martes, 13 de diciembre de 2016

Borges x Hugo Santiago: el espacio transfigurado





Respecto de Invasión, de Hugo Santiago (1969), hay que despejar primero dos equívocos o lugares comunes de la crítica. Uno, que pertenece al género fantástico. Supongo que hay en ella algunos elementos que producen ese engaño, aparte de la tracción de los nombres de Borges y Bioy (que sólo escribió el argumento).
Precisamente, en el Prólogo a su famosa antología del cuento fantástico, los autores del filme y Silvina Ocampo clasifican el género según su explicación:
“a. Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural.
b. Los que tienen una explicación fantástica, pero no sobrenatural.
c. Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural; los que admiten una explicativa alucinación”.
Hay que forzar mucho la película para que entre, quizás, en la última categoría, que nos remite parcialmente a la famosa definición de Todorov. Según éste, el fantástico estaría situado en la grieta, en la incertidumbre, en la vacilación entre una explicación natural o realista, pero extraña, y otra sobrenatural o maravillosa. En Invasión, no parece haber nada para sospechar elementos sobrenaturales, y el final es contundente al respecto.
El otro equívoco es la supuesta ausencia de “color local” en una película donde se toma mate, se cantan milongas, y abundan los colectivos y los bares antiguos. Aparte de la cancha de Boca. Que estos elementos estén sometidos a un proceso de desrealización es otra cosa, y voy a tratar de explicar cómo y para qué sucede.
Intentaré demostrar que el núcleo de Invasión está en su pulsión estructuralista, metalingüística, autorreferencial, sostenida por dicotomías que remiten a un significado o, mejor, a un campo semántico que no se agota en lo fantástico ni en el universalismo borgeano.
La acción de la película es escueta y, pese a sus dos horas de duración, el espectador no se ve abrumado por numerosas peripecias o giros en la acción.
Transcurre en 1957, en una ciudad ficticia que se llama Aquilea y comparte (de una forma que ya vamos a ver) ciertos rasgos con Buenos Aires. Un  grupo innominado de sujetos, generalmente vestidos con trajes o impermeables blancos, se apronta a invadir la ciudad, sin otro propósito explícito. Del otro lado, un grupo de amigos, vestidos generalmente de negro, organizan una precaria resistencia para impedirlo.
Otra forma —similar— de contarla es que se trata de un relato policial sin detective y casi sin intriga central; un thriller, con una banda de gángsters tecnócratas  (hoy podríamos llamarlos CEOs) que se enfrentan a un grupo de amigos sostenidos en la lealtad y en el coraje personal, condenados al fracaso. Un tema obviamente borgeano: el culto al coraje, el desprecio de la propia vida, la atracción por las causas perdidas (“Para otros la fiebre / y el sudor de la agonía. / Para mí cuatro balas / cuando esté clareando el día”).
El grupo resistente está comandado por un anciano ascético, don Porfirio (Juan Carlos Paz), cuya imagen remite al Macedonio Fernández clásico, el de los últimos años, que sobrevivía en pensiones, visitado por sus amigos.
Dentro de este grupo se destacan Herrera (Lautaro Murúa) y su esposa Inés (Olga Zubarry). Ambos participan de la resistencia, pero cada uno por su lado, sin saberlo. Don Porfirio lo ha preferido así, para que no se preocupen el uno por el otro, pero con esa extraña táctica ha logrado que la pareja como tal se resquebraje. Ésta es una de las partes más conmovedoras y a la vez más convencionales del filme, pero también remite a una de las oposiciones que lo estructuran: el amor/la amistad.
Es momento, entonces, de hablar de las otras dicotomías: lo blanco/lo negro (connotados a la inversa de lo habitual, como negativo/positivo); el afuera (que acecha)/el adentro (que resiste); entrar/no dejar entrar; no juego/juego (la contradicción es enunciada por Inés); cine clásico/nuevo cine. Seguramente hay más, pero voy a tratar de extender sólo algunas de ellas.
En estas oposiciones binarias, como sucede con las dicotomías de Saussure, suele haber un término privilegiado, o considerado más importante. Yo diría: positivo. Recapitulando: la amistad, lo negro (lo oscuro), el adentro, el no dejar entrar, el jugar(se), el cine nuevo.
Hay también otros juegos de oposiciones diferenciales, no necesariamente binarias o contradictorias, y a veces relacionadas con las anteriores, como modulaciones de un mismo tema. Por ejemplo, el grupo de amigos excluye lo femenino, salvo como algo a conquistar o a relegar; sin embargo, lo femenino sobrevive. Las cuatro fronteras de la ciudad simulan connotar algo que permanentemente se nos escapa; en cuanto reconocemos un referente, éste se diluye o debe ser cuestionado.
La construcción de la banda sonora es otro punto alto. Pocas veces se ha intentado algo así en el cine argentino, salvo las colaboraciones esporádicas, precisamente, de Juan Carlos Paz. Pero creo que, en cuanto al diseño del sonido, había que esperar a Lucrecia Martel para encontrar no algo similar sino de igual nivel de elaboración.
Edgardo Cantón por un lado, compone un tango moderno, piazzolliano, pero también diseña una estructura auditiva totalmente abstracta, hecha de sonidos inesperados y disonantes. Estos sonidos especiales invaden la banda sonora, pero a veces también “intervienen” en la acción (los personajes los oyen, sin justificación alguna).
Y esto sí es parte ya del proceso de desrealización que mencioné antes, al romper la oposición tradicional entre música incidental/música de fondo. Y podría ser un rasgo de género fantástico si tuviera alguna función narrativa, alguna continuidad; pero no, sólo es una forma de subrayar el carácter de artificio de la narración, que es justamente uno de los elementos del policial que Borges solía destacar.
En cuanto a Aquilea, como adelanté, es una transfiguración, una transposición topológica (en el sentido simple de espacio simbólico, y específico de rama de la matemática que estudia las propiedades de los cuerpos geométricos que permanecen inalteradas por transformaciones continuas) de Buenos Aires, similar a la del cuento de Borges “La muerte y la brújula”. Se reconocen muchos lugares (la cancha de Boca, por ejemplo, que es esencial para la acción; el Bajo), pero en una posición incógnita, distorsionada o yuxtapuesta de maneras que parecen caprichosas o arbitrarias. Hay zonas desérticas, vacas que se cruzan en la ruta, la presencia final de una montonera de gauchos. El espacio es el lugar de la acción, casi nunca de las transiciones.
Este procedimiento fue llevado a su culminación, diez años después, en otro filme de Hugo Santiago, Ecoute voir…, conocido aquí como El juego del poder. En él, espacios que ya hemos visto separados por cierta distancia (por ejemplo, recorridos por un automóvil) de pronto se yuxtaponen y se pueden trasponer mediante una puerta. Si en el cine, como arte de montaje, la elipsis es la figura por antonomasia, Santiago lo muestra de manera ostensible para, entre otras cosas, resaltar su estatus de artificio.
Y hace lo propio con el género policial. El detective es una mujer, Catherine Deneuve, siempre vestida (anacrónicamente) con sombrero e impermeable, como los exponentes arquetípicos del género hollywoodense. La trama es una casi inextricable sucesión de macguffins, de artilugios, que no llevan prácticamente a nada, salvo a reflexionar sobre la estructura misma del género. El espectador debe “llenar los huecos” con su memoria cinéfila, como en cierto cine de Wim Wenders, especialmente El amigo americano, o incluso en algún western de Clint Eastwood.
(Me atrevería a proponer que el western Los rápidos y los muertos, de Sam Raimi, con Sharon Stone como pistolera, le debe mucho a Ecoute voir…).
Otra operación autorreferencial que realiza Invasión es un ajuste de cuentas con el cine tradicional argentino, tantas veces limitado al melodrama o a un realismo costumbrista empobrecedor. No es la primera película que lo intenta, decir esto sería injusto. En todo caso, lleva a su extremo más audaz una línea particularmente fértil, aunque por lo general fallida, de la generación del 60. Pienso en Manuel Antín y, sobre todo, en su intento estructuralista de Los venerables todos.
Dentro de este marco habría que ubicar una curiosa escena de la película: el (falso) desnudo de Olga Zubarry, que remite precisamente al llamado “primer desnudo del cine argentino”, también falso, el de la misma actriz en El ángel azul. Y habría mucho para decir sobre el engolamiento o la inexpresividad de ciertos diálogos, que, lejos de remitir al cine clásico, contribuyen aun más al extrañamiento de la acción.
Volviendo a la fecha, 1957, en la que se supone transcurre la acción, los autores han argumentado que la eligieron por no prestarse a ninguna connotación precisa. Esto, si no es una gigantesca denegación, es una boutade, teniendo en cuenta los acontecimientos políticos de 1955/1956.
Y esto, sin contar con el carácter premonitorio del final, en el que la juventud se hace cargo de la nueva etapa de la lucha, una vez producida la invasión y eliminados todos los amigos resistentes, menos don Porfirio e Inés. Justamente, mientras ésta reparte armas a los jóvenes, ya no más vestidos de negro, el personaje de Lito Cruz dice que esta vez la lucha será “a nuestro modo”.
Y don Porfirio observa todo, sin decir nada, como un Perón agobiado pero sobreviviente a pesar de su aparente fragilidad, y más pragmático de lo que habíamos supuesto (recordemos que manda a Herrera a una misión suicida y que en algún momento ha dicho “la ciudad es más importante que los hombres”). Si recordamos que en Las veredas de Saturno, película posterior de Santiago, Aquilea, más que ciudad es un país del que el protagonista se ha exiliado por una dictadura, y ese país es la Argentina, tenemos toda una afirmación de ética revolucionaria.
En este sentido, me encantaría proponer, incluso en tono de broma, que Hugo Santiago le hizo escribir a Borges la mejor alegoría, la mejor exaltación posible, de la resistencia peronista.


 (Ponencia en las II Jornadas de Literatura y cine policiales argentinos "El grupo Sur, la Argentina peronista y el género policial", 29 y 30 de noviembre de 2016, Buenos Aires, Museo de la Lengua, Biblioteca Nacional.)




miércoles, 23 de noviembre de 2016

Tinelli en Babilonia


(Interpolaciones en “La lotería en Babilonia”, de Jorge Luis Borges)

[Publicado en revista La vereda de enfrente, núm. 11, Buenos Aires, septiembre de 1997. En esa época, crudos estertores del menemato, Tinelli había popularizado ampliamente el escarnio público, aunque quizás fingido, de sujetos anónimos o famosientos. Ya no lo hace tanto, o ha variado su estrategia. Por otra parte, Babilonia —Argentina— quizás ya no existe.]

Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban; traficaba toneladas de drogas y nadie me perseguía; fumaba una pipa sagrada y era condenado, de pronto, a cadena perpetua. He conocido lo que ignoran otros: la incertidumbre.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: Tinelli.
No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde Tinelli es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en él como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en Tinelli y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— en pleno día se verificaban jodas: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas “jodas” fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas jodas venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas jodas adversas. Ese leve peligro despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron a las jodas.
Instado por los jugadores, Tinelli se vio precisado a aumentar las jodas adversas; de esa bravata de unos pocos nace el todopoder de Tinelli: su valor eclesiástico, metafísico.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que las jodas faustas se computaran en redondas monedas y las infaustas en días y noches de cárcel. Algunos moralistas (pagados por Tinelli, según sus repugnantes detractores) razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las jodas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual de Tinelli, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria…
Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que Tinelli aceptara la suma del poder público. En segundo término, logró que la joda fuera secreta, gratuita y general.
Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba de las jodas sagradas. Las consecuencias eran incalculables. Una joda feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una joda adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. Pero ¿cómo saber cuándo una joda es feliz o adversa?
A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta jodas. Combinar las jodas era difícil; pero hay que recordar que los secuaces de Tinelli eran (y son) todopoderosos y astutos. Sus pasos, sus manejos, eran secretos.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. Tinelli, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que Tinelli es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de las jodas. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Si Tinelli es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos, ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas de la joda y no en una sola?
Bajo el influjo bienhechor de Tinelli, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; los constituyentes que redactan una Constitución omiten artículos fundamentales o agregan otros extravagantes. Si alguien encuentra a la mujer de su vida, o la pierde; si alguien gana la lotería, o tiene un hijo minusválido; si alguien ejerce como fiscal o juez y ni siquiera es abogado… ¿no será todo una joda de Tinelli? Yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad.
En la realidad, el número de jodas es infinito.
También hay jodas impersonales, de propósito indefinido: una decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otra, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otra, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa; otra, que gane las elecciones el candidato más repulsivo. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de Tinelli… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra de la joda de ayer o de una joda secular. También se ejerce la mentira indirecta.
Tinelli, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además, ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado, el que vota a un candidato aparentemente opositor, ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de Tinelli?
Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe Tinelli y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra lo juzga eterno y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que Tinelli es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba, en un plan quinquenal. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que una infinita sucesión de jodas de Tinelli.

sábado, 12 de marzo de 2016

Las posibles lecturas de la conformación del espacio en El astillero, de Juan Carlos Onetti

(borrador de exposición para concurso)


Las posibles lecturas de la conformación del espacio 
en El astillero de Juan Carlos Onetti

“¿No es el exterior una intimidad antigua
perdida en la sombra de la memoria?”
Bachelard



Perspectivas sobre el espacio según Janusz Slawinski
1) Como morfología de la obra. Aquí el espacio es concebido como un fenómeno explicable en el orden de la morfología de la obra literaria, como uno de los principios de organización de su plano temático-composicional (de la realidad presentada). ¿En qué espacio (real o irreal transcurre la obra? Esta topología sería lo básico para analizar la obra litreraria, porque luego se le superponen las otras dimensiones.
- el plano de la descripción,
- el plano del escenario, y
- el plano de los sentidos añadidos.

2) Tópica espacial, formas tradicionales de representación (¿cómo se describe ese espacio?)
3) Campo semántico que se suma a la espacialización lexical. (¿Cómo se usan las expresiones lingüísticas espaciales?)
4) Reflexiones sobre los patrones culturales de la experiencia del espacio y su papel en el modelado del mundo presentado de las obras literarias. Aquí entran en juego cuestiones como, por ejemplo, los correlatos espaciales de la jerarquía social; los terrenos «propios» y «ajenos», cotidianos y sagrados, vinculados a la práctica social y correspondientes a la inmovilidad y a las aspiraciones fantasmagóricas, los espacios de defensa y los espacios de conquista; las valoraciones morales, cosmovisivas o estéticas establecidas de lugares, zonas, direcciones, puntos cardinales y regiones —que se explican sobre la base de la mitología, la religión, las ideologías sociales, etc.
5) Universales espaciales arquetípicos, su papel en la formación de la imaginación de los escritores y sus exteriorizaciones en estilística, la semántica y la temática de las obras. Las imágenes o fábulas recurrentes que se urden en torno a las representaciones mentales de la Vertical, la Horizontal, el Centro, la Casa, el Camino, el Abismo, el Subterráneo y el Laberinto son reminiscencias tenaces de yacimientos arcaicos del subconsciente colectivo, variaciones de unos cuantos temas elementales que viven en el más largo tiempo de la historia: en el tiempo antropológico (Bachelard).
6) Metafórica que remite a los lenguajes de las teorías físicas, cosmológicas o astronómicas; se pueden encontrar referencias a las categorías del espacio euclideano, newtoneano, del espacio- tiempo einsteineano, etc. El objeto de los exámenes son propiedades del mundo presentado tales como la disposición de los objetos, la distancia entre ellos, las dimensiones y las formas, la continuidad y el carácter discreto, la finitud y la infinitud; esos exámenes conciernen también a los modos de orientación del espacio presentado, la estabilidad o desplazabilidad del centro de orientación, la relativización del sistema espacial presentado con respecto al punto de vista del observador supuesto. Las cuestiones que acabamos de mencionar dieron inicio a toda una desarrollada concepción de los «puntos de vista», que constituye un importante componente de la teoría del mensaje narrativo.
7) Concepciones en que se trata no del espacio como componente de la realidad presentada de la obra, sino de la obra misma concebida como un espacio sui generis. Me refiero a todas las concepciones de la morfología de la obra que suponen un modelo estereométrico de esta última —que introducen en las reflexiones teórico-literarias la terminología de «estratos», «niveles», «disposiciones», «zonas»...

***

Los espacios

Pocos textos parecen prestarse al análisis del espacio como El astillero desde que la novela está estructurada mediante capítulos titulados según los espacios donde ocurren, más un número de orden.
Como en un guion cinematográfico, los sets y las escenas.
Los lugares son principalmente cuatro más uno: Santa María, el Astillero, la Glorieta, la Casilla, que luego van coexistiendo en algunos capítulos.
Hay un quinto espacio, la Casa, que sólo aparece en el último capítulo (como “La Casa - I”), donde confluye con todos los otros, menos Santa María.
Todos los espacios son susceptibles de análisis sémicos: astillero/astillas, glorieta/gloria, casilla/casa. Santa María implica mucho más.

El Astillero
En el Astillero, es el mando, el poder, la importancia (perdida), como una parodia del que fue antes, porque no hay nada que dirigir, nada que hacer. (la palabra farsa aparece 7 veces, farsante 2). También variantes de juego. Tanto Larsen como Petrus son tahúres.
Es la decadencia, la antiactividad kafkiana, infinita; el proyecto absurdo en el cual se gastan todas las energías, sabiendo que no hay victoria posible, como si el fin fuera otro.
Pero OJO con el tema de la decadencia: Vargas Llosa y otros críticos (Carlos Franz, por ejemplo) han relacionado esa cuestión con la decadencia del Uruguay y de LATAM en general.
Nada más lejos de Onetti. No sólo porque este lo haya negado explícita y enfáticamente, sino porque el tópico de la decadencia para Onetti es constitutivo de su literatura, tanto desde el punto de vista temático como estructural.
No hay en él una edad de oro social, política, histórica (ver Raymond Williams). Si hay en Onetti una edad de oro, serían la infancia, la juventud. Pero siempre la muestra desde el otro lado, cuando ya está perdida. Ver, por ejemplo, “Bienvenido Bob” y la saga del joven Malabia.
El astillero es también la otra cara del prostíbulo, su conversión en farsa. Los “cadáveres” (esta palabra se usa), aquí, no son las prostitutas sino los pedazos de chatarra que se van vendiendo para subsistir.
Este espacio se convierte en la imagen misma de la desolación y el pasado irremontable. Hay algo de Stalker en él, que la película acentúa.
Pero también es el espacio en el que se cifra al autorrepresentación del texto (Ludmer). El Astillero es la creación, la ficción y, por lo tanto, la utopía de la salvación por la escritura.
JCO es uno de los grandes escritores en que coexisten y se implican mutuamente la metarreflexión sobre el escribir y la reflexión existencial.

La Glorieta
Es la comunicación (imposible), y el intento de seducción; también la vuelta a un pasado muy anterior (falso), donde el amor parecía posible; pero finalmente es la humillación, donde la heredera rica es remplazada por una sirvienta, que hasta ese momento había oficiado de celestina.
“la glorieta como un barco que lo llevara aguas abajo durante una hora, el doble los días de fiesta”.

La Casilla
Es también una posibilidad de comunicación-comunidad y, sobre todo, de refugio humano, pero Larsen termina huyendo a la vista del parto de la mujer de Gálvez, que siempre ha sido vista como una especie de monstruo.
(volveré sobre esta escena)

Santa María
Es el deseo de recuperar el poder perdido, la revancha; Larsen ejecuta actos vacíos, la recorre buscando una fraternidad perdida, reproduce rituales que apenas tienen significado para él, sin mayor resultado. Sabe que nunca va a ser aceptado, pero persiste en el desafío.
De todas maneras, volveré sobre esto.
La reconstrucción que Gustavo San Román hace de los espacios narrados demuestra que, si bien Santa María parece poseer cierta coherencia, no sucede lo mismo con Puerto Astillero, donde los espacios aparecen de dos maneras distintas, o al menos confusamente. En el último capítulo, en especial, es como si el espacio se comprimiera durante la fuga de Larsen hacia el embarcadero. Esto ocurre con varias de las referencias espaciales. (Y, de hecho, hay muchas diferencias con La vida breve.) Podríamos aventurar varias hipótesis:
1. Errores o descuidos de Onetti.
2. Se trata de un espacio plástico, expresionista.
3. Son los narradores ocultos los que se equivocan.
4. Estas incongruencias acentúan el carácter fantasmagórico de la ciudad y sus alrededores (como bien se ve en el documental Jamás leí a Onetti, cuando el dibujante intenta “hacer un plano”).
“–Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando Santa María y todas las historias. Está claro.
–Pero yo estuve allí. También usted.
–Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidos” (de Dejemos hablar al viento).
Aunque va variando a lo largo de la obra de JCO, hasta terminar como una gran ciudad, dividida en sectores y que absorbe a su propio origen, que es la colonia suiza.
San Román: “la ciudad ha sobrevivido el incendio de Dejemos hablar al viento (1979) pero exhibe importantes cambios, como la nueva ortografía de su nombre (en una palabra), la división en tres zonas (Vieja, Nueva y Este) y el traslado de la casa de Petrus de Puerto Astillero a la ciudad”.
Saer: “A propósito de espacio-tiempo, habría que detenerse quizás en Santa María, el lugar imaginario de Onetti, intercalado en un impreciso punto geográfico entre Montevideo y Buenos Aires, por lo menos en el diseño de su inventor, Brausen, y al que sólo es posible llamar «lugar» a causa de su estatuto y de sus dimensiones imprecisas, cambiantes, ya que a veces es únicamente una ciudad, a la que se agrega su colonia, pero que por momentos (Jacob y el otro) tiene las características de un pequeño país de América del Sur”.

La Casa
Aparece una sola vez. Esto le da realce, por contraste (de todas maneras siempre es una presencia ominosa, y deseada, en toda la novela).
Remplaza en cierto sentido a Santa María. Es entonces metáfora ésta.
Para Bachelard, en su topoanálisis de la casa: “... la casa es nuestro rincón del mundo... el no-yo que protege al yo... todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa”.
Sin embargo, no es así en EA (y posiblemente nunca lo es en JCO). Larsen no tiene y quizás jamás ha tenido una casa en este sentido. Incluso el otro ambiente que podría considerarse casa, hogar, o sea, la Casilla (diminutivo de Casa), se ve caracterizado por su sordidez, y finalmente provoca un rechazo clave (volveré sobre esto).
EA es la novela más kafkiana de JCO. Puede leerse, entre tantas maneras, como el derrotero imposible de Larsen para entrar en la Casa, que el como el castillo, de K, en el que el agrimensor solo tiene contactos con sirvientes.
Es también una sinécdoque de Santa María. Poseer esa casa, para Larsen, sería como apropiarse de un parte de la ciudad que lo expulsó, una parte esencial de su revancha.
Bachelard: “La casa es imaginada como un ser vertical. Se eleva”... Pero Larsen nunca puede ascender. Ludmer dice justamente que esto es una referencia social.


Hipótesis de Verani

La espacialización del yo: Larsen es un personaje distinto en cada espacio.
“el espacio íntimo y el espacio exterior vienen, sin cesar, si puede decirse, a estimularse en su crecimiento”, GB
No es raro, dado que Larsen-Junta es un personaje variable a lo largo de gran parte de la obra de JCO.
El mismo apócope, “Junta”, puede remitir precisamente a una junta, a una reunión de personajes en uno.
“el lector está expuesto a una serie de visiones simultáneas de un mismo personaje”, dice Verani, “Cada máscara que Larsen asume desarrolla una posibilidad vital”, parece proyectarse en otro ser.
“como si estuviera inventando un imposible Larsen” (JCO)
Sin embargo también puede proponerse la hipótesis inversa: que todos los personajes de Onetti son el mismo. Al menos, casi todos los hombres. La paronomasia Brausen-Larsen sugiere esto. Pero recordemos que Brausen se convierte en Díaz Grey, y luego este se independiza y aquel queda como el “fundador”, convertido incluso en estatua, es decir, petrificado en una alegoría banal (la típica estatua del héroe). ¿Y qué es Jorgito Malabia sino un Larsen joven, un borrador de cafishio, que aún no ha fracasado lo suficiente?
Creo que sería posible intercambiar los pensamientos y las acciones de muchos de estos personajes, sin que se notara.
Si bien hay en Onetti un análisis psicológico de gran sutileza y detalle, no siempre es asignable a un personaje en particular, a la manera realista. Sino, más bien, a un “ser humano” genérico, a la manera existencialista.
Pero también se puede afirmar que esto subraya y enfatiza la significación y la importancia de los espacios (sus reflejos, sus simetrías, sus desplazamientos, sus equivalencias). En JCO casi siempre y en EA en particular.


Referencialidad de Santa María

Se ha dicho muchas veces: combinación de Buenos Aires y Montevideo.
O bien rechazo de Buenos Aires y nostalgia de Montevideo (adonde no puede volver).
(De Montevideo suele decirse, imperdonablemente, que es una Buenos Aires atrasada.)
Si la referencia es Montevideo no tiene nada que ver con la de Benedetti, por ejemplo, con sus grandes edificios de oficinas. O la de Carlos Martínez Moreno.
En Para una tumba sin nombre, los personajes cruzan de una a otra ciudad: la “real” y la “ficticia”.
Ludmer dice que lo que importa, en todo caso, es que está entre Buenos Aires y Montevideo.
Pero el autor afirmó por lo menos dos veces que se basó en Paraná, Entre Ríos.
San Román: “decidió entonces inventar a Santa María basándose en una visita de un día que hizo a la ciudad de Paraná, sobre el río homónimo: ‘entonces me busqué una ciudad imparcial, digamos, a la que bauticé Santa María y tiene mucho de parecido, geográfico y físico, con la ciudad de Paraná, en Entre Ríos’. Algo así dice Brausen en La vida breve: ‘Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río. […] Santa María, porque yo había sido feliz allí, años antes, durante veinticuatro horas y sin motivo’ (20-21). Una característica significativa de esta zona de Argentina es su fuerte vinculación histórica con Uruguay, y la semejanza en actitud y valores de sus habitantes: ‘los entrerrianos […] se parecen mucho a los uruguayos y no a los porteños’ (Construcción de la noche, 108).”
Esto explica varias cosas:
- Hacia el sur se encontraría Buenos Aires, con connotaciones generalmente negativas. Es la “gran ciudad” en la que estudian Díaz Grey y Malabia. Es también el lugar donde se creó Santa María, la “ciudad maldita”. El oeste sería Santa Fe, de donde vienen los diarios que lee Díaz Grey. Hacia el este estaría Uruguay, connotada favorablemente, como el norte, donde parece haber una esperanza.
La excesiva influencia clerical (no característica de Uruguay, por lo menos de la ciudad; la prostitución siempre fue legal). Esto, de todas maneras, se nota más en Juntacadáveres.
SM, sin dudas, ha dejado de ser una comunidad, si es que alguna vez lo fue, pero todavía no es una sociedad.
(La adaptación cinematográfica acentúa estas características litorales, incluso por la música del Chango Spasiuk)

Santa María y Macondo
No todas las novelas o cuentos de JCO y GM transcurren en Santa María y Macondo, respectivamente.
(Por ejemplo, Harss dice que Los adioses transcurre en algún lugar cercano a Santa María, lo cual es muy difícil. No hay ninguna sugerencia al respecto, pero todo tiende a situarla en las sierras cordobesas. Ludmer dice que es Cosquín, aunque nunca se nombre.)
De hecho, el Puerto Astillero está a una hora de SM. Y en otros textos se menciona otra ciudad importante, Lavanda.
Lo mismo pasa con GM, están “el pueblo” (en El coronel no tiene quien le escriba) y la “localidad marítima”. Por supuesto que también los límites de Macondo son indefinidos, hasta lindar casi con el Vaticano (en “Los funerales de la Mamá Grande”).
Lo que sucede es que SM y Macondo son espacios ficcionales que tienden a absorber retroactivamente lo anterior, y también a veces lo posterior escrito por sus autores (a veces hasta parece que El general en su laberinto transcurre en Macondo...).


El campo y la ciudad

Por otro lado, SM es límite y mutua absorción entre el campo y la ciudad.
Esto tiene que ver con algo que representa Onetti desde el punto de vista de la historia literaria, junto con otros escritores uruguayos a partir de la década del 30, y sobre todo de la del 40.
El pasaje de una literatura rural a otra urbana, que se da en diferentes momentos en los distintos países de Latinoamérica.
Carlos Franz dice. “Santa María está en la orilla, en el doble sentido que esto tiene en la pampa: ribera de río o mar, y orilla de la ciudad con el campo, línea imaginaria por excelencia, pues no hay accidente geográfico que la marque, descontado el ocasional ombú. Así es que en Santa María, siempre y no muy lejos, está el campo, por todos lados, pues ésta es una urbe salida hace poco de la nada rural, de la pampa llana. Próxima hay una colonia de inmigrantes suizo alemanes, dedicados al agro. Corriente arriba está Puerto Astillero, la esperanza fabril y su fracaso. Y muy cerca, siempre, está el río”.


¿Por qué importa tanto pensar en el tipo de ciudad que es Santa María?

Se trata de una relativamente pequeña, la “ciudad provinciana” a la que vuelve Díaz Grey (en su primera aparición) en “La casa en la arena” (capítulo de La vida breve que quedó afuera de esta novela y se publicó un año antes).
Su tamaño acotado, que permite el conocimiento de todos entre todos, entre los que sobresalen “los notables”.
El chusmerío como productividad del relato. Todos dicen que vieron, todos cuentan lo que ven ellos o los otros. Larsen es permanentemente seguido por una mirada.
Esto podría pasar en un barrio, pero no en una ciudad entera.
Pensemos en Erdosáin caminando desaforado por una Buenos Aires hecha de edificios altos y luces, ignorado por todos, anónimo, el verdadero “hombre de la multitud”.
Su tipo de espacialidad establece la situación de enunciación del relato, condicionando el punto de vista y la modalización, con todas las consecuencias respectivas.
 En EA, los modalizadores que relativizan el punto de vista objetivo u omnisciente abundan en las primeras páginas: “Alguien profetizó...”, “Pocos los oyeron...”, “tal vez más gordo”, “Son muchos los que aseguran...”, “Algunos insisten... recuerdan su afán por ser descubierto e identificado...”, “Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz...”, “Llegó, probablemente...”, “es seguro que cruzó la plaza”, “todos lo vimos”, “según se supo”...
Incluso se cita textualmente el “testimonio” de alguien que aparentemente trató de abordar a Larsen y fue maltratado por este.
Pero, más adelante, también en una de las primeras páginas, aparece este otro enunciado: “Pensó en algunas muertes y esto lo fue llenando de recuerdos...”.
¿Es decir que la focalización va desde un narrador testigo, en primera persona del plural (nosotros, los notables, incluyendo a Díaz Grey aunque aparezca como personaje), a un narrador omnisciente, que puede meterse en la mente de los personajes, al menos en la de Larsen?
Más bien diría que aquella modalización de duda que campea por todo el texto, sobre todo al principio, permea el resto, incluso cuando se dan las cosas por seguras (“sus nombres constan”).
Todo EA está contaminado por la morfología del rumor, del relato ajeno, transmitido de unos a otros apáticamente, en medio de la monotonía de esa vida provinciana, sin más interés que solazarse en la desgracia ajena.
Pero los que narran son, en definitiva, los notables. En cambio, Larsen —que en EA es el creador (frustrado)— nunca narra, siempre es narrado por los demás. Es el personaje más arltiano de JCO, el “escritor fracasado”.
Desde ya, este método culmina en la existencia de dos finales posibles.
Este sistema narrativo es la esencia de la escritura de Onetti.
Saer lo dice de manera algo distinta:
“El narrador, por ejemplo, en casi todos sus textos, más allá de las académicas atribuciones del punto de vista, siempre tiene una posición, una distancia, una capacidad de percibir y de comprender respecto de lo narrado que es diferente cada vez y únicamente válida para el relato al que se aplica. El célebre Qué le ven al coso ése (Henry James), proferido por Onetti en el bar La Fragata ante las caras escandalizadas de Borges y Rodríguez Monegal, podría explicarse por la constancia –admirable– de James en la utilización rigurosa de un mismo punto de vista para cada relato, que tal vez Onetti, lector de Conrad, Joyce y Faulkner, consideraba ya como de otra época... La opacidad del mundo social del que Henry James sugiere en muchos de sus textos la difícil lectura, y que trae aparejada la incapacidad de extraer de los diferentes comportamientos un sentido y una moral, se ha vuelto para Onetti ciénaga viscosa y laberíntica, patria oscura del desgaste, el fracaso y la perdición. De acuerdo con la estrategia de cada relato, los diferentes narradores intuyen, verifican y a veces incluso suscitan la catástrofe prevista ya desde el principio”.
No hay que olvidar que, de hecho, podemos leer EA como parte de la “saga de SM”, inaugurada en La vida breve, lo cual implicaría que es una ficción dentro de otra (la estatua del “fundador Brausen”, en un tercer nivel incluso, nos lo recuerda). Como una inception.
Onetti, por su parte, dijo que “él cree que ocurrió el segundo final”. Es decir, pretende desmentir el control que un autor se supone debe tener sobre sus personajes, como si estos fueran reales. Y claro que no lo son, están solo allí, en la novela. Pero la novela no se escribió sola, es JCO el que decidió, sí, ponerle dos finales.
Por lo tanto, más sutilmente, está sugiriendo no sólo que él no sabe en realidad que pasa con sus personajes, sino que a veces prefiere no saber. Es como el mismo Larsen cuando se asoma a la ventana de la Casilla y ve pariendo a la mujer de Gálvez. En una extraña reacción, sale corriendo: no quiere ver, no quiere saber. Veo en esto una figuración del narrador onettiano.
Este narrador no quiere saber, quiere salvarse.




Bibliografía utilizada

Fuentes
Onetti, Juan Carlos (1949), “La casa en la arena”, en Cuentos completos, prólogo de Jorge Rufinelli. Buenos Aires: Corregidor, 1980.
Onetti, Juan Carlos (1950). La vida breve. Buenos Aires: Sudamericana, 1981.
Onetti, Juan Carlos (1961). El astillero. Barcelona: Bruguera, 1980.
Onetti, Juan Carlos (1964). Juntacadáveres. Buenos Aires, Alfa, 1975.
Onetti, Juan Carlos. Obras Completas II. Novelas II (1959-1993). Barcelona: Galaxia Gutenberg.

Sobre Onetti
Balderston, Daniel. “Ciudades imaginarias: Torres García y Onetti”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/balderston_2.
Balderston, Daniel. “Los manuscritos de Juan Carlos Onetti”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/balderston_3.
Chaina, Patricia. “El astillero es una alegoría del poder. Entrevista a David Lipszyc”, en onetti.net; disponible en: http://www.onetti.net/es/descripciones/chaina.
Cymerman, Claude y Claude Fell (2001). Historia de la literatura hispanoamericana. Desde 1940 hasta la actualidad. Buenos Aires: Hachette. (Sobre Onetti, v. pp. 121-130.)
Ferro, Roberto (1986). La vida breve. Buenos Aires: Hachette.
Franco, Jean (1981). Historia de la literatura hispanoamericana. Barcelona: Ariel, 4.ª ed. (Ver esp. pp. 388-394).
Franz, Carlos. “Latinoamérica, el astillero astillado. Una lectura de la Santa María de Onetti como metáfora de Latinoamérica”, en onetti.net.
Gilio, María Esther (1986). Emergentes. Buenos Aires: De la Flor. (Ver esp. pp. 190-198.)
Gilio, María Esther y Carlos M. Domínguez (193). Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti. Buenos Aires: Planeta.
Harss, Luis (1976). Los nuestros. Buenos Aires: Sudamericana. (Ver pp. 214-251)
Ludmer, Josefina (1977). Onetti. Los procesos de construcción del relato. Buenos Aires: Sudamericana.
Panesi, Jorge (2000). “La lectura como adivinanza en Los adioses”, en Críticas. Buenos Aires: Norma, pp. 221-232
Saer, Juan José. “Onetti y la novela breve”, en Novelas cortas. Córdoba: Alción, colección Archivos.
San Román, Gustavo (2000). “La geografía de Santa María en El astillero”, Bulletin of Hispanic Studies, 77/1, Liverpool, enero, 107-121.
Vargas Llosa, Mario (2008). El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Buenos Aires: Alfaguara. (Ver esp. pp. 147-167.)
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Otros
Bachelard, Gaston (1957). La poética del espacio. México: FCE, 1965.
Slawinski, Janusz (1978). “El espacio en la literatura: distinciones elementales y evidencias introductorias”, en Textos y contextos, sel. y trad. por Desiderio Navarro, t. II, La Habana, 1989, pp. 265-287.
Williams, Raymond (1973). El campo y la ciudad. Buenos Aires: Paidós.

Audiovisual
El astillero, de David Lipszyc (Argentina, 1999), con adaptación de Ricardo Piglia.
Jamás leí a Onetti, de Pablo Dotta (documental, Uruguay, 2009). Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=x3UinB0kBuA.


miércoles, 2 de marzo de 2016

Izquierda Unida, 1989


En las elecciones de 1989, fui candidato a diputado nacional sin saberlo.
Sin embargo, no esto lo principal que quiero contar. Ya veremos.
Durante la primera mitad de ese año, en el que cayó el Muro de Berlín, tuve mi única experiencia de militancia política activa; fue en una coalición que se llamaba Izquierda Unida, formada principalmente por el PC y el MAS, y que realizó la primera interna abierta de la historia electoral argentina.
Yo me había recibido en Letras el año anterior. En “Marcelo T.”, porque Puan, en esa época, producía lo único valioso de su historia, según la boutade de Fogwill: cigarrillos. Trabajaba en un centro cultural del Programa Cultural en Barrios, del gobierno de Alfonsín, un ambicioso proyecto de algunas personas que llegué a conocer y que enseguida fue apropiado por el astuto Pacho O’Donnell, a la sazón radical y secretario de Cultura.
También trabajaba como corrector en una editorial, gracias a lo cual me había podido ir a vivir solo, en una época en que los alquileres se indexaban mensualmente. A pocos meses de la hiperinflación: gran puntería la mía.

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Desde que se había reanudado la actividad política, en las postrimerías de la dictadura, pos-Malvinas, para definirme políticamente si era necesario, solía decir que estaba “cerca del PC”; pero nunca me había afiliado. En parte porque —hijo del “Proceso” al fin y al cabo— no me convencía del todo la noción misma de afiliarse, en parte porque creía ingenuamente en la “izquierda” como un todo, y en parte porque mis amigos, que eran todos trotskistas, me decían “estalinista” o directamente me acusaban de haber matado a Trotsky, a través de una serie de mediaciones que yo, joven del —como se dice ahora— Conurbano, no entendía del todo. O sea que la tercera razón subrayaba la ingenuidad de la segunda.
Cuando se anunció la formación de un nuevo frente de izquierda, sentí por primera vez la necesidad de participar. Ya se había intentado algo similar en las legislativas de 1985 (“FREPU, carajo, / arriba los de abajo”), pero había abortado enseguida, pese al ingenio de su eslogan. En 1987, el PC formó otro precario frente, el FRAL, con el Partido Humanista (los “Hare Krishna”, decía el Perro Verbitsky).
1989 ofrecía otro panorama: eran elecciones presidenciales, aunque no hubiera, por supuesto, ninguna posibilidad de tallar a ese nivel; la interna peronista se había definido con cierta sorpresa —y con un pequeño empujoncito del alfonsinismo— a favor de un caudillo riojano previsiblemente populista, por sobre las epocales modulaciones socialdemócratas de Antonio Cafiero; y el MAS, fundado en 1982 por un joven abogado de derechos humanos, Luis Zamora, había crecido mucho.
Precisamente, las encuestas internas indicaban que en la provincia de Buenos Aires se podía “meter” un diputado, así que el resultado de las primarias fue meramente simbólico. El ganador resultó Néstor Vicente, nativo de la Democracia Cristiana; Zamora, candidato a vicepresidente, también encabezaría la lista bonaerense.

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Así las cosas, me contacté con un compañero de la Facultad, que se había recibido casi al mismo tiempo que yo. Llamémoslo H. Yo sabía que él sí era del PC, y hablando del tema me enteré también de que estaba en una especie de comité de campaña o como se llamara en esa época. Me reclutó enseguida para asistir a David Viñas, que era el candidato fantasmático (“simbólico”, me diría el mismo Viñas años después) de Izquierda Unida a intendente de la ciudad de Buenos Aires. Fantasmático, o simbólico, porque entonces todavía el intendente era elegido por el presidente, no por los ciudadanos, y los presidenciables, en una decisión excelente, habían designado a sus candidatos antes de los comicios.
El candidato radical era el intendente en ejercicio, el inefable Facundito Suárez Lastra, que todavía frecuenta sets televisivos defendiendo la postura radical de turno. El del peronismo era Carlos Grosso, locuaz animador de lo que todavía se llamaba “Renovación Peronista” y que había pasado la dictadura refugiado en SOCMA, la empresa de los Macri: juntando recortes de prensa, según las malas lenguas; como lo que ahora llamamos CEO, según su currículum oficial. En todo caso, entrenado para devolver el precio de su vida salvada, con alguna que otra concesión floja de papeles; una deuda interminable con la famiglia.
Finalmente, la candidata de la UCD, que en ese entonces, aunque nadie se acuerde, estaba más cerca del radicalismo que del peronismo, que todavía no se había vuelto masivamente menemista-liberal, por supuesto, era Adelina de Viola, célebre por su exabrupto “¡Socialismo las pelotas!” y por cifrar su ideal del libre mercado en las señoras bolivianas que, sentadas dieciséis horas frente a los grandes supermercados, vendían más barato que éstos.

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Yo estaba impactado porque Viñas era mi maestro secreto, quizás el intelectual al que más debía la decisión de estudiar Letras. Conocerlo fue una experiencia a la altura de toda expectativa. En 1986 había dado su primer curso de Literatura Argentina, que hice religiosamente, como cientos de compañeros, y se había convertido para nosotros en un referente de la rebeldía y la independencia intelectual. Sobre todo, frente al posmarxismo oficialista de Beatriz Sarlo, que usaba a Foucault para defender a Alfonsín y conducía en las sombras los destinos de la Facultad.
Cuando fui a su pequeño departamento alquilado de la calle Córdoba, me regaló el número 0 del diario Sur, que el PC había lanzado para la campaña (no la sobreviviría mucho tiempo), y un libro de Eudeba sobre geografía humana que tenía repetido. El tipo había conseguido una pila de libros sobre urbanismo y temas similares. Se había tomado su candidatura “testimonial” muy en serio y, más allá de no ser un gran orador de barricada y enunciar provocaciones como que las plazas debían servir para que los jóvenes hicieran el amor (en verano, supongo), invertía mucho tiempo en reuniones con especialistas de diversos temas urbanísticos y sociales, generalmente en algún cubículo preparado al efecto en los fondos de Liberarte.
Lo acompañaba para tomar notas, pasarle cosas a máquina, nada muy importante. A veces, agregaba unas notas al margen con sugerencias, pero no sé si me daba mucha bola. La agenda de eventos se la llevaba sin mucha precisión David Llewellyn, un actor del PC que había tenido un buen papel en La película del Rey. Recuerdo haber ayudado al Viejo a preparar una exposición programática que debía hacer en la Sociedad de Arquitectos, donde se iban a presentar los cuatro candidatos, tres de los cuales tenían un discurso prácticamente calcado: privatizar todo lo posible, hasta los árboles si se dejaban. La palabra de Viñas, como correspondía, era la única disidente. Claro que todo se diluía bastante si se tenía en cuenta que el futuro intendente ya estaba clavado. Angeloz, el candidato radical que trataba de ocultar que era radical, no podía ganarle a Menem.
Por mi parte, renuncié al centro cultural. No podía participar en dos campañas al mismo tiempo.

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Nuestra campaña iba relativamente bien, si uno no se detenía demasiado en las inevitables fricciones entre enemigos seculares. Mi amigo H. me aseguraba que el MAS no colaboraba en nada; se cortaban solos, hasta hacían su propia cartelería, y lo único que les interesaba era meter a Zamora en provincia. “Con un poco de esfuerzo, podríamos meter dos, y uno en capital”, me decía, demasiado confiado en poder superar la trampa de monsieur D’Hont.
Nunca supe si era del todo verdad, pero H. me contaba que los dirigentes trotskistas insistían en salir en camisa en todas las fotos, algo rigurosamente prohibido en una campaña electoral que se quería seria, profesional. “Zamora es un tipo que vive de traje —me decía, con razón—, y ahora se quiere hacer el obrero. Ya les dije que cuando sean candidatos en Nicaragua se vistan de verde oliva si quieren, pero acá se ponen traje sí o sí”. No siempre tenía éxito con su advertencia, como se ve en la escasa iconografía de la época.
La campaña cerró a todo trapo rojo en Huracán. Para lo que podía esperarse, se trató de un éxito considerable. El estadio “Tomás Adolfo Ducó” (donde jugaba River cuando se estaba reformando el Monumental para el Mundial 78, y había ido con mi viejo varias veces) tiene una capacidad aproximada para 60.000 personas, y desbordaba, tanto las tribunas como el pasto, y quedó afuera mucha gente también.
De hecho, aparte de que aún el PC conservaba cierta capacidad de movilización —no quiero ser irónico y poner “de existencia”—, el MAS estaba creciendo desaforadamente. La broma interna era que no daban abasto para afiliar, que se les terminaban a cada rato las fichas para que los nuevos afiliados llenasen, y que estaban sufriendo una crisis cuantitativa de identidad trotskista; de hecho, no tardaría mucho tiempo en fragmentarse. Eran los riesgos de tener al frente un candidato carismático, y en frente dos candidatos intragables.

***

Pese a haberme mudado a capital, todavía votaba en provincia, así que me anoté como fiscal y me asignaron la cancha de Chacarita, a siete cuadras de mi casa paterna. Las mesas estaban ubicadas en la zona de vestuarios, debajo de las tribunas, a priori una locación algo ominosa. Pero todo se desarrolló con asombrosa tranquilidad. El puntero/jefe de fiscales peronistas pasaba de vez en cuando, campechano, sabiéndose ganador. Orgulloso de la perfecta organización, sonreía amablemente a las autoridades de mesa y a todos los fiscales, y se presentaba con sarcasmo: “Nosotros somos los patoteros, según dicen”.
En mi mesa el peronismo sacó más del 50 por ciento, lejos. No recuerdo el radicalismo, pero supongo que no mucho más del 30. Izquierda Unida salió tercera, bastante pegadita, lo que auguraba el cumplimiento del objetivo principal. Nuestra “mesa de Necochea” fue Laguna Paiva, un pueblo santafesino en donde salimos segundos. En efecto, Luisito Zamora se consagró como primer diputado trotskista de la historia argentina. Nada más, ni nada menos.
No hubo demasiado tiempo para festejar. La híper se llevó puesto al gobierno radical. Menem asumió antes de tiempo... Todavía es difícil de explicar por qué Alfonsín fue quien le pasara la banda presidencial, cuando la Constitución hablaba de un período de “seis años”; pero bueno, son detalles, parece que es muy difícil ser republicano cuando todo el tiempo hay que estar salvando la república.
Izquierda Unida se disolvió al poco tiempo. De pronto, el MAS pareció recordar o enterarse de que Néstor Vicente era abogado de jubilados y les cobraba... (?). No recuerdo qué otras razones se dieron, si es que se dieron, pero supongo que no se mencionó el estalinismo.

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No me olvido de mi candidatura.
Que no fue por Izquierda Unida. La anécdota, finalmente, es banal. En ese momento yo salía con una chica que militaba en un pequeño partido de izquierda independiente; propiciaban la candidatura del prestigioso fiscal de investigaciones administrativas Ricardo Molinas, dentro de un frente progresista lo más amplio posible. Ante el rechazo de otras fuerzas (el MAS, desde ya), paradójicamente, ese partido se conformó con hacer un pequeño frente, con esquirlas del PRT y otros, y al fin su candidato a presidente fue un socialista mendocino de avanzada edad, Ángel Bustelo, que protagonizó un accidentado spot de campaña.
La chica con la que salía me pidió que le firmara un aval en blanco, y supongo que de allí habrán salido los datos para inscribir mi candidatura; en un puesto insignificante, por supuesto. Lo descubrí en alguna reunión partidaria a la que tuve que acompañarla. La boleta estaba pegada en un pizarrón: me quedé mirándola un rato, perplejo. Lamento no haber guardado una copia, ni la pude encontrar en Internet; de todas maneras, mi nombre es muy común, no probaría nada.
Salimos últimos cómodos, arañando los 5.000 votos.



Enero de 2016 (publicado en Panamá Revista)