás; tenía una cabeza ancha, de parietales boludos sobre las crejas, y la cara bermeja como un sol al tocar el horizonte; sacó un pie del estribo y descansó sobre la montura, inclinado sobre el muslo y poniendo el codo en la teja.
—¿Te acuerdas de cuando agarramos los trenes en Laguna?
—Sí, mi general.
—¿De la toma de Ciudad Juárez?
—Sí, mi general.
—Fuiste de los que cogieron la artillería en loa arenales de Tierra Blanca...
—A José Inés Salazar.
—Estuviste en el asalto de La Pila...
—Ahí dejé a dos compañeros.
—Y fuiste emisario en Torreón...
Villa se complacía en demostrar su prodigiosa me­moria: como a Tiburcio, decía conocer a cada uno de sus hombres; recordaba las veces que habían es­tado cerca de él en la pelea, en las Caminatas por los desiertos; sus fidelidades y sus traiciones, sus cobar­días y sus heroísmos, sus éxitos, su crímenes...
—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos...
Habló con las quijadas apretadas, escupiendo las palabras entre las cerdas de su bigote, indomable, y apretando los puños como para embestir.
—Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas. Y en los momentos más fuertes del pleito no serví sino para cargar he­ridos. Todos me huían, me desconfiaban, se aparta­ban de mí... Entonces, ¿para qué decir que no?, me acosté entre dos heridos y me dejé arrastrar hasta Torreón.
—Bueno, bueno, ya ves que no hiciste falta. Ahora sí te quiero, porque vamos a una lucha sagrada: va­mos a vengar a todos nuestros hermanos que han caído en esta pelea contra Carranza, porque son los güeros del otro lado los que lo están ayudando para que nos acabe. ¿Tienes carabina? Agárrala y vamos jalándole. No te olvides que aquí andan los puros hom­bres de calzón bien fajado.
Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hin­chando.
—De veras, general, ¿quiere que me vaya con us­ted?
—No más agarras tu carabina y caballo, si tienes...
El muchacho, pegado al padre, le habló en voz baja:
—¿Y madre? ¿Y hermana?
El hombre sintió un relámpago en su espíritu, que le iluminó de lleno el dilema, y fue el principio de una tempestad interior. Un vendaval de violencia, lu­cha y muerte le ofuscaba la mente y le empujaba hacía la horda, para seguirla, para formar parte de ella, para azotar, incendiar y destrozar con ella, o para desaparecer. Y nuevos relámpagos le mostraban a las dos mujeres que habían de quedar atrás, en la senda arrasada, donde no volvería a crecer la hierba nunca. Titubeó.

En efecto, Tiburcio titubea. Es el turning point que resalta la resolución final de su duda. (Como lo describe idiolectalmente Popeye: “se me entra la lealtad de Pablo Escobar y el amor por ella”.)

—Yo sí quisiera, general; pero…
Su voz había cambiado: no fue ya como el hacha, sino como la fronda que se agita, y murmura suave­mente adulando al leñador que la amenaza.
—Pero ¿qué?
—Mi mujer, mi hija...
En la boca bestial del bandolero se formó una son­risa espantosa. Por ella salieron las palabras silbando y arrastrándose, como víboras.
— ¡Ah! Tienes mujer, tienes hija… Bueno, bueno, ¿por qué no lo habías dicho antes? La cosa cambia, llévame adonde están.
El campesino mostró con el brazo extendido la ca­sita de madera recostada en la loma, verde como el bosque, baja de techo, que se confundía en el océano de encinas. Y luego, alegremente, como si se hubiera escapado de un gran peligro, guió a la partida a tra­vés de la tierra labrada, brincando los surcos de tres en tres para no deshacerlos, sin fijarse en que tras él, los caballos los arrasaban.
—¿Ya comió usted, general? Que mi mujer le ase un cabrito...
En el cajal, la mujer y la hija, que habían visto acercarse el tropel, estaban de rodillas ante el cromo descolorido de un santo anónimo, rezando a gritos.
—Mujeres, mujeres, no tengan miedo, que no les voy a hacer nada...
Se levantaron, y temblando como gelatina, fueron a asar el cabrito. Villa se sentó en cuclillas, apoyando las espaldas en un rincón, y antes de comer, hizo que la mujer probara, que probaran la hija y el hijo; y luego devoró como un jaguar, sujetando la pieza con ambas manos. Ahito, se puso en pie, limpiándose la boca con la manga, y recordando sus costumbres de ranchero:
—Gracias a Dios —murmuró—, que nos da de comer...
Atrajo hacia sí la niña, pasándole sobre la cabecita su mano enorme.
—Tienes razón, Tiburcio Maya... ¿Cómo podías abandonarlas? Pero me haces falta, necesito todos los hombres que puedan juntarse, y habrás de se­guirme hoy mismo. Y para que sepas que ellas no van a pasar hambres, ni van a sufrir por tu ausencia, ¡mira!
Rápidamente, como un azote, desenfundó la pis­tola y de dos disparos dejó tendidas inmóviles y san­grientas a la mujer y a la hija.
—Ahora ya no tienes a nadie, no necesitas rancho ni bueyes. Agarra tu carabina y vámonos…
Con los ojos enrojecidos y la mandíbula inferior suelta y temblorosa, las manos convulsas, sudorosa la frente, sobre la que caían como espuma de jabón los cabellos blancos, el hombre tomó a su hijo de la mano y avanzó hacia la puerta. Al primer villista que encontró pidió una cartuchera que terció sobre el hombro, le pidió la carabina, que el otro entregó a una señal del cabecilla, y echó a andar por la tierra de su parcela que los caballos habían removido, hacia el Norte, hacia la guerra, hacia su destino, con el pe­cho saliente, los hombros echados hacia atrás y la cabeza levantada al viento, dispuesto a dar la vida por Francisco Villa...

Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden equivaldría a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): a romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido. “Al ver venir a su jefe se irguió rápidamente e hizo el saludo; sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... Pero al fijarse en aquel carro, Pancho Villa encogió los hombros instintivamente, y su mirada llameante expresó un repentino temor… —Está bien —dijo [Tiburcio]—; aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”.
Y en la otra escena, la del reencuentro: “—¡Ah, viejo desgraciado! Te me rajaste en Zacatecas, cuando estábamos en lo más duro, y te volviste en un tren de heridos... —Usted perdone, mi general; pero no me rajé: fue usted mismo el que me ninguneó; no me quería ya en la División del Norte, porque tenía miedo de que se me hubiera pegado las viruelas…” Entonces Villa le contesta: “Ahora sí te quiero…”. “Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
Dar la vida o quitarla aparecen como hechos intercambiables, “equivalenciales”. Popeye organiza el asesinato de su propia mujer. Tiburcio asiste, no indiferente pero sí pasivo, al asesinato de la suya. En ambos momentos, el líder aparece como el catalizador, el que da la orden o la ejecuta por sí mismo y, al hacerlo, soluciona el problema, el dilema. El subalterno no necesita pensar, no debe pensar. Cuestionar la orden, la decisión del líder, equivaldría —de varias maneras— a su muerte, por supuesto, pero también a algo más (mucho más importante, dado que, como ha quedado claro, son hombres a los que no les importa morir): romper el lazo libidinal, erótico, que lo une al líder (aunque “unir” es acá un verbo muy débil).
De hecho, respecto de la relación Pablo-Popeye, pensemos en lo que significa “compartir” una mujer y cómo termina eso, por ejemplo, en “La intrusa” de Borges. Y recordemos que la “ruptura” entre Villa y Tiburcio, relatada en la primera escena, no es otra cosa que una escena de celos y despecho, enmascarada por un supuesto malentendido: “sus ojos se encendieron y se sintió vibrar de entusiasmo… Aquél sí que era hombre, y jefe de hombres... aquí se acabó... y de un salto se precipitó del carro hacia la noche”. Hacia la noche, es decir, hacia la ausencia de sentido, hacia la lejanía del líder. O, como lo diría Popeye, más claramente aun: “Me sentí como desnudo, sin el escudo de Pablo Escobar”. Y en la otra escena, la del reencuentro: “Ahora sí te quiero… Tiburcio se estiró: parecía ir creciendo, irse hinchando. —De veras, general, ¿quiere que me vaya con usted?”. (Sería redundante enfatizar todas las reacciones corporales, que Muñoz prodiga sabiamente.)
En Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America, Horacio Legrás comenta largamente estos textos: “Tiburcio Maya es también el personaje que, en una parodia de la teleología hegeliana, encarna el anómico y desorientado espíritu revolucionario, de tal manera que su fidelidad [allegiance] a la revuelta se traduce en un casi total borramiento de su conciencia y su individualidad” (p. 150; las traducciones son mías). “Esta escena [se refiere al asesinato de la mujer y la hija] parece haber sido lo bastante chocante como para evitar la emergencia de toda interpretación moral. En su lugar, encontramos una suerte de desplazamiento, un truco hermenéutico que causa que el inviable efecto melodramático emerja en una ubicación diferente, a saber, en el sitio de la responsabilidad política y moral del autor. En esta lectura, ¡Vámonos…! es vista como un texto valiente que se atreve a retratar a un héroe revolucionario, Villa, como un cobarde y un asesino” (p. 52).
Pero no hay que olvidar que Tiburcio, aunque odia (por ende, ama) a Villa, y hasta en algún momento fantasea con matarlo, vuelve a seguirlo; diríamos que “renueva sus votos” de fidelidad a la revolución. Su cuerpo individual odia al Villa-hombre; su “cuerpo histórico”, en cambio, frente al destino que ese hombre encarna, se rinde, si no con su acquiescencia, al menos con su pasividad. Pero es una pasividad activa, si vale la contradicción, porque marcha con él a la guerra, a matar y morir.
Es decir que esto no es una mera división, es más bien una tensión: “Tiburcio encarna heroicamente una tensión entre su persona individual e histórica”, dice Legrás (p. 52) Pero ¿acaso esta división-tensión es propia del personaje Tiburcio o es característica de cualquier sujeto, enfrentado o no a una circunstancia histórica particular (como lo son todas)? ¿No se trata de la escisión constitutiva del sujeto en tanto tal? Legrás dice que, por supuesto, matar a la mujer y a la hija de Tiburcio no es, de ninguna manera, un acto revolucionario en sí mismo (aunque, pregunto y me pregunto, ¿cuál lo sería, por definición?). Pero, agrega, ese acto alegoriza de manera revulsiva y extrema el grado de disolución y reconfiguración que es condición de la revolución. Y yo agregaría que, además de alegorizar, se constituye en un eslabón de una cadena metonímica, interminable, de medios y fines; cadena dentro de la cual habría que replantear toda noción de “necesidad”, “decisión”, “voluntad”, “finalidad” (y también de “revolución”).
 Tiburcio, como bien indica Legrás, está marcado de entrada por la compañía de la Muerte. Muñoz mismo lo dice: “Siempre el hombre que se rebela es así, y no cambia ni a la hora de la muerte. Hay en él trazos que marcan el vigor de su alma, líneas es­culpidas por el destino”. Y acota Legrás: “Viaje, invasión, escape: todo movimiento regresa al sujeto al mismo lugar donde estaba antes. Y lo que siempre regresa al mismo lugar, dice Jacques Lacan, es lo Real”.
Y lo Real, aquí son, también, Villa, Escobar, los líderes. Los únicos que pueden suturar la grieta (la escisión) entre destino y libertad; o, al menos, pueden parecer capaces de hacerlo (y ese parecer lo es todo). Como se ha visto, el costo de tal sutura (que, para peor, sólo puede ser provisoria) es extremadamente alto.
Por último: ¿no sería todo esto, acaso, una de las características más definitorias de ese fenómeno, de por sí vago e indefinible, que es tan cómodo llamar populismo?


Notas

[1] “Confesiones de un criminal”, entrevista exclusiva de Ilia Calderón con John Jairo Velásquez, Popeye: http://noticias.univision.com/primer-impacto/noticias/article/2009-09-10/confesiones-de-un-criminal-entrevista#axzz2D4RGPWgo. El video puede verse también en http://www.youtube.com/watch?v=cqcn5FXql18. Sobre las relaciones entre Popeye y Escobar Gaviria, ver también Mauricio Aranguren, “Confesiones de Pablo Escobar a ‘Popeye’”, KIEN&KE (http://www.kienyke.com/historias/confesiones-de-pablo-escobar-a-popeye/), aunque es un texto de dudosa procedencia.
2 Sobre la muerte de Pablo Escobar, ver Bowden (2007). Una figuración literaria de este “líder paraestatal” (en El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal) está analizada en un trabajo mío anterior (Valle, 2012). Como acotación muy al margen, ver el siguiente comentario, en la entrada de Google Books correspondiente a El verdadero Pablo, de Astrid Legarda Martínez: “LASTIMA QUE LO HALLAN ASESINADO EL MISMO ESTADO LA VIDA ES ASI EN COLOMBIA MI PAIS ESO PASA POR TENER COMO LIDEREZ A GENTE TAN COMPRADA POR ESOS GRINGOS LASTIMA COLOMBIA ES YSERA INVIDIADA POR OTROS PAISES POR SER UN PAIS MUY RICO EN TODO DONDE HUBIERAN DEJADO QUE ESTA GENTE PAGARAN LA DEUDA EXTERNA MI LINDO PAIS SERA LA MEJOR DEL MUNDO. LASTIMA PABLITO. QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA GONZALO RODRIGUEZ GACHA QUE DIOS TE TENGA EN LA GLORIA [sic]” (http://books.google.com.ar/books/about/El_verdadero_Pablo.html?id=F_ncEwHEUJMC&redir_esc=y).
3 Insisto en que es verdaderamente llamativa esta característica episódica de las “novelas de la Revolución” (El águila y la serpiente, Cartucho, la canónica Los de abajo). Tienta proponer que el proceso revolucionario aparece así como un desarrollo caótico, sin centro, sin clave semántico-narrativa. Cuantos más episodios se acumulan, menos sentido unitario tiene. Claro que esto expresa el punto de vista ideológico de los autores, todos “pequeñoburgueses”, su fundamental desconcierto (y decepción).
4 Sobre los “dorados”, ver Taibo II (2006: 267).


Bibliografía

Bowden, Mark (2007): Matar a Pablo Escobar, Barcelona, RBA.
Laclau, Ernesto (2005). La razón populista. Buenos Aires, FCE.
Legrás, Horacio (2008): Literature and Subjection. The economy of writing and marginality in Latin America. Pittsburgh, University of Pittsburgh Press.
Muñoz, Rafael F. (1949): ¡Vámonos con Pancho Villa!, Buenos Aires, Espasa Calpe.
Taibo II, Paco Ignacio (2006). Pancho Villa. Una biografía narrativa. México: Planeta.
Valle, Pablo (2012): “Un líder populista paraestatal (Sobre El divino, de Gustavo Álvarez Gardeazábal)”, en las III Jornadas de investigación “Escenas de literatura latinoamericana”, Buenos Aires, Instituto de Literatura Argentina “Ricardo Rojas”, 27-28 de septiembre de 2012.


Pablo Valle, enero de 2014

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